Este programa terapéutico para jóvenes con consumo problemático que tiene Hogar de Cristo en Talca desde 2005, ha resultado muy exitoso, incluso en las condiciones de funcionamiento remoto que impone la pandemia. El caso de Yasmín refleja muy bien cómo el género, el ser niña, profundiza aún más la desigualdad y la pobreza. La jefa de La Escalera lo expresa así: “Ellas acarrean mayor trauma que ellos, experiencias de violencia, de abuso, de maltrato, que es necesario reparar”.
Un año duro fue el 2020 para el equipo del programa terapéutico La Escalera, especializado en tratamiento de drogodependencia de jóvenes y adolescentes, que atiende a 36 personas, hombres y mujeres, en Talca, capital de la región del Maule.
“Ha habido mucha ideación suicida entre nuestros usuarios, a causa del encierro y las cuarentenas que impone la pandemia, un tema crítico que hemos debido abordar y priorizar. Pero, al mismo tiempo, podemos decir con alegría que al menos 15 de nuestros 36 chicos han logrado mantenerse en abstención en estas particulares circunstancias, lo que fue muy gratificante para nosotros”, afirma Marcela Aliste (46), trabajadora social, jefa de este programa que partió como una experiencia piloto en 2005 y hoy –con el apoyo de Senda y el Servivio de Salud del Maule– es conocida y reconocida por su labor en la región.
-Efectivamente el programa se ha posicionado bien en el territorio. Hemos logrado adherencia y éxito terapéutico entre los adolescentes. Los chicos creen y confían en nosotros y eso se explica en la calidad humana de nuestros profesionales. Ahora trabajamos en un nuevo proyecto: queremos que sean nuestros propios usuarios los que integren un grupo de autoayuda externo, que les haga seguimiento a los que egresan, que reciben el alta, para que nos informen cómo están. Nos alegran tanto los logros de nuestros chiquillos: los que están estudiando o que han obtenido un título y trabajan, o que están en un grupo de fútbol, o de deporte. Nuestra media es de 10 jóvenes dados de alta cada año.
Marcela nos comenta el caso de una niña que vivía en una residencia de protección, que llegó por consumo, y que ahora acaba de titularse de trabajadora social. “Hoy debe tener 23 años. Es uno de los casos más exitosos que tengo en mente”.
-¿Son muy distintos los hombres que las mujeres con consumo problemático de alcohol y de otras drogas a los que ustedes atienden? ¿Cuál es la gran diferencia?
-La violencia, el abuso sexual, incluso la explotación sexual comercial, es mayor en las niñas. Ese es un tremendo componente de trauma que marca la diferencia entre ellos y ellas. Eso es lo más complejo que han vivido las adolescentes a las que me ha tocado abordar terapéuticamente. Es un daño, un trauma que debe trabajarse de por vida y que se expresa en muchas actitudes y que las limita en un sinfín de ámbitos, más cuando no hay reparación o tratamiento en el momento preciso. Por eso, el foco de la rehabilitación debe estar puesto en sanar el trauma, en la reparación del mismo. Es importante trabajar todas las temáticas involucradas: abandono, pobreza, problemas de salud mental, pero es clave considerar que el género es un elemento diferenciador clave. Es más, pienso en varios chicos transgénero a los que atendemos, algunos que viven en calle en el centro de Talca, donde estas consideraciones son también cruciales para poder ayudarlos.
La jefa de La Escalera está expectante por conocer el estudio “Ser niña en una residencia de protección en Chile”, que contiene una “una mirada comprensiva desde la perspectiva de género, pobreza y desigualdad” y que será presentado este miércoles 17 de mayo, a las 11 de la mañana, en una transmisión online, por el Hogar de Cristo. El director social nacional de la fundación, Paulo Egenau, sostiene que sus conclusiones aplican no sólo a las niñas y jóvenes bajo el cuidado del Estado, sino a todas las mujeres que conjugan pobreza, vulnerabilidad, consumo problemático, abandono y todas las desventajas posibles, sumadas al hecho de ser mujeres y menores de edad.
