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Escenas pandémicas y la economía de los cuerpos en confinamiento Opinión

Escenas pandémicas y la economía de los cuerpos en confinamiento

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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En un sistema radicalmente precario respecto de sus derechos laborales, donde las pymes padecerán la crueldad de un neoliberalismo anárquico, las leyes favorecen el derecho del empleador o, bien, los trabajadores no faltan al trabajo y se contagian con el virus o se ausentan del mismo, exponiéndose a la arbitrariedad del despido. En suma, el virus no es sino la devastación temporal del neoliberalismo hasta cuando logre reacomodar un nuevo ciclo de acumulación.


El estado de reposo del paisaje citadino lleva consigo algo mordaz una perversión inadvertida que nos obliga a interrogarnos por el lugar que ocupa una plaza vacía dentro de una visualidad pandémica. A simple vista, dicha pasividad urbana no sería sino la parálisis de nuestros cuerpos frente a algo un enemigo poderoso, según reza el deleite gubernamental por los sustantivos de guerra, que nos rebasa sin ninguna capacidad de mitigación, desmantelando Estados, interrumpiendo democracias y administrando cuerpos.

El tiempo de la reclusión hace predecible el comportamiento de nuestros heraldos negros. La banca vestida de prosperidad filantrópica capitaliza liquidez, la clase política establece una nueva alianza carnal con la subsidiariedad y el progresismo del arcoíris ha revestido de eficiencia los pecados fundantes de la desregulación autoritaria (1981). Y en medio de está comunión se han decretado calles confiscadas, controles urbanos, multas y peritajes. Las veredas y las esquinas han sido proscritas como esquirlas por los desbandes de una modernización adultera y viscosa (1990-2010). Tal es el orden visual del confinamiento que nuestro imaginario virtual ha dispuesto cuando las formas anárquicas del virus posfordista han transgredido temporalmente a sus «patrones financieros» (corporaciones, transnacionales y Estados soberanos).     

La pasividad de nuestras calles en reclusión despeja a la ciudad en su mudez y hace ver las palabras y las cosas de manera casi “transparente” durante el tiempo de la reclusión, como si la ausencia de sentidos no fuera acaso una violación de las subjetividades ciudadanas. Sin embargo, bajo cuarentena todo transcurre entre pánico y transparencia. Todo lo que es prístino para sí mismo comprende un miedo agravado, como aquello que no guarda secretos ni silencios. Aquí se exhibe una plenitud transparente que no puede articularse, salvo en virtud del terroir como fervor por una globalización securitaria.

El temor y la técnica serían los dispositivos de la operación de transparencia ideológica que muestran que hoy el miedo no necesita recurrir a las clásicas dictaduras del pequeño siglo XX. Aquí basta con una democracia agrietada por el régimen de acumulación infinita del capital oligárquico-financiero, erigido desde las tecnologías de genocidio neoliberal que han suspendido la razón democrática.

Y es que bajo la planetarización del capitalismo global securitario (Agamben), la demanda por la legislación democrática consistirá en poner en cuestión en suspensión la propia razón democrática. El temor del confinamiento no requiere de un exceso de liturgias, basta la imagen destruida bajo el «fascismo mediático» de matinales y redes que viralizan el virus. En suma, el mundo se ha vaciado de mundos posibles, hoy se impone la caducidad de los sentidos, con sus políticas de securitización/precarización, inauguradas por la razón neoliberal que han terminado por promover cuerpos dóciles separados de toda potencia igualitaria, como fue el caso del 18/0.

Sin perjuicio del COVID 19 y su letalidad, del feroz dolor que padecemos, el pánico no ha sido causado por el poder del virus solamente, sino por los estragos del neoliberalismo crudo sin dramaturgia, ritos ni subjetividades que en su seguridad cristalina ha vaciado al mundo de los mundos posibles y fomenta espacios de control, redes monitoreadas, señaléticas prescritas, comunidades virtuales, y encierros que pueden ser controlados por el panoptismo de los expertos. Todo ello sin olvidar el capitalismo de plataformas que viene a desubjetivar la experiencia del trabajo y el sentido de las prácticas laborales.

La producción de un vaciamiento del tejido social la excepción perpetuadaes la característica del pánico exacerbado. Solo en la excepción todo se ha develado como un cuerpo prístino y el pánico articula el control de los cuerpos. Bajo la cuarentena padecemos la suspensión y administración del tiempo y no hay proyecto posible, salvo el tiempo homogéneo de Borges: el tedio de lo mismo. Un tiempo que se abre y se cierra con la reclusión, la repetición de lo cotidiano, la estridencia apocalíptica de las redes, la administración de fobias y catástrofes. Una esquizofrenia de monólogos y un orden para bipolares. Y de ahí en más la miseria cognitiva de matinales (rostros y rictus de una épica miserable) que se han consagrado a hacer del hogar la consumación prístina de un mercado anárquico, donde lo que migra es una economía de las afecciones.

