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El enemigo, la mujer y otras alimañas Opinión

El enemigo, la mujer y otras alimañas

Fernando Balcells Daniels
Por : Fernando Balcells Daniels Director Ejecutivo Fundación Chile Ciudadano
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El enemigo siempre está solapado en el adversario, en la amante y en el amigo. El vecino es el traidor perfecto, pero el ser mujer es la verdad irreparable del adversario, que no puede ser transformada en enemiga sino solo sometida como esclava. De a poco vemos aparecer en la belleza herida del rostro femenino al enemigo que no podremos conjurar y con el que debemos convivir. Para nosotros, seducidos por la fuerza de las mujeres, este es el momento o nunca. Puede que nos hayamos ilusionado en exceso con una reconfiguración femenina del poder y de las relaciones sociales. Puede ser que no estemos todavía ante una superioridad de la democracia femenina y debamos regatear con la violencia representacional y autoritaria por un tiempo. Las mujeres tienen la palabra.


La regla de la pax chilena era no exagerar en las provocaciones

Este Gobierno rompió los límites con su excesivo ingenio y apuntando las armas a la gente como enemigo. Frente a una patrulla militar somos cadáveres suspendidos de una tregua o de su generoso perdón. El que saca fusiles a las calles y apunta, declara que él es el dueño de tu vida y que ella no vale en este momento nada.

Cada vez que las autoridades usan a las Fuerzas Armadas como factor del orden público, las convierten en enemigas de la gente. Cada vez que amenazan con usarlas para resolver sus problemas con la ciudadanía, cada vez que las mandan a las calles con fusil de guerra, lo que hacen las autoridades es reponer en la política la oposición entre amigos y enemigos. Lo que hacen es transformar a la gente en enemigo. Luego, es difícil recoger la mano.

La reinstalación del enemigo es una de las revelaciones de este momento inaugural de la política. A falta de un peligro real que provenga de los chilenos, el Gobierno ha inventado una conspiración extranjera que salvaría sus responsabilidades. Todo viene de la convergencia entre la barbarie y los extranjeros. Es tan viejo el procedimiento de fabricarse enemigos, que no tenemos derecho ni a sorprendernos ni a fingir que estamos ante un relato plausible.

Los enemigos son siempre los mismos

Durante los últimos treinta años hemos intentado sustraernos a la retórica de la enemistad. Hemos hablado de los adversarios e incluso de los oponentes eventuales y a partir de ese esfuerzo compartido, se ha elaborado un lenguaje de la amistad cívica.

El solo acto de poner en duda la pertinencia de ese idioma, políticamente correcto, abre una sospecha de extremismo. El extremismo razonable está condenado por la eternidad a pena de extrañamiento. En su momento algunos descubridores de nuevos territorios verbales (Peña, Villegas, Atria) usaron el término de hipocresía para denunciar el buenismo, develar sus trampas y recorrer las guaridas cavernosas del lenguaje de los consensos.

La política es la continuación de la guerra por otros medios (no aptos para matar)

Las acusaciones de hipocresía, igual que los alegatos de que la Constitución esconde trampas para devorar a sus reformistas, han quedado expuestas ellas mismas como ingenuidades de corto alcance. El espanto ante tramposos y otros hipócritas es parte del lenguaje políticamente recto. El horror y la sorpresa son las muestras de la fe del crítico escandalizado. La fe, lo sabemos, puede ser desmentida por los hechos y permanecer inmutable. En el caso del crítico solitario, el que no conversa con sus comunidades, el paso por el escándalo refuerza la fe y revela la ligereza de su compromiso crítico.

Es el caso de la relación entre la fe y el liberalismo que descansa en el misterio de la mano invisible y en la obediencia ciega a la insondable voluntad del señor. O, eso es lo que dicen, porque lo que en verdad les importa es reproducir las fortunas de los afortunados y el resto es retórica piadosa. Este es el mundo que tenemos, se dicen los fieles, y más nos vale amarlo sin condiciones.

Humanos más indígenas = mujeres

Afortunadamente el deseo de causar la muerte ha sido erosionado y arrinconado por las evoluciones de la democracia. Allí donde el humanismo ha sido insuficiente –porque el derecho a la humanidad sigue restringido a los ‘prójimos’–, la democracia es la que ha ampliado continuamente el derecho al derecho.

Ese derecho, anterior a todo otro derecho es lo que se pierde con el alzamiento del enemigo en la política. Los estados de excepción son los momentos catárticos donde el goce del asesinato –aun desplazado al cometimiento por los profesionales– alcanza su punto de éxtasis. Los estados de excepción son como los estados alterados por la droga, momentos en que el poder ilimitado y el deseo del asesinato por encargo toman posesión de una parte del cuerpo social.

Es necesario cambiar la naturaleza del deseo político

El deseo se confunde con sus medios de tal manera que un fusil es parte de un deseo de muerte y un decreto es parte del deseo de un poder autoritario sin mediaciones. El deseo democrático, en cambio, solo puede pasar por la convicción y la persuasión. Y in duda, las manifestaciones populares son el argumento más poderoso antes de votar.

El verdadero drama del deseo es que, en su cumplimiento, él mismo se termina. Matar y morir suceden en el mismo acto de manera diferente para todos los sujetos involucrados. Los cómplices de torturas y matanzas están más muertos que sus víctimas. Aunque ellos no lo sepan, la sudoración los denuncia. Se puede suponer que el olor que acusa la pertenencia al mundo de la muerte es una de las razones para externalizar la muerte (y privarse los poderosos del placer directo) en instituciones ‘neutrales’.

