Publicidad
El “Neruda” de Larraín y la verdad histórica (II) Opinión

El “Neruda” de Larraín y la verdad histórica (II)

Hacer una película totalmente imaginativa sobre una figura histórica reciente no solo es difícil, sino imposible. No solo la de los amigos, también la reacción secundaria de los mismos críticos lo demuestra. Tras legitimar esta obra de arte como producto de una imaginación desatada, continúan hablando de problemas que, en el fondo, solo tienen que ver con la realidad histórica.


Tras el estreno de Neruda, los críticos de cine han tratado con cierta condescendencia a quienes hemos preguntado por el sentido de las numerosas imprecisiones en las que el filme incurre.

Como si estuviésemos a finales del XIX, cuando los hiperestrictos salones parisinos proscribían la entrada a los impresionistas, nos han revelado que la película es una creación artística, libre por tanto de todo límite. Solo los muy atrasados y los muy ingenuos se preocuparían de buscar hechos en la cinta. No se trata de un biopic, reclaman algo horrorizados. La crítica ha insistido en que, más que una película sobre un año en la vida de este poeta, es una reflexión sobre la creación artística (en mi opinión, la cinta se puede salvar como la historia de una egolatría doble).

Hacer una película totalmente imaginativa sobre una figura histórica reciente no solo es difícil, sino imposible. No solo la de los amigos, también la reacción secundaria de los mismos críticos lo demuestra. Tras legitimar esta obra de arte como producto de una imaginación desatada, continúan hablando de problemas que, en el fondo, solo tienen que ver con la realidad histórica.

En primer lugar, han afirmado que no sabemos nada del policía que persigue a Neruda, salvo su nombre: el detective Peluchonneau, interpretado por Gael García Bernal.

Esta afirmación es falsa.

El hijo de este personaje, Jorge Peluchonneau Cádiz, ha explicado, por ejemplo, que su padre no era un hijo de una prostituta. Como tantas otras veces, los poderosos se harán sentir, mientras los débiles se habrán de quedar mudos.

Si el Neruda histórico será defendido por sus eruditos, la imagen de Peluchonneau quedará completamente falsificada y posiblemente nadie, más allá del círculo familiar cuya memoria se agotará muy rápido, sabrá que el prefecto de policía nada tiene que ver con el de la película.

Me encantaría saber por qué el guionista y director mantienen el nombre real de esta figura y, sin embargo, dan una imagen tergiversada de él. No pueden aducirse motivos comerciales, pues se trataba de un desconocido hasta el estreno. En la medida en que Peluchonneau carecerá de abogados, han asumido un riesgo innecesario, han cometido una crueldad innecesaria.

En segundo lugar, a la mayoría de los críticos le he escuchado decir que esta narración baja a Neruda del pedestal.

Si bien, del escalón del Nobel parece difícil sacarlo salvo que Pablo Larraín goce de algún contacto en la Academia sueca, no creo que la figura divulgada por Neruda en los últimos años en Chile sea especialmente marmórea, al menos en la información cultural. Pero les podemos preguntar a los críticos: ¿acaso la realidad histórica no importaba? Si esta carece de relevancia para juzgar la película, entonces ¿qué sentido tiene insistir en que la cinta destierra a Neruda del salón de las estatuas insignes? Al reivindicar esta expulsión, los críticos parecen estar más interesados en la verdad histórica de lo que habrían aceptado. Porque, con la imaginación se cuentan historias, ojalá maravillosas y divertidas, pero el examen de la realidad histórica debería ser el único instrumento adecuado para subir y bajar del pedestal, construir estatuas y hasta diseñar panteones de memoria cultural.

Por cierto, no es nuevo que una obra artística se inspire en hechos reales. Se trata de una corriente fecunda de la literatura contemporánea, en la que se encuadra una de las mejores novelas españolas de los últimos veinte años: Soldados de Salamina de Javier Cercas.

En ese “relato real”, Cercas mezcla a personajes históricos (el falangista Rafael Sánchez Mazas, el mismo Cercas) con ficticios (el soldado republicano Miralles), pero no los combina de manera azarosa. Todo lo que dice sobre los personajes históricos ambiciona ser históricamente preciso. La imaginación entra donde la historia no puede llegar: para completarla, para enriquecerla, nunca para sustituirla.

Cercas goza de la madurez suficiente para darse cuenta de que, por el género escogido, la calidad del producto artístico dependerá de cómo trata a la historia. Sabe que dejar libre la imaginación cuando se describen hechos históricos puede llevar a imaginaciones tan innecesarias como aquella novela histórica en la que, en el París medieval, los protagonistas se comían unas papas asadas.

Miguel Saralegui – Profesor de Filosofía Política, UDP.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias