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El funcionamiento de la Convención Constitucional EDITORIAL

El funcionamiento de la Convención Constitucional

En todo lo actuado en este incipiente proceso convencional, aún no hay trazas de un intento por superar la simbología histórica de la distribución del poder que ha tenido el país. Y tampoco de que haya conciencia real de que ninguna mayoría ocasional puede pasarle una aplanadora doctrinaria a cualquier manifestación política y social divergente al interior de la Convención. Las constituciones son, también, la garantía de derechos para las minorías, y el pacto social que hoy debate el país debe salir de una propuesta de esta Convención, que requerirá todavía de otra manifestación soberana del pueblo: un plebiscito de salida.


Si bien se debe agradecer que los incidentes ocurridos en la ceremonia de instalación de los miembros de la Convención Constitucional no impidieron, finalmente, que el proceso se iniciara y completara, no dejan de ser por ello ilustrativos de las dificultades de diálogo y cooperación que, presumiblemente, experimentará mientras se mantenga en funcionamiento. A la luz de los hechos de los últimos días, todo pareciera indicar que ellas no se traducirán únicamente en meras diferencias de opinión entre los convencionales elegidos, sino que se extenderán y producirán también entre estos y las autoridades gubernamentales y el resto de los poderes legalmente constituidos del país.

Antes que a un problema de la sociedad en su conjunto, a lo que nos enfrentamos es a un problema de su élite, en la que por cierto se debe incluir ahora a los 155 convencionales constituyentes elegidos.   

Sin duda, existen responsabilidades compartidas en el poco auspicioso, acontecido comienzo de la Convención Constitucional, pero ellas recaen, ante todo y principalmente, en el Gobierno, el que hace ya mucho tiempo sabía que el proceso de instalar una Convención tenía fecha cierta. Con actos y omisiones demostrativos de indolencia, ha dejado todo para última hora, evidenciando así su falta de horizonte político y su escasa voluntad para facilitar el proceso de renovación constitucional que hoy vive nuestro país. 

Como era previsible, la dejadez que hemos presenciado en los últimos días ha reafirmado la ya negativa apreciación que los convencionales pertenecientes a la Lista del Pueblo tenían del presente proceso, afianzando en ellos la intuición de que, sin movilizaciones, se logrará poco y nada y que, en consecuencia, la “lucha por el cambio social” se jugará eminentemente en la calle y no en el diálogo con los otros constituyentes. 

Así las cosas, por desgracia, circunstancias muy positivas y de primera importancia, que también hemos atestiguado durante la instalación de la Convención Constitucional, terminan pasando a segundo plano, acalladas por los gritos y exigencias maximalistas.

La elección de Elisa Loncon, reconocida docente universitaria mapuche, como presidenta de la Convención Constitucional, pareciera no haber sido valorada en todo su peso simbólico y político por la propia agraciada. En lugar de representar a la amplia diversidad étnica de todo el país, hasta el momento ha preferido someter su juramento como presidenta a la simbología y causa mapuche, refiriéndose reiteradamente al conflicto de su pueblo con el Estado de Chile, olvidando de este modo que, si se le ha situado al centro del cenáculo histórico que es la Convención, ello es para que represente a todos los chilenos y las chilenas. 

La elección de Loncon posee un doble valor. El valor de representar el espíritu de lo que es una Constitución democrática, y el de representar, simbólicamente, una amplia diversidad social, más allá de sus propias particularidades personales e intereses.

Por otro lado, es necesario insistir en que las elites políticas deben hacer un esfuerzo superior por generar una ecología de diálogo político. Lamentablemente, no es lo que se ha advertido a partir del tono áspero de muchos de sus miembros, dentro y fuera de la Convención. El que lleva la delantera es el Gobierno, al que le ha faltado el mínimo de finura política para atender de manera eficiente las necesidades políticas y materiales de la instancia.

Pero es evidente que la estridencia se ubica entre dos polos. Por un lado, el ineficiente trato de propietario que el Gobierno le da a toda la institucionalidad del país, incluida la Convención; y, por el otro, el carácter de gobierno revolucionario emergente que le atribuye a la Convención la Lista del Pueblo, más algunos oportunistas de centroizquierda, que no entienden que su trabajo no es refundar un Estado que haya dejado de existir, sino facilitar un cambio institucional a un nuevo pacto social. 

En todo lo actuado en este incipiente proceso convencional, aún no hay trazas de un intento por superar la simbología histórica de la distribución del poder que ha tenido el país. Y tampoco de que haya conciencia real de que ninguna mayoría ocasional puede pasarle una aplanadora doctrinaria a cualquier manifestación política y social divergente al interior de la Convención. 

Las constituciones son, en primer lugar, la garantía de derechos para las minorías, y el pacto social que hoy debate el país debe salir de una propuesta de esta Convención, que requerirá todavía de otra manifestación soberana del pueblo: un plebiscito de salida.  

Cualquier anticipación oportunista, uso instrumental u obstruccionismo, están condenados al fracaso histórico. Y no debe olvidarse que sí puede producirse y, junto con ello, conlleva el riesgo de abortar este momento único de nuestra historia como Estado.

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