Puede ser este síndrome del desprendimiento lo que explique el estado de completa inconsciencia de los cómplices activos y pasivos de la dictadura, que hablan de los militares en la calle y de la pacificación como autómatas para los que siempre todo es nuevo. Es lo que permite entender la irresponsabilidad brutal y caricaturesca de decretar estados de emergencia en medio de nuestra convivencia perfecta de proveedores y consumidores.

La única superación posible de la enemistad es el feminismo (aunque las mujeres no lo sepan todavía)

El momento excepcional que vivimos pone a las palabras bajo un examen inédito. De la adecuación de las palabras a las cosas instaladas en su sitial pasamos a la descripción de sus andanzas y sus rodeos. La gente, las cosas y los encuentros que forman su marcha, se describen ahora de muchas maneras más vivas desde la mirada de la mujer.

Ellas nos han mostrado incansablemente los mundos dolorosos de las mujeres. Ahora esperamos que nos muestren mundos nuevos desde el deseo plausible de todos los marginados. Los enemigos de las mujeres no son solo abstracciones didácticas como el patriarcado sino sus amantes, sus hijas y sus hijos. Con las mujeres, el amor y los desgarros del amor entran en la política de una manera que los ingleses considerarían inaceptable. ¡No hard feelings!

¡Qué vértigo! Arrojarse en brazos de la madre para escapar de papá es un salto de fe al vacío.

Mamá no es la redentora que se oculta a la sombra del padre tronador. Ella tiene sus propias formas de ejercer el poder.

Mónica

La versión de Santa Mónica, popularizada hace poco por la Universidad de Los Andes como madre ejemplar, postergada, mujer paciente y sumisa, envuelve una diferencia política con la mujer liberada de nuestros tiempos.

Mónica responde a la imagen serpentina que la Iglesia ha dado de la mujer. Ella no es Eva, criatura débil y pasional, portadora de la tentación y de la perdición. Mónica no se debe al padre sino al hijo; al suyo, a uno sobre lo demás. Pero todavía no es la mujer que se debe a sí misma.

Es, todavía, a través del hijo que ella accede a ser sujeto. Como mujer y para la Iglesia, en ella habita hospitalariamente la fuente de toda corrupción. Es más griega que católica y todavía no es moderna, porque no tiene el derecho a una felicidad extrafamiliar. Los equilibrios que adopta entre ella misma y sus otros, están siendo descubiertos apenas en nuestros tiempos.

La mujer de goma

La sociedad liberal pide la confianza como un acto de voluntad que desprecia tanto la fe como la crítica. En este vecindario del mundo feliz, los desajustes son vividos como desperfectos que evocan a The Stepford Wives de Ira Levin. Los conflictos solo pueden ser entendidos como cortocircuitos, fallas humanas introducidas en la estructura del orden natural. La vivacidad les viene de su largo y complejo silencio. Por muy buenas razones no hay una profecía femenina.

El profeta es el que captura el futuro y lo pone a disposición de la voracidad del pueblo del presente. Lo femenino no se interesa en esa forma de monopolizar el tiempo. El que se salta los rodeos y avanza con botas de siete leguas llega antes, pero no llega a ninguna parte. Nadie tiene razón antes de tiempo y fuera de la comunidad. Por eso las ideas de cambio pueden ser reabsorbidas con alguna facilidad por el hábito que se quiere cambiar.

La diferencia entre la política representativa y la palabra de las mujeres está en que, si ambas mienten, la mujer no traiciona. Entre otras cosas más serias, porque nunca es la depositaria del tipo de fe que se consume en el Padre.

El doblez, el rodeo, la ficción y el respeto están en la naturaleza femenina del lenguaje

A pesar de sus opciones masculinas en los genéricos, pese a los discursos profesorales y las voces de mando, el lenguaje es un modo de negociar bienes no transables y de hacer valer amores a los que no se puede renunciar. No es rápido, no es transparente, no es sumario ni va al grano. No sirve solo para dar órdenes sino que prefiere ser hablado y nunca puede ser reemplazado por los hechos. El lenguaje gana tiempo para designios mayores que el militar o el comercio. Para eso bastan los pitos, los tambores y los números. No hay habla sin opacidad. Ni siquiera la palabra mujer es transparente y sobre todo la palabra de Dios es opaca y está sujeta a querellas de interpretación. Si eso no fuera así, no nos diferenciaríamos de las mujeres poseídas de Stepford.

El enemigo siempre está solapado en el adversario, en la amante y en el amigo. El vecino es el traidor perfecto, pero el ser mujer es la verdad irreparable del adversario, que no puede ser transformada en enemiga sino solo sometida como esclava. De a poco vemos aparecer en la belleza herida del rostro femenino al enemigo que no podremos conjurar y con el que debemos convivir.

Para nosotros, seducidos por la fuerza de las mujeres, este es el momento o nunca. Puede que nos hayamos ilusionado en exceso con una reconfiguración femenina del poder y de las relaciones sociales. Puede ser que no estemos todavía ante una superioridad de la democracia femenina y debamos regatear con la violencia representacional y autoritaria por un tiempo. Las mujeres tienen la palabra.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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