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Del Museo Histórico y Militar al Museo de la Memoria: Un país lleno de deudas Opinión en la ciudad

Del Museo Histórico y Militar al Museo de la Memoria: Un país lleno de deudas

Es curioso pensar que tanto el MHM como el MMDH, pertenecen al “advenimiento de la democracia”. Lo pongo entre comillas por el absurdo de concebir la democracia como hecho y no como un terreno que se disputa día con día, que demanda un registro lúcido de avances y retrocesos. Eso salta a la vista en los contrastes de ambos recintos. Uno manierista, hermético hacia fuera y con un amplio patio colonial interior, donde aparece como nuestra una cultura militar y no se ofrece aún versión del golpe de Estado. El otro un despliegue arquitectónico contemporáneo, abierto y con el rectángulo suspendido; una deuda de memoria en proceso de saldar.


Como no he estado en Chile desde que las mujeres traían el pelo corto, ando atenta a las señales que me manda la ciudad, las que denotan el actual escenario. Vivo fuera de Santiago, así es que he comenzado con prudencia mi propia refundación, a partir del metro, columna móvil. Las primeras vueltas siempre me bajaba en La Moneda, y lloraba no sé si de emoción o de contaminación. Para aprender a caminar de nuevo, me agarraba de la bandera, tan grande como su afán por insuflar el patriotismo.

En una ocasión me animé a soltarla y avancé por el Paseo Bulnes, refrescante en el verano. Me llamó la atención la cantidad de edificios del Ministerio de Defensa en tan privilegiada ubicación, al punto de llevarme a revisar un catastro en línea del 2008 de los inmuebles fiscales, en el que aparecía, efectivamente, el Ministerio de Defensa como el mayor beneficiario, con el 25% del total de la propiedad fiscal administrada a nivel nacional.

Quise ir a conocer Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, pero era tanto mi olvido de la ciudad que confundí la Quinta Normal con el Parque O’Higgins. Salí a esa estación de metro algo desolada, con su fauna silvestre de negro, y caminé sin preguntar direcciones hacia un edificio blanco antiguo e imponente: Escuela Militar, 1901-1958.

Es el edificio Alcázar, que alberga al Museo Histórico y Militar desde 1997. En el patio rectangular, desierto, lo primero que vi fue un soldado en tenida de camuflaje, de carne y hueso, junto a una guía de menor tamaño y vestimenta más civil, que me indicó el recorrido. Básicamente se trataba de seguir una línea, tanto de tiempo como de espacio, en cada lado y cada nivel, como la traza el alumno obediente.

El ingreso en pasadizo, útil para controlar las visitas guiadas, desemboca en una sección prehispánica, que bien pudiera haber estado en algún museo de antropología. Se entiende entonces que el recorrido es minucioso y no entraré en detalles. Mencionaré que las salas, de poca luz, están pobladas de próceres en tamaño natural, y de batallas en miniatura que parecen, ante los no versados en la guerra, un choclón de muñequitos empolvándose. Los reflectores alumbran a Bernardo O’Higgins, del cual se muestra un arca original. La figura del general pelirrojo preside la entrada a una recreación parcial de la fragata de su nombre, que refuerza esa sensación de estar todos en un mismo barco, y hasta ganas dan de disparar los cañones al enemigo. En la nave dos, cinco salas se dedican a la Guerra del Pacífico. La retórica es clara, respecto a dónde estamos parados sobre el mar. La nave tres arranca con el gobierno de Balmaceda, cuyo retrato apenas se advierte, el cual mandó construir el edificio Alcázar. Recorrí las últimas salas con impaciencia por llegar al año 73, pero la línea termina en 1960, con una escena ambientada en la Antártica. Como comenta un amigo, es como lo que sucede a escala mundial cuando se quiere reducir los sucesos históricos de los años 60 a la llegada del hombre a la luna.

La siguiente expedición a la memoria nacional fui mejor informada y llegué directamente a la Quinta Normal, llena de estudiantes, con espacios amplios y transitables. El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, inaugurado por Bachelet en 2010, se advierte por un bloque verdoso contra el gris. Esperaba como de costumbre transitar junto a una reja hasta llegar a una puerta de entrada. Pero es al revés: lo que rodea al edificio central es espacio abierto. Bajé los escalones junto a los derechos humanos escritos en metal, esperando en vano que algún guardia me detuviera. La arquitectura subraya el carácter cívico con sus patios escalonados y hundidos, evocando a un ágora y a un yacimiento. Ahí se extiende una muestra de carteles, producto de un concurso, donde jóvenes artistas representan hitos de las represalias que sufrieron padres, maestras, campesinos durante la dictadura.

Adentro temo encontrarme con sábanas, instrumentos de tortura, zapatos, lentes, libros a medio quemar, huesos. Pero no, lo que hay principalmente son fotografías y videos. Hay una tranquilizante línea de tiempo, llena de información, en un arreglo de pasillos orillados, unidos por largas escaleras, alrededor de un espacio central vacío, por decirlo de alguna manera, ocupado visualmente por un gran mosaico de rostros, que para algunos será el mapa de un mundo desconocido y para otros una versión magnificada de la pared donde cuelgan las fotos familiares. De hecho, varios de los elementos exhibidos, (las arpilleras, los acetatos de Intillimani, los afiches) dan el ambiente de una casa de exiliado, contrastante con las estructuras amplias de madera y vidrio.

Hay el infaltable televisor desde el cual Pinochet otra vez se jacta de su poder. Entre los objetos de los detenidos (cuadernos con canciones, dibujos, naipes improvisados) llama la atención una rendija metálica de drenaje donde se dibuja un caballito de mar; lo único que lograban identificar del lugar donde estaban, cuando iban al baño, por entre las vendas que les cubrían los ojos. De los apuntes de los presos, me quedo con esta anotación en una lista de lo que hace un buen caballero: “Un buen caballero devuelve las cosas perdidas, sin que le pongan las manos en la nuca”.

Entre el exceso de texto que explica el Golpe y la dictadura, se alcanza a distinguir la complicidad de los periódicos con los juicios sin proceso: “Ex líderes del IPS, MIR y MAPU son delincuentes”. Se puede apreciar la lista de publicaciones autorizadas a circular, y entender los bajos índices de lectura y la pobreza de las opiniones de hoy. Se puede atestiguar el bando que prohibió a los trabajadores abandonar su lugar de trabajo, signo de que el pueblo pudo haber comprendido la magnitud de la represión, aun con la manipulación de los medios. Podemos leer los apellidos de los involucrados de un lado y de otro, e imaginar la división de las familias. Pero a los abundantes visitantes extranjeros del museo, se les escapan estos matices del castellano.

Es curioso pensar que tanto el MHM como el MMDH, pertenecen al “advenimiento de la democracia”. Lo pongo entre comillas por el absurdo de concebir la democracia como hecho y no como un terreno que se disputa día con día, que demanda un registro lúcido de avances y retrocesos. Lo mismo puede decirse de la modernidad: es de quien la trabaja. Eso salta a la vista en los contrastes de ambos recintos. Uno manierista, hermético hacia fuera y con un amplio patio colonial interior, donde aparece como nuestra una cultura militar y no se ofrece aún versión del golpe de Estado. El otro un despliegue arquitectónico contemporáneo, abierto y con el rectángulo suspendido; una deuda de memoria en proceso de saldar, en un país lleno de deudas.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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