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A la búsqueda de los barrios perdidos CULTURA|OPINIÓN

A la búsqueda de los barrios perdidos

Guillermo Valenzuela
Por : Guillermo Valenzuela Poeta, escritor y guionista. Ha publicado la novela Banco de Arena (Planeta, 2021), La Risa Invisible (Das Kapital, 2016), Un Epígrafe (GrilloM Ediciones, 2016). También ha escrito teleseries y dictado talleres de guión.
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«Barrio cívico» es una novela de recuperación, paródica desde la crítica urbana, proustiana en la modulación de la nostalgia y de clausura donosiana cuando aborda la marginalidad. «Barrio cívico» es la imagen previa a una demolición, el susurro de sus habitantes entre los escombros.


«Barrio cívico» de Jorge Ramírez -segunda novela del autor, antes publicó «Viudo», LOM Ediciones, 1997- se pasea por tres momentos o estados de la memoria barrial; lo vivido que se va, lo amenazado que resiste y lo callejero que ocupa el territorio con sus propias reglas. Con nostalgia, reflexión y una buena dosis de humor distópico, se sumerge en las luces y sombras de la gentrificación.

En «Cité», Carlos, su protagonista, es un funcionario recién jubilado de la Biblioteca Nacional que vive a escasas cuadras del edificio patrimonial. Es un solterón de la vieja escuela, célibe por opción, no tiene reproches, es un estoico despojado del deseo venéreo. Su madre al morir se siente orgullosa de verlo jubilar y se va tranquila, porque Carlos tampoco ha elegido ninguna mujer que no sea ella. Detrás de este modelo sentimental, de esta relación de estructura donosiana, se puede ver la fachada del relato; la vida íntima, cotidiana y laboral de una madre con su hijo, ambos inmersos en un polvoriento ritual que se aferra a costumbres destinadas a desaparecer. Es un anuncio, un aviso de desalojo, un quiebre sentimental de esas vidas junto al entorno que las ha acompañando desde siempre. En Cité asistimos al relato puertas adentro de esta conmoción, por darle un apelativo al shock del desalojo. Es una foto en sepia momentos antes de que las máquinas lleguen a demolerlo todo. Lo interesante aquí, es que el drama no está planteado desde una confrontación de valores, no existe una querella civil entre jubilados y una inmobiliaria deshumanizada que los amenaza, sino que, de manera muy sutil, Carlos lleva esa orden de demolición como una procesión que va por dentro. El lector podrá constatar que lo que dura su corto tiempo en libertad, Carlos se desplaza con una certeza negativa que no podrá eludir.

De alguna manera intuye el cambio, transita por el éxodo silencioso manteniendo la cordura, acepta la expulsión del paraíso sin reclamar, recibe con inocencia el zumbido que la precede.

La ciudad cambia de manera vertiginosa y no hay fachada que resista. Igual que los rostros del barrio, los que habitan y envejecen ahí tarde o temprano serán amenazados, desplazados de sus casas y formas de vida.

Si se tiene en cuenta, Carlos es un funcionario que lleva una existencia mínima, invisible a la modernidad, condenado a un apacible rincón que va quedando sin luz. Como se sabe, el personaje debe enfrentar una doble pérdida y se recluye en una metáfora viva para seguir adelante, aunque el vínculo sea un fetiche de la infancia, un sueño que lo único que mantiene a flote es una exasperante pulcritud operativa. Un regalo, tal vez el único tesoro que no puede compartir, porque compartirlo sería develar su intimidad. Es algo que ha salvado para la continuidad necesaria que exige la vida. Ahora que está fuera de las obligaciones cobra relevancia un hobby secreto; en una pieza más o menos clausurada, Carlos juega a solas con su tren eléctrico. Este secreto cobrará sentido más adelante, cuando su manifestación simbólica salga de la habitación y libere todos sus significados. Lo que parecía escabroso es apenas una niñería. En este entramado, Jorge Ramírez inserta de manera eficaz este relojito inofensivo sobre los rieles del relato, es un dispositivo que contiene una alerta, es una amenaza que entra en la historia usando un conocimiento práctico de la nostalgia. Parafraseando a Lihn, ese lugar es una especie de estación de los desamparados que se lleva de paseo a los solterones sin destino.

Fuera de este espacio, su antiguo trabajo es un lugar ineludible. Comienza a hacer visitas reiteradas a la biblioteca en un tono que quiere ser festivo y colaborador. Muy pronto su presencia se vuelve algo invasiva, y luego derechamente molesta para sus ex compañeros. Rápidamente entiende la incomodidad que está provocando, pero el edificio, ese segundo hogar al cual tampoco ya pertenece, aún tiene algo que decirle. Entonces, como última alternativa, decide visitar el salón de lectura para aprovechar -piensa- lo que nunca hizo antes cuando trabajó ahí. Se impone a sí mismo un plan de lectura ambicioso y absurdo. Aquí tal vez Jorge Ramírez cite en clave de parodia a Antoine Roquetin, el personaje de La naúsea, de Jean Paul Sartre, que va leyendo todo de la A a la Z.

A los pocos días naufraga en el sinsentido y abandona el propósito. En su fuero interno sabe que algo ya no funciona, es claro que la biblioteca también ha muerto para él, es un edifico desplomado, una ruina ajena que no puede visitar ni como lector.

