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Sobre la obligatoriedad de la ley (a propósito de la exhortación de la ministra Rubilar) Opinión

Sobre la obligatoriedad de la ley (a propósito de la exhortación de la ministra Rubilar)

Juan Pablo Mañalich R
Por : Juan Pablo Mañalich R Profesor de Derecho Penal en Universidad de Chile
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La impunidad que muchas de estas personas han logrado proveerse a sí mismas, haciendo uso del poder formal e informal que ostentan, ha socavado drásticamente la eficacia de cualquier declaración respecto a que ellas aceptan la ley como obligatoria. Transcurridos poco menos de cuatro años desde que estallara el escándalo que la prensa eufemísticamente etiquetara como “financiamiento ilegal de la política”, no hay un solo político o expolítico preso por alguno de los múltiples delitos de cohecho, defraudación tributaria y falsificación documental, entre otros, que fueran revelados.


“Queremos pedir una vez más ayuda, y esta vez, además de ayuda, claridad. Les pedimos a todos los sectores políticos, a todas las personas que tienen alguna posibilidad de dar su opinión y ser escuchados, a todos los que tienen algún tipo de vocería, a que condenen sin tapujos la violencia que estamos viendo”.

Estas palabras están tomadas de la alocución con la cual, el lunes 28 de octubre, la debutante ministra Secretaria General de Gobierno se refería a las muestras de grave vandalismo callejero que arrojaba aquella nueva jornada de manifestaciones.

La ministra Karla Rubilar exhortaba a que toda persona cuya voz logre encontrar algún eco en los oídos de nuestros conciudadanos manifestara, con claridad, su rechazo y su condena a las acciones delictuales reportadas vívidamente por los canales de televisión. Esa exhortación debería ser analizada con algún detenimiento, dado que resulta extraordinariamente reveladora de algunas dimensiones del “estallido” social que nuestras autodesignadas “élites” parecen no terminar de aquilatar aún.

Las palabras de la vocera de Gobierno tendrían que despertar interés en cualquier persona que se haya hecho, alguna vez, la pregunta siguiente: ¿cómo es que la ley logra, eventualmente, obligar? (Una formulación equivalente sería: ¿cómo es que la ley logra, eventualmente, exhibir autoridad?).

Si por “ley” entendemos el conjunto de reglas a las que solemos atribuir “validez” jurídica, entonces la pregunta apunta a cómo explicar, si cabe explicar en lo absoluto, que las normas que conforman el derecho de un país lleguen a tener fuerza obligante, o “vinculante”, sobre los individuos a quienes esas normas se encuentran “dirigidas”. Se trata de una pregunta con la que todo estudiante de derecho se habrá visto confrontado, probablemente, ya en el primer semestre de sus estudios. Pero no por ello se trata de una pregunta cuya respuesta sea obvia, o simple.

¿Cómo se conecta esta pregunta, aparentemente esquiva y abstracta, con la exhortación de la ministra? La conexión tendría que volverse clara si consideramos cuál es la respuesta mejor aspectada a la pregunta en cuestión. La fuerza obligante de la ley descansa, en último término, en su aceptación por parte de quienes quedan así obligados por ella.

Esto quizá parezca paradójico, pero no lo es. (La explicación que voy a reseñar aquí no es en absoluto novedosa en el campo de la teoría del derecho, pero tampoco pretende reproducir al pie de la letra la posición de algún teórico del derecho en particular. Si hubiera que ofrecer un par de referencias imprescindibles, dos nombres serían E.R. Bierling y H.L.A. Hart.)

Para entender por qué, puede ser útil considerar el problema que enfrenta la que probablemente sea la alternativa más conocida a esa tesis. Esta alternativa consiste en sostener que el fundamento último de obligatoriedad de la ley se encontraría en el hecho de que pueda echarse mano a la coacción, esto es, al “uso de la fuerza” para impedir o reprimir su transgresión. (La palabra “coacción”, se me ha dicho, habría sido usada con especial insistencia por un rector y columnista que la semana pasada desfilara por diferentes canales de televisión para compartir sus puntos de vista acerca del “estallido”.)

El problema está, sin embargo, en que para que el despliegue de coacción en contra de quien transgrede la ley se presente como lícito, y no como una nueva transgresión de la ley, es necesario que la propia ley confiera legitimidad jurídica al ejercicio de coacción. Y por eso no puede ser la mayor o menor probabilidad de que sea ejercida coacción contra quien transgrede la ley lo que sustente la obligatoriedad de esta. Porque de lo contrario caeríamos en un regreso al infinito.

Como es obvio, lo anterior no quiere decir que el uso de la fuerza sea irrelevante para entender cómo se asegura, en los hechos, la eficacia de la ley. El punto es, más bien, que no es posible apelar a la posibilidad de utilización de la coacción para explicar cómo la ley logra, eventualmente, hacerse obligatoria.