Desde los escenarios del pánico, hasta las experiencias patologizantes de consumo y adicción, estados ansiosos, hasta inventariar la muerte a la usanza de un trámite traducido en número de muertos, enfermos, camas, asintomáticos cuya contabilidad se actualiza cada ocho horas (accountability). La ciudad neoliberal con tal de preservar la navaja de la mercancía se ha llenado de curiosas sutilezas, donde reinan memorias fugitivas, difuntos sin nombre, silencios y despistes.       

Aquí la seguridad deviene dispositivo de atomización individual que no tiene otro afán que la extensión de un paradigma fóbico que potencia el blindaje inmunitario de los mismos dispositivos de seguridad; «¡ay, y usted ya lo sabe, debe estar confinado en el encierro, y si sale de su casa entra en desacato y deviene un potencial subversivo!». Es el encierro como «virtud cívica». 

En otros términos, la “seguridad” del capital es un barril sin fondo y, a pesar de su promesa de inmunidad, en realidad profundiza los «encierros de la desprotección», agudiza el espanto hacia el otro y separa alevosamente los cuerpos del espacio común. En este sentido, la seguridad es la «tragedia de los comunes», por cuanto destruye cualquier dimensión política. Esto último, es muy distinto a la protección que pone en juego otra sensibilidad en virtud de la cual, de cuando en vez, los países se defienden de múltiples amenazas una catástrofe natural, una inflación o una peste–, poniendo en común problemas e inventando formas de organización para enfrentar el riesgo sin renunciar a la producción de sentido social. Pero en el marco de una economía global, tal protección de la comunidad no es posible. Y ello representa un punto de no retorno.

El miedo es la orfandad urbana, la calma, la ausencia de gestos y lugares secuestrados por el riesgo real de contagio, pero también por la administración de ficciones securitarias. En otras palabras, “temor” designa justamente la confiscación de la imaginación popular por una sutura imaginaria que hoy se llama “virus”, pero en cuyo fantasma se deposita el pánico a ese vacío políticamente producido por años de neoliberalismo ciego. El temor y, por qué no, el terror es justamente la experiencia en la que todo parece perfecto, y donde la ilusión del control total nos hace volcarnos a la prepotencia humanista de que por fin el “hombre” junto a la técnica ha podido triunfar sobre la naturaleza. A efectos de la pandemia urge disciplinar los cuerpos, parametrizar la vida cotidiana, que no es sino otra forma de destruirla, sin embargo, se busca restaurar otra economía del trabajo bajo el comodín del «retorno seguro», porque ello ha desatado la histeria del capital.    

En las últimas horas, el Gobierno ha indicado un «ingreso familiar». Esta noticia nos habla de una economía especulativa de los cuerpos y también sugiere otra forma de disciplinamiento que honra la obediencia y el consumo. Una vez que retorne la calle con su potencial diluviano, lo que vendrá a perpetuarse serán gobiernos sin sociedad civil, populismos sin pueblo. El poder carecerá de consenso normativo cuando las subjetividades no buscan concertar una norma común. Al parecer la revuelta introdujo una dislocación entre instituciones disciplinarias (la vuelta al colegio) y las tecnologías gubernamentales. Allí se despliega una potencia popular que no está deliberando sobre normas comunes. Ello es esperable en el contexto de un orden poshegemónico, donde hemos transitado desde las estructuras a los flujos mediáticos.    

Pero el piñerismo ha abrazado la tesis del “retorno seguro”, obviando la irrupción de Estados postsoberanos. Aquí la muerte como trámite, inventariada, ha quedado archivada bajo cuarentena, prescindiendo de toda densidad totémica. He aquí un presente absoluto donde todo ha sido derogado a nombre de la «actualidad» y la especulación linguística. Se trata de un momento anárquico del capital donde todos hemos devenido negros, en un sistema radicalmente precario respecto de sus derechos laborales donde las pymes padecerán la crueldad de un neoliberalismo anárquico–.

En nuestra parroquia las leyes favorecen el derecho del empleador o, bien, los trabajadores no faltan al trabajo y se contagian con el virus o se ausentan del mismo exponiéndose a la arbitrariedad del despido. En suma, el virus no es sino la devastación temporal del neoliberalismo hasta cuando logre reacomodar un nuevo ciclo de acumulación.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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