En medio de esa soledad entre dos bloques que se cierran, le avisan que un colega enfermo en Temuco lo quiere ver. Carlos no lo piensa dos veces y viaja. El tren -la metáfora en reclusión- lo saca a la realidad y viaja con una felicidad explosiva, tal vez porque es la primera vez que algo parecido a un ideal, se hace tangible estando en libertad. Y viaja en salón cama, a lo grande. En el último tramo de la historia, Carlos regresa al hogar y la vecina, una mujer que lo ha espiado resignada entre sus plantas, lo recibe con unos traguitos, un picoteo y una proposición amorosa tal vez demasiado triste. Pero Carlos, con la flecha del destino hundida en el corazón, prefiere la compañía de su tren eléctrico, sin saber que un accidente ferroviario lo puede sorprender en cualquier parte.

En «Posta», la segunda novela, Jorge Ramírez elige el más emblemáticos de los edificios de la salud pública capitalina para organizar dentro de su movido interior una trama que se vuelve distópica. De algún modo este relato recuerda esas sicodélicas lesiones de guerra que proyectaba la novela de Kurt Vonneguth, Matadero Cinco. Y, como si el edificio fuera también un cuerpo que en cualquier momento puede morir, pero que inexplicablemente es salvado por una aspirina caída del cielo, cambia de manera sorpresiva todos sus signos vitales.
La posta es por excelencia, un lugar orgánico, de vida o muerte. Un lugar de peligros indecibles, padecimientos a corazón abierto y sobre todo, de angustiante incertidumbre. Los buenos resultados se vuelven un fenómeno en Posta, ya nadie muere al llegar herido ahí, todo lo contrario; sus pasillos atestados de camillas con moribundos que esperan atención, se vuelven repentinamente milagrosos.
Un joven delincuente de temer, luego de ser capturado por la policía, es internado con una bala en la cabeza. Pasa por el quirófano y al poco tiempo en sala, se recupera como si la bala tuviera el calibre de una inofensiva astilla. Los equipos médicos están perplejos, contra todo diagnóstico, no saben lo que produjo su recuperación, pero la aceptan a ojos cerrados. En otro de los casos, una anciana llega con quemaduras de gravedad luego de sufrir el incendio de su casa. Como en el caso anterior, se recupera; su piel se recompone alcanzando una lozanía envidiable. El lugar que genera más desconfianza, es ahora el que más seguridad le da a la comunidad. Y de pronto la Posta se vuelve en una especie de institución del deseo, un lugar en el que todos quieren estar para curar dolencias terminales o hacer desaparecer otras.

Llega la televisión, los medios se pelean las entrevistas. Todo el mundo quiere ser internado en la posta, se ha trasformado en un privilegio que ni la salud privada puede ofrecer. Incluso, la mujer de un médico que no pude tener hijos, le pide a su marido que busque un rincón donde puedan tener sexo y así quedar embarazada. Sólo las funerarias y sus buitres, están descontentos con la falta de cadáveres y sospechan de lo que ocurre ahí dentro. Las cámaras frigoríficas de la morgue están desconectadas por la ausencia de fallecidos. En este punto es donde nos damos cuenta que el recurso que Jorge Ramírez ha utilizado para darle un giro al relato, es el de la entrada del realismo mágico a la salud pública. Cuando la comunidad, el cuerpo médico y los medios de prensa aceptan esta realidad sin cuestionarla, entramos al dominio de lo fantástico, el que ciertamente tiene una naturaleza completamente antagónica al servicio que conocemos. Ramírez deja a Dios con el bisturí en la mano cuando la ciencia no puede explicar la mejoría de lo trágicamente absurdo, en una delirante radiografía distópica.

La tercera novela del volumen se titula «La Santísima Trinidad», y la posta vuelve como escenario lateral. Es la historia de Goduá y sus tres perros. Él es un misterioso ilusionista que abandonó a su familia para llevar una vida de indigente en una plaza aledaña, la que se quiere remodelar para instalar ahí la estatua de un bombero mártir. Un proyecto en el que subyacen esas mínimas y descarriadas ambiciones políticas, donde el maquillaje es siempre la obra. La Santísima trinidad está compuesta por los tres perros de Godúa, decididos a impedir el cierre de su espacio mientras duran los trabajos de remodelación. Estos perros no hablan, pero son abiertamente confesionales y descritos por la mano de Ramírez, donde se revela como un conocedor de las intuiciones caninas, de la misma manera que Baudelaire los conocía en ese extraordinario poema en prosa, llamado La agenda de los perros. Ahí Baudelaire se dedica a seguirlos por todo París para explicar sus movimientos, citas, trabajos y compromisos de alto nivel filosófico que a los ojos de la gente común se traduce como una especie de desorientación programada, o lisa y llanamente, vagancia. Aquí Jorge Ramírez los va traduciendo escena tras escena, día tras día en la difícil vida a la intemperie y la lucha por el espacio arrebatado. La calle requiere una agenda clara, como todo espacio público. Esta batalla de Godúa y la Santísima Trinidad es circular, por un lado, apunta a ridiculizar la institucionalidad patrimonial, y por otra es de manera espontánea, bárbara, callejera, un acto destinado al fracaso, al barrido que termina realizando la autoridad cuando se trata de invisibilizar a los indigentes.

Las tres novelas de «Barrio cívico», se complementan también como los tres actos de una misma obra. Hay una nostalgia alterada, sacada de foco, una indiscutible habilidad narrativa que busca justicia por estos espacios y sus habitantes desplazados en su propio territorio. Justicia, con los mecanismos de la ficción. A eso se debe sumar el deseo de escenificar la vida de barrio en extinción, amenazada en sus postrimerías vitales.

«Barrio cívico» es una novela de recuperación, paródica desde la crítica urbana, proustiana en la modulación de la nostalgia y de clausura donosiana cuando aborda la marginalidad. «Barrio cívico» es la imagen previa a una demolición, el susurro de sus habitantes entre los escombros.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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