La publicación –que es parte de la serie “Del Dicho al Derecho”, que en 2018 abordó los “Estándares de calidad para residencias de protección de niños y adolescentes” y al año siguiente lanzó “Modelo de calidad para escuelas de reingreso” –, será comentada por la sicoterapeuta chilena formada en Colombia y residente en España, Maryorie Dantagnan, que es experta en trauma en niños y adolescentes. La psicóloga y jefa de desarrollo del Hogar de Cristo, Claudine Litvak hará una síntesis del trabajo que les tomó dos años, luego intervendrá Maryorie y, finalmente, un panel integrado por la ministra de Desarrollo Social y Familia, Karla Rubilar; la coordinadora de la Oficina ONU Mujeres Chile, María Inés Salamanca; y el director técnico nacional del Hogar de Cristo, Carlos Vohringer.
“YA NO SOY UNA MUJER PLANTA”
–Yo, aunque no hubiera piteado, era como si estuviera volá 24/7. Andaba como tonta, atontada, todo el día. Era una planta. Una mujer planta –sentencia de sí misma Yasmín (19), usuaria agradecida del programa La Escalera, donde recibió tratamiento terapéutico, al que llegó a instancias de sus profesores del liceo y de una compañera que también estaba siendo tratada en el programa. Entonces tenía 17 años y serios problemas de consumo de marihuana y alcohol. Hoy trabaja como cajera en un supermercado y se prepara para postular de nuevo a la universidad, porque el 2020 no le fue bien en la prueba de ingreso. “Saqué bajo puntaje en matemáticas y tengo que subirlo si quiero entrar a psicología. Ese es mi sueño: tener estudios y tener mi casa. No depender de nadie. Trabajar y abrir una cuenta de ahorro mientras estudio para postular a un subsidio. Y para eso ahora trabajo en el supermercado, que es una función de robot, pero no importa, me pagan. He sido temporera en la cosecha de manzanas, asesora del hogar, he limpiado oficinas. Este año de pandemia, he tenido pega porque yo no me regodeo; soy una persona muy enfocada en mí. He aprendido que debo ponerme yo primero, porque para salir adelante, necesito estar bien”.
Yasmín quedó huérfana de madre a los 6 años. Recuerda vagamente a su mamá y tiene información difusa de las circunstancias de su muerte. “Sufría de epilepsia y le vino un ataque cuando cosechaba manzanas y se cortó el cuello. Murió desangrada, aunque no sé bien cómo pasaron las cosas. Nadie me las ha contado completas”. Es hija única. Tiene un medio hermano, con graves problemas de consumo, padre de dos hijos, al que su mujer dejó por el tema del consumo. Su papá, que también consumía, es la figura que explica muchos de sus dolores, incluido el consumo.
-Él me pegaba. Ejercía violencia física, psicológica y económica en mi contra. Yo he vivido la violencia intrafamiliar toda mi vida y me imagino que si mi mamá no hubiera muerto, nos tendríamos que haber unido para escapar juntas de eso. Hasta los 18 años viví encerrada; él no me dejaba salir. Mi rebeldía eran la marihuana y el alcohol. Aunque él no hacía nada frente a mi consumo. Era como un tema tabú.
-¿A qué edad empezaste a consumir?
-La probé en la básica. En la escuela, un día alguien llevó puras hojas con las que armamos los pitos y fumé con otras cinco niñas. Pero la primera vez verdadera fue cuando sentí sus efectos, un poco después. Ahí me quedó gustando y el gusto se acentuó cuando entré al liceo, donde el consumo se veía demasiado. Entrar a enseñanza media fue como entrar a una selva gigante. Al principio lo hacía porque todos lo hacían, pero después fue porque el estado en que me dejaba me servía para escapar de mi realidad.