Como ya lo anticipara, la explicación pasa por advertir que el basamento último de la fuerza obligante de la ley consiste en su aceptación, y más precisamente: en su aceptación como dotada de fuerza obligante. Esta explicación parecería quedar expuesta a una objeción igualmente grave que la esgrimida contra la tesis de la coacción.

Si la obligatoriedad de la ley depende de su aceptación, ¿cómo puede quedar alguien obligado por ella? Pues bastaría con que alguien no acepte la ley como tal para que esta no lo obligue. Y si la obligatoriedad de la ley depende de que está aceptada, entonces no parece tener sentido alguno que la ley pueda obligar en lo absoluto. Porque algo que solo obliga a alguien si este lo acepta difícilmente se ajuste a lo que usualmente queremos decir cuando usamos el verbo “obligar”. Para disolver esta objeción tenemos que reparar en tres características que necesita mostrar una aceptación capaz de fundar la obligatoriedad de la ley.

La primera característica consiste en la naturaleza colectiva, o grupal, de esa aceptación. Para que la ley tenga fuerza obligante, ella necesita ser aceptada como tal por parte de un subconjunto suficientemente amplio del respectivo grupo social, sin que esto implique que la ley necesite ser individualmente aceptada por cada uno de los integrantes de ese mismo grupo.

Determinar con precisión cuándo esa aceptación colectiva resulta suficientemente amplia puede ser extraordinariamente difícil, pero ello no afecta al argumento. Basta con advertir que se trata aquí de una cuestión de grado, y que en la mayor parte de los lugares donde rige un Estado de derecho “en forma” es manifiesto que esa aceptación colectiva se da en una medida suficiente. Lo crucial es que, sobre la base de esa aceptación colectiva, y suficientemente extendida, de la ley, el hecho de que una o más personas, individualmente consideradas, no la acepten como dotada de fuerza obligante, no logra comprometer la obligatoriedad de la ley.

Una segunda característica de la aceptación de la ley capaz de fundar su obligatoriedad concierne a su intensidad. La actitud colectiva de aceptación de la ley como obligatoria no necesita identificarse con una actitud de aprobación, ni menos de adhesión “patriótica” a ella. En el grupo integrado por quienes, de manera generalizada, aceptan la ley como dotada de fuerza obligante no necesita haber consenso alguno, por ejemplo, acerca del repertorio de razones morales que pudieran ofrecer algún apoyo a su pretensión de obligatoriedad.

Por supuesto, si de manera generalizada los integrantes del grupo social consideraran moralmente inaceptable la mayor parte de las normas jurídicas que pretenden regirlos, difícilmente se cumpliría la condición de aceptación que estoy analizando. Pero eso no quiere decir que esta actitud de mera aceptación pueda confundirse con una actitud (considerablemente más intensa) de aprobación moral. Para que la ley logre obligar, basta con que, de manera suficientemente extendida, quienes forman parte del grupo social respectivo la tengan por obligante.

Lo dicho hasta acá debería hacer reconocible cuán poco feliz es el lugar común, usualmente reconducido a Churchill, de que la democracia sería nada más que “el menos malo” de los sistemas de gobierno. Para captar la virtud distintiva de la democracia como modo de organización del poder es necesario, más bien, observar lo siguiente: la democracia es la única forma política que descansa en la autoconsciencia que el respectivo grupo social adquiere acerca de que su aceptación de la ley es lo que confiere obligatoriedad a esta.

Una vez que nos hacemos conscientes de que la ley nos obliga porque la aceptamos, el método del cual nos servimos para producir la ley es uno que vuelve explícito que ella obliga porque, literalmente, la mayor parte de nosotros manifiesta su aceptación de ella. Como regla de decisión acerca de qué llega a convertirse en ley y qué no, la regla de mayoría es la única que pretende asegurar que la obligatoriedad de la ley se apoye en su aceptación por la “mayor parte” de quienes quedan sometidos a ella.

Pero la tercera característica es todavía más significativa para lo que aquí importa. La aceptación colectiva de la ley como dotada de obligatoriedad no necesita ser, y de hecho difícilmente pueda ser, directa. Normalmente, ella será indirecta, y más precisamente: mediada. Un mundo en el cual la mayor parte de quienes resultan obligados por la ley acepte como obligantes todas y cada una de las normas que conforman “la ley”, es un mundo difícilmente verosímil.

Antes bien, basta con que la actitud de aceptación compartida quede inmediatamente referida a un conjunto relativamente acotado de reglas que fijen condiciones mínimas para que puedan ser producidas, a través de la acción de un grupo suficientemente distintivo de “funcionarios”, normas de la más diversa índole, las cuales a su vez puedan ser identificadas, producidas y modificadas, y hechas valer por ese mismo grupo de funcionarios.

