Publicidad
Lecciones del estado de excepción Opinión

Lecciones del estado de excepción

Gabriel Gaspar
Por : Gabriel Gaspar Cientista político, exembajador de Chile en Cuba y ex subsecretario de Defensa
Ver Más

La primera inquietud que surge es lo prolongado de esta excepcionalidad. Porque, si sumamos el periodo de estado de sitio del 2019 y los casi 7 meses de estado de catástrofe del 2020, tendremos que Chile ha vivido casi un año bajo una severa restricción de los derechos ciudadanos. Que la pandemia requería medidas excepcionales nadie lo duda, nadie lo puede cuestionar. Es más, estas fueron aplicadas por la casi totalidad de las naciones del planeta. Resta por ver si esa excepcionalidad persiste o si debemos establecer ajustes, porque, de lo contrario, un recurso previsto para lo excepcional tiende a ser utilizado en forma permanente. Es peligroso cuando la excepción se transforma en la nueva normalidad.


Los estados de excepción constitucional son, como su nombre lo indica, excepcionales. Implican la restricción de derechos esenciales de los ciudadanos como la libertad de movimiento, incluso la propiedad. Por lo mismo, su decreto debe ser muy preciso y acotado, dadas circunstancias anormales de magnitud.

Lo anterior tiene muchos ángulos que podríamos (y debemos) analizar: impacto en la economía, en los procesos electorales, en el año escolar, etc. En estas notas nos concentraremos en su impacto en dos actores: la ciudadanía y las Fuerzas Armadas.

Una segunda advertencia. Esta reflexión se refiere principalmente a las lecciones que dejan los ya tres periodos sucesivos de estado de excepción motivados por la pandemia. Desde marzo a la fecha los chilenos hemos experimentado una cotidiana restricción a nuestra vida cotidiana. El año pasado también tuvimos algunas semanas de estado de excepción, esa vez motivado por el estallido social del 18 de octubre que fue enfrentado con un estado de sitio que posteriormente se levantó. Esa es otra maniobra que es preciso evaluar.

La primera inquietud que surge es lo prolongado de esta excepcionalidad. Porque, si sumamos el periodo de estado de sitio del 2019 y los casi 7 meses de estado de catástrofe del 2020, tendremos que Chile ha vivido casi un año bajo una severa restricción de los derechos ciudadanos.

[cita tipo=»destaque»]Pero sobre todo, es indispensable evaluar la persistencia de la privación de derechos fundamentales a todos los ciudadanos. En esta oportunidad, el estado de excepción rige para todo el territorio nacional, lo que no ocurría desde tiempos de Pinochet. Los estados de emergencia siempre se dictaron para zonas declaradas de catástrofe. Por tanto, en cada terremoto, inundación o tsunami, la zona afectada disponía de una vasta y generosa retaguardia nacional desde donde se enviaba ayuda, alimentos, energía y miles de voluntarios. Hoy no. Todo el país bajo control. ¿Para qué? ¿Por qué? No escapa al análisis que estas medidas excepcionales amplifican las potestades del Poder Ejecutivo.[/cita]

Que la pandemia requería medidas excepcionales nadie lo duda, nadie lo puede cuestionar. Es más, estas fueron aplicadas por la casi totalidad de las naciones del planeta. Resta por ver si esa excepcionalidad persiste o si debemos establecer ajustes, porque, de lo contrario, un recurso previsto para lo excepcional tiende a ser utilizado en forma permanente. Es peligroso cuando la excepción se transforma en la nueva normalidad.

Es evidente que la pandemia persistirá un buen tiempo en el planeta. Lo que también queda claro es que, al menos en Chile, pasamos su peor momento. De esos días en que los fallecidos se contaban por centenares y los contagiados por varios miles. Bien por este avance, mejor si los consolidamos. Si se aplicaron oportunamente las medidas que eran necesarias, si se escucharon las voces de los expertos y los profesionales, es parte de la crítica de la maniobra. O si los funcionarios y autoridades no fueron todo lo eficientes que se requería para aminorar los costos y las bajas. Toda democracia tiene el derecho y la obligación de examinar su comportamiento ante catástrofes de esta magnitud. Y extraer lecciones aprendidas.

La población en su inmensa mayoría respondió con prontitud y disciplina a las férreas restricciones, aunque ello acarreó costos económicos, sociales, familiares y de diversa índole. Por cierto existieron casos de irresponsabilidad, pero seamos justos, en ellos también incurrieron autoridades, parlamentarios y altos funcionarios. Leyes y reglamentos para estos últimos, porque debieran ser los encargados de hacer cumplir la norma y no de ampararse en mal entendidos privilegios.

La pandemia, se ha dicho, desnudó la desigualdad social existente, como también la ignorancia de algunas autoridades respecto a la realidad social del país. En su momento, el principal conductor, el entonces ministro Mañalich, reconoció que desconocía el nivel de hacinamiento que existía en el mundo popular. Mismo desconocimiento que a diario veíamos en los matinales, donde diversos opinólogos sermoneaban que a los contagiados había que aislarlos en una pieza y con un baño exclusivo.

Según las normas del estado de excepción vigente, como es común en las catástrofes, se dispuso que las FF.AA. acudiesen al auxilio de la población y contribuyesen al orden. En esa normativa, los denominados jefes de Defensa son nombrados por el Presidente, pasan a depender del Ministerio del Interior, encargado de las emergencias en nuestra institucionalidad. Y concentran el mando de militares, policías y funcionarios. Hasta ahí la letra.