Yasmín cuenta que siempre, desde niña, la envolvió el aroma de la marihuana. “Mi papá, mi hermano y mi sobrino fumaban. Yo era chiquitita y sentía el olor y me gustaba. Siempre lo he tenido cerca, pero llegó un punto en que me gastaba 20 lucas a la semana en yerba y yo no tenía plata. En esa etapa, muchas veces tuve miedo, sentí el peligro, como una vez en que estaba con un amigo fumando en una plaza y llegaron los pacos. Mi amigo, que tenía una moto, además de fumar, vendía y esa tarde andaba cargado de yerba. Fue una suerte que no nos controlaran. Nos subimos a la moto, enfermos de volados, y sentí que podíamos chocar y morir. Me daba miedo todo eso, lo mismo que fumar de noche en la población donde vivía con mi papá, que no es un buen barrio, es medio complicado”.
Ahora vive en la casa de la mamá de una buena amiga, donde les ayuda con algunas cuentas y se siente segura, una situación muy distinta a la del hogar paterno, que dejó justo cuando cumplió 18 años.
-Siempre la violencia intrafamiliar se centra en el caso de la pareja, el marido y la mujer, pocos reparan en casos como el mío, donde es la hija la que padece el maltrato paterno. Una vez un carabinero me dijo: “Tú ya tenís 18 años; trabaja y deja de quejarte”. Hoy no tengo vínculo con mi papá, ni siquiera el del odio. Ya lo perdoné. Siento rechazo hacia él, pero ya no es rencor y le deseo lo mejor. Me preocupa, lo veo viejo y con todo lo que está pasando siento que es bueno que él sepa que ya no lo odio.
Yasmín se reconcilió con su propia historia cuando logró contarla, compartirla y, sobre todo, ser escuchada con interés genuino. Ella cree que ahí radica parte de la sanación que encontró en el programa La Escalera. “A las mujeres nos toca siempre más difícil que a los hombres. Como que cuesta mucho más que cuando cuentas lo que te pasa, te escuchen. Uno siente mucho miedo de contar las cosas difíciles que le han pasado, porque siempre está el temor de que no te crean, pero cuando tú te abres, te confiesas y encuentras apoyo, es tan liberador, tan importante. Contar y obtener comprensión y respaldo es clave. Mi consejo a quienes pudieran estar pasando lo que viví yo es que lo primero que deben hacer es hablar, sólo así se encuentra ayuda”.
Cuenta que cuando le contaron de la existencia de La Escalera primero tuvo dudas. “Me imaginaba una rehabilitación como las que se ven en las películas, y me asustaba. Pero cuando fui por propia iniciativa y voluntariamente al programa, fue un interés real por mí como persona. La gente que trabaja ahí es demasiado preocupada. Ellas lograron sacar cosas que yo tenía en lo más hondo y que desconocía de mí. Me decían: pinta, escribe, baila, dibuja. Estaban permanentemente recordándome lo que valgo, las cualidades y capacidades que tengo. Había repetido dos años en el liceo y ahí me enfoqué y logré terminar la enseñanza media. Yo entonces estaba muy mal, pero así fui saliendo del hoyo en que me encontraba. Ahora, aunque sea de manera remota, siguen pendientes de cómo me va, y eso que estoy egresada. Siempre me tiran para arriba y puedo decir que cuento con ellas”, cuenta Yasmín.
Antes de despedirse, concluye: “Mi mayor rebeldía era la yerba; ahora mi mayor foco soy yo misma. Mi salud y bienestar. Tengo un pololo a la distancia al que conocí en redes sociales; con él fue distinto al instante. Me conoció en mi peor momento, pero me ayudó y sigue conmigo. Fue importante fijarme en alguien de ajeno a mi entorno. Él no fuma. No toma. Y yo, aunque a veces, cuando pasó por un parque o una calle aquí en Talca, y siento el olor de la marihuana, no niego que siento ganas, pero no es como antes. Que me ponía como loca y obligadamente tenía que fumar e iba perdiendo memoria y rapidez mental, porque eso pasa. Creo que si no me hubiera decidido a ir a La Escalera, nadie me habría ayudado y seguiría dependiendo de las drogas y el alcohol. Realmente estoy muy agradecida. Siento que salí adelante y ya no soy una mujer planta”.