Publicidad
Shakespeare y Cervantes: A vueltas con los centenarios Opinión

Shakespeare y Cervantes: A vueltas con los centenarios

De Shakespeare ha habido montajes interpretados por presos, por marionetas y siempre en traducciones que deliberadamente no querían ser fieles al texto original. Más allá de que Shakespeare suele empeorar cuando es retocado, ¿qué sentido tiene ofrecer versiones sofisticadas a un público que posiblemente nunca haya visto una representación canónica y fiel de Hamlet o de Otelo?


En 2016 se conmemora el cuarto centenario de la muerte de William Shakespeare y Miguel de Cervantes, quienes por azares de la cronología murieron la misma fecha –el 23 de abril–, pero no el mismo día: Inglaterra siempre sui generis no había adoptado todavía el calendario gregoriano.

No solo en Inglaterra y España, sino en todo el mundo, incluido Chile, son numerosos los actos que recuerdan la obra de estos dos escritores. El modo como aquí se ha celebrado esta conmemoración explica la escasa difusión que la programación cultural está teniendo y suele tener sobre el público culto. El problema no estriba únicamente en que este sea escaso, sino en el mismo desajuste de la planificación.

Me parece que no se entiende bien el sentido de las celebraciones aparejadas a los centenarios. ¿Los autores fallecidos solo adquieren valor en fechas redondas? Obviamente no. Como acontecimientos propios de la política cultural, los centenarios deberían servir para devolver a la conciencia colectiva a aquellos autores y obras que, si su mérito es incuestionable, han caído en el olvido. Los hombres postmodernos somos seres cansados. No cargamos con el peso de la historia, la despreciamos convencidos de que el pasado es mejor que nosotros. Hemos preferido ignorarlo para que no nos abrume, para no convertirnos en un Funes a la vez erudito y afásico. El centenario, entonces, remediará esta amnesia; será el momento en que la memoria de un país recupere a aquellos creadores que solo un grupo de cultivados, siempre marginales, habitualmente poco peligrosos –los especialistas–, trata con frecuencia.

En muchos países, tanto Shakespeare como Cervantes han evitado el anonimato. Solo ellos han sido capaces de lograr una fisonomía propia, de evitar ser caretas en esa postal ilustrada de Florencia que es nuestra imagen del Renacimiento. Si Cervantes ha tendido más a la estatua, Shakespeare es un autor dinámico, más exitoso que cualquier dramaturgo actual: basta echar una ojeada a la cartelera de cualquier gran ciudad teatral para comprobar que en ninguna pasan más de dos meses sin disfrutar de su Shakespeare.

En los países con un público cultural vigoroso, el aprecio quedará demostrado por la atención habitual que se les consagre: un país verdaderamente culto, si es que queda alguno, no se prepocuparía de honrarlos especialmente durante su centenario, porque sabe que todos los años reciben su abundante dosis de atención. En caso de que estos fastos se entiendan como un modo de recuperarlos, la sociedad estará patentizando una cierta inseguridad cultural: trata a estos dos grandes héroes de la literatura como si fueran el Inca Garcilaso o la Utopía de Tomás Moro –¡qué perdido está el mundo cultural católico que deja pasar momentos como éste!–, estos sí necesitados del apoyo de la cronología para no perderse.

Me da la sensación de que el espíritu con que se promociona a Shakespeare y Cervantes en la programación cultural santiaguina tiene más que ver con la segunda situación que con la primera.

Si este reconocimiento no debe causar vergüenza, es necesario preguntarse: ¿son las conmemoraciones culturales que se han organizado acordes a este diagnóstico?

De Shakespeare ha habido montajes interpretados por presos, por marionetas y siempre en traducciones que deliberadamente no querían ser fieles al texto original. Más allá de que Shakespeare suele empeorar cuando es retocado, ¿qué sentido tiene ofrecer versiones sofisticadas a un público que posiblemente nunca haya visto una representación canónica y fiel de Hamlet o de Otelo?

Se programa una ópera de Mayol sobre Maquiavelo, cuando al público santiaguino no se le da la oportunidad de divertirse con las comedias del Secretario. De alguna manera, es como si en la cartelera cinematográfica pasase Terminator 3, sin haber estrenado nunca las dos primeras partes.

Si se necesita de un centenario para que estas dos grandes figuras ocupen un lugar en nuestra vida cultural, se deberá organizar una programación más lineal, más plana, más acorde a nuestro nivel.

Más allá del atractivo de la sofisticación, una excesiva ambición está condenada a la irrelevancia. Si no se armoniza la programación con las capacidades y las limitaciones del público, por mucho dinero, público o privado, que se le destine, el nivel cultural del país seguirá siendo el mismo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias