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La otra mitad después del estallido Opinión

La otra mitad después del estallido

La Convención constitucional y gobiernos locales parecen, en consecuencia, tener un rol preponderante en avanzar en una cultura política más participativa y que legitime socialmente el voto. Ello de la mano de relatos capaces de tensionar los derechos en juego en el debate político, como los derechos en algunas decisiones que involucran a las personas en su cotidianidad, como el caso de cierre de un pasaje en un conjunto habitacional. Avanzamos en un ciclo que suma muchas alternativas en juego. La más importante parece la de avanzar en un país que no esté dividido por la mitad entre quienes asisten a votar y quienes contemplan el devenir democrático desde el otro lado de la vereda, con incredulidad y muchísima desconfianza.


Pregunta: En su opinión, ¿cómo se mide el éxito del proceso político iniciado el 18 de octubre? 

  1. Aprobación o rechazo de una nueva Constitución con alta participación electoral.
  2. Disminución de la abstención en forma sostenida. 
  3. Mejoramiento de la participación política en diversas instancias.
  4. Validación de las instituciones políticas.
  5. Todas las anteriores

La abstención electoral es el síntoma más visible de los problemas de legitimación del sistema político chileno y que sirve para explicar, parcialmente, el estallido social de hace 2 años. Existe una percepción extendida que las demandas de la ciudadanía no son suficientemente atendidas y que prevalecen los intereses de ciertos grupos por sobre el bien común. No es, por cierto, un fenómeno propio de nuestro país, pero hay ciertas particularidades considerando además que dicho estallido se produjo en un país reconocido internacionalmente por su proceso de transición a la democracia.

No cabe duda que es en coyunturas críticas cuando se fortalecen las identidades políticas. Fue así en 1988 que marcó a toda una generación en torno al clivaje democracia/dictadura. Dicha identificación favorece la politización y con ella la legitimación de la participación en el sistema político: las personas confían en que esa participación tiene una utilidad en la resolución de sus problemas y que el voto es un instrumento para ello.

Desde hace 31 años las elites políticas giraron en torno a ese capital de confianza en el sistema político. Sin embargo, los éxitos de la transición a la democracia en materia de crecimiento y mejoramiento de las condiciones socioeconómicas, junto con otros perfeccionamientos institucionales, no fueron condición suficiente para promover un sistema democrático en forma. Las élites se desacoplan de la sociedad y la sociedad comenzó a manifestar fuertes síntomas de malestar. La respuesta institucional fue mudar del sistema de inscripción voluntaria y voto obligatorio a otro con inscripción automática y voto voluntario. Aquella medida no alteró el comportamiento de la ciudadanía y aunque se han producido oscilaciones recientes, el dato grueso es que aproximadamente la mitad de los y las chilenas no concurre a votar.

En la búsqueda de razones iniciamos el 2017 una indagación exploratoria sobre las razones de las personas que se abstienen sistemáticamente en las elecciones. Dos años más tarde y sólo meses antes del estallido social, indagamos en estudiantes de educación superior sobre su concepción de la democracia y la participación. Hoy con un proceso de cambio constitucional en curso nos parecía pertinente indagar sobre el efecto del ciclo político en las percepciones no solo de los no votantes crónicos sino también de los que han empezado a votar desde 2017. Esta vez, lo hemos hecho a través de 4 focus groups que representan a ambos grupos, divididos por tramos de edad.

¿Qué nos dicen los discursos? El eje común del relato es la (des) confianza que va marcando un continuo que define la disposición al voto. Mirando en retrospectiva respecto del 2017, ese eje se ha ido moviendo, abriendo matices, pequeños cambios que albergan una expectativa favorable al voto y la participación. El relato de los incrédulos frente la política muestra algunos matices; si bien algunos mantienen a firme su decisión de no votar, la asumen como un acto que busca dar una señal política (no es solamente el resultado de la rabia o la frustración). Para otros implica una tensión el asumir que su decisión tiene efectos que ellos no desean.

El ciclo político permea también los relatos de quienes asumen el desafío de votar y darle un sentido a la participación política, en un contexto marcado por la expectativa de un cambio que ahora sí se percibe como posible. “Yo voté cuando tenía 18 años. Me sentí muy desilusionada… no me gustó el tema y lo dejé. Pero ahora con el estallido social sentí que en verdad mucha gente se interesaba, que realmente había cambios.” (Joven votante). Esa expectativa va desde el voto por el mal menor en función de un objetivo de más largo plazo, hasta el discurso de quienes plantean la necesidad de cuidar el proceso constitucional de manera que germine efectivamente en los cambios esperados. “Algo que tengo clarísimo es que la Constitución debería cambiar y hacerse en democracia. Entonces no sé si me reencanté con la política, pero ahora siento que sí es importante quien salga, la gente que tome los cargos serán decisivos” (Joven no votante).

¿Cuánto de estos relatos puede efectivamente forzar un cambio y reducir a la otra mitad? ¿Qué influencia puede tener las elecciones en ciernes, donde se perciben una alta proporción de personas que no han definido su voto? ¿Qué proporción se puede volcar hacia una participación política más activa?

Es difícil saberlo porque las percepciones parecen muy directamente influidas por las coyuntura. Pero hay algunas ventanas que se entreabren: los brotes de confianza son muy débiles y están expuestos a hechos de la coyuntura que los pueden afectar positiva o negativamente. Así por ejemplo, el quehacer de la Convención Constitucional parece no solo relevante para el éxito o fracaso de su propia labor, sino para el salto hacia una mayor confianza en el sistema político.

Una segunda ventana tiene que ver con una cierta valoración de la participación. Es cierto que ella sigue anclada en las zonas de confort (los iguales a mi) y orientada a causas específicas como lo observado el 2017 y el 2019. Pero es una expectativa razonable pensar que el reconocimiento de la importancia de la participación a nivel local, sumada a una mayor confianza en los gobiernos locales (posiblemente por su rol en la crisis originada por la pandemia) pueden abrir este espacio. Ello podría alimentar un círculo virtuoso que permita proyectar a la participación electoral como una herramienta efectiva del cambio deseado por las personas.

La Convención constitucional y gobiernos locales parecen, en consecuencia, tener un rol preponderante en avanzar en una cultura política más participativa y que legitime socialmente el voto. Ello de la mano de relatos capaces de tensionar los derechos en juego en el debate político, como los derechos en algunas decisiones que involucran a las personas en su cotidianidad, como el caso de cierre de un pasaje en un conjunto habitacional, uno de los ejemplos utilizados en la conversación de los grupos analizados en este estudio.

Avanzamos en un ciclo que suma muchas alternativas en juego. La más importante parece la de avanzar en un país que no esté dividido por la mitad entre quienes asisten a votar y quienes contemplan el devenir democrático desde el otro lado de la vereda—con incredulidad y muchísima desconfianza.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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