La ventaja que este mecanismo de reconocimiento diferido trae consigo es evidente: sobre la base de esa aceptación colectiva originaria, el alcance de la obligatoriedad de la ley pueda expandirse y complejizarse sin que ello necesite ir acompañado de una correspondiente ampliación del alcance de la aceptación inmediatamente mostrada por la mayor parte del grupo social.

Pero para que este mecanismo funcione, es necesario que quienes tienen a su cargo producir y hacer valer la ley efectivamente demuestren, de manera suficientemente generalizada, aceptarla como dotada de obligatoriedad. Eso explica a lo menos en parte el ritual republicano de que, ante la noticia de que ha sido perpetrado algún crimen especialmente grave, una o más autoridades públicas aparezcan manifestando su rechazo y su condena de lo ocurrido.

Esta es una manera especialmente clara que los funcionarios que ocupan posiciones de alta responsabilidad política tienen para mostrar que la ley, que se ha visto desautorizada por quien ha cometido el delito en cuestión, conserva su fuerza obligante, porque es inmediatamente aceptada por quienes ocupan tales pociones de autoridad, y así mediatamente aceptada por quienes aceptan que esas personas ocupen esas mismas posiciones de autoridad.

Desde luego, esto último fue algo que la ministra Rubilar efectivamente hizo en su alocución. Pero eso no fue lo único que hizo. Pues ella también exhortó a todos quienes tuvieran la posibilidad de ser escuchados que expresaran el mismo rechazo y la misma condena hacia los delitos perpetrados en el contexto de las manifestaciones. Y esto quiere decir que la ministra exhortó a que la mayor cantidad posible de personas que no ocupan posición alguna de autoridad manifestara su aceptación de la ley desautorizada por los autores de esos delitos.

Esto hace reconocible que en el núcleo gubernamental de poder del Estado ya no hay suficiente confianza en la efectividad del vínculo de mediación, que hace posible que la aceptación de la ley como obligatoria, por parte de un grupo relativamente reducido de personas que ocupan posiciones de autoridad, se impute a la generalidad del grupo social para el cual la ley tendría que resultar obligatoria.

No sería aventurado sugerir que una parte de la explicación de ese quiebre del vínculo de mediación se encuentra en las demasiado recurrentes muestras de falta de aceptación inmediata de la ley como obligatoria por quienes ocupan posiciones de autoridad.

La impunidad que muchas de estas personas han logrado proveerse a sí mismas, haciendo uso del poder formal e informal que ostentan, ha socavado drásticamente la eficacia de cualquier declaración de que ellas aceptan la ley como obligatoria. Transcurridos poco menos de cuatro años desde que estallara el escándalo que la prensa eufemísticamente etiquetara como “financiamiento ilegal de la política”, no hay un solo político o expolítico preso por alguno de los múltiples delitos de cohecho, defraudación tributaria y falsificación documental, entre otros, que fueran revelados.

Esta es una demostración demasiado elocuente de que quienes tendrían que honrar, a través de su comportamiento, la pretensión de obligatoriedad de la ley han logrado neutralizar prácticamente cualquier riesgo de verse enfrentados a las consecuencias de su transgresión.

El problema está, entonces, en que una exhortación como la hecha por la ministra Rubilar no solo es institucionalmente hipócrita, sino que es, además, ridícula. Quienes han participado en las multitudinarias manifestaciones de los últimas semanas ciertamente no son cómplices de quienes con ocasión o en el contexto de esas manifestaciones han cometido delitos, muchos de ellos de especial gravedad. Pero más todavía: ni siquiera es responsabilidad de los manifestantes, aun cuando tengan “alguna posibilidad de dar su opinión y ser escuchados”, rechazar y condenar la comisión de esos delitos. Esa responsabilidad recae sobre quienes ocupan posiciones institucionales de autoridad.

Si la preocupación por la aceptación generalizada de la ley como dotada de obligatoriedad fuera genuina, quienes ocupan posiciones de autoridad tendrían que abocarse, primerísimamente, a restablecer el vínculo de mediación que ya se muestra indefectiblemente quebrado. La vía más obvia para ello consiste en devolver la palabra a las “personas comunes y corrientes” para la formulación de ese conjunto acotado de reglas básicas que definen cómo se produce la ley y cómo se instituyen las posiciones de autoridad que han de ser ocupadas por quienes asuman la responsabilidad por producirla y hacerla valer. Ese conjunto acotado de reglas forma parte del núcleo de lo que llamamos una “Constitución”.

Desde este punto de vista, una función primordial de toda Constitución es hacer posible la obligatoriedad de la ley. Y para que esas reglas básicas, establecidas en una Carta Magna, lleguen a ser inmediatamente aceptadas por la mayor parte de nosotros, parece prudente pensar en un mecanismo de producción de esa Constitución que haga más probable esa aceptación. La expresión más usual para designar ese mecanismo es “asamblea constituyente”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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