Pero en la práctica, en esta oportunidad los jefes de Defensa no desempeñaron estrictamente ese rol. El Ejecutivo siguió gobernando con la estructura normal de la administración pública. Eso crea una zona gris que es necesario regular, porque, si se quiere gobernar con la administración de tiempos normales, para qué sacar a la tropa de sus tareas profesionales. En algunas zonas, como La Araucanía, el enredo fue mayor: además de la poca definida relación entre intendente y jefe de plaza, se designó una delegada presidencial, posteriormente se nombró a un funcionario como jefe de seguridad de la Macro Zona Sur. Sumemos a ello el intento del Ministerio de Defensa por dirigir a los jefes de Defensa, uno por cada región del país.

Luego de muchos meses, la zona gris permanece. No hemos conocido de grandes desencuentros, pero queda la duda de si se ha aprovechado a plenitud la capacidad de las Fuerzas Armadas en materia de catástrofe. Una respuesta hipotética puede ser que nuestra oficialidad haya aplicado la doctrina para cuando no hay doctrina: el sabio TTC (Tacto, Tino y Criterio). Menos mal que no han existido problemas mayores, en gran parte debido a la disciplina social y al parecer al TTC. Supongamos que se hubiera presentado una situación de violencia mayor, ¿cuál autoridad es la que habría determinado las Reglas del Uso de la Fuerza? ¿El intendente? ¿El jefe de Defensa? ¿El Ministerio de Defensa o el del Interior? ¿El comité de emergencia que sesiona a diario, según se dice?

Lo que no deja lugar a dudas es que la dotación de personal es escasa. Se debió movilizar tropa desde las regiones hacia las ciudades más pobladas. Algunos uniformados llevan meses sin regresar a sus hogares. Al inicio, el Gobierno se ufanaba de que se había dispuesto el empleo de 500 militares a la Región Metropolitana. Esta tiene 52 comunas, alcanzaban diez militares por comuna, ni siquiera una escuadra. Muchos se preguntarán por qué hay tan poco personal, la respuesta es obvia: porque las FF.AA. en democracia no tienen como misión ocupar el territorio ni controlar a la población. Su misión es entrenarse para defender el territorio y defender a los chilenos. El orden público es una responsabilidad de las autoridades políticas y de las policías, las Fuerzas Armadas no están diseñadas, entrenadas ni equipadas para tareas de orden público.

Sumemos a lo anterior que, producto de muchas cosas, el servicio militar ha ido bajando progresivamente su voluntariedad en los últimos años. Eso, pese a que la cuota de conscripción se ha reducido sustancialmente. A inicios de los 90 del siglo pasado la conscripción sumaba decenas de miles. Hoy no pasan de 10 mil y a veces cuesta llenar esa cuota.

También es indispensable revisar la coordinación entre la autoridad política y la autoridad militar en tiempos de excepción. Pero sobre todo es necesario revisar la pertinencia de mantener tanto tiempo a los uniformados en tareas de orden, excepcionales. ¿Es indispensable hoy el toque de queda para combatir la pandemia? ¿No basta con la policía –60 mil carabineros y más de 13 mil PDI– para verificar el cumplimiento de las principales disposiciones sanitarias? Sumemos a ellos varios miles de funcionarios públicos y de guardias municipales.

Pero, sobre todo, es indispensable evaluar la persistencia de la privación de derechos fundamentales a todos los ciudadanos. En esta oportunidad, el estado de excepción rige para todo el territorio nacional, lo que no ocurría desde tiempos de Pinochet. Los estados de emergencia siempre se dictaron para zonas declaradas de catástrofe. Por tanto, en cada terremoto, inundación o tsunami, la zona afectada disponía de una vasta y generosa retaguardia nacional desde donde se enviaba ayuda, alimentos, energía y miles de voluntarios. Hoy no. Todo el país bajo control. ¿Para qué? ¿Por qué? No escapa al análisis que estas medidas excepcionales amplifican las potestades del Poder Ejecutivo.

No son pocos los que sostienen que el estado de excepción es “por si acaso”, en alusión a un segundo estallido social. Sería “por si las moscas”. Puede ser, pero en ese caso lo trasparente sería que se explicase de esa forma, se argumentase directamente y se informase al Congreso y a la opinión pública de esta preocupación. Las autoridades debieran exponer los antecedentes concretos en que se afirman. Libertad de expresión queremos todos preservarla. Violencia destructiva, no. Manifestaciones pacíficas como las del 8M, bienvenidas. Hoy no podrían efectuarse. Si el verdadero problema es un temor a un desborde social, ¿por qué no explicitarlo? Por cierto, si hay malestar en la población –más que comprensible después de todo lo que ha pasado–, esta disconformidad debiera ser tratada con medidas políticas y sociales, no con tropas en las calles. Siempre lo han dicho los propios militares.

Trasparencia, líneas de mando claras, objetivos concretos, evaluaciones rigurosas, son todas lecciones que debemos extraer de este año en que vivimos confinados, de este año en que murieron oficialmente más de 13 mil compatriotas hasta hoy. Este año en que millares perdieron sus empleos y muchos no pueden pagar sus dividendos o mantener su emprendimiento familiar. Sin evaluación no hay diagnóstico real, sin diagnóstico, no se puede planificar. Que no sea en vano la pesadilla que hemos vivido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias