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Presidencialismo destrabado Opinión

Presidencialismo destrabado

En “Crisis del híper-presidencialismo. Cambio al régimen político”, explicamos que nuestra tradición presidencial haría posiblemente más viable reformar el presidencialismo que mutar a un régimen parlamentario. Eso parece estar ocurriendo en la Convención Constitucional. No obstante que nuestro país tiene también una tradición multipartidista tan marcada como la presidencial. Por lo anterior, nuestras características son bastante únicas y no hemos podido establecer una estructura que aproveche la diversidad de representación y respete la tradición presidencial sin que eso lleve a una tensión que nos inmovilice. La propuesta de que el Parlamento sea elegido junto a la segunda vuelta presidencial, va en la dirección correcta, pues es dable suponer que quienes entonces compitan elegirán una mayor fracción de este (por medio de los partidos que los apoyen). Pero, insistimos, la histórica tendencia nuestra al multipartidismo hace muy improbable que quien resulte electo tenga mayoría en el Parlamento.


En nuestro libro sobre régimen político, Crisis del híper-presidencialismo. Cambio al régimen político (Editorial USACH, 2021), que escribiéramos con Pamela Figueroa y Tomás Jordán, señalábamos que nuestra tradición presidencial haría posiblemente más viable reformar el presidencialismo que mutar a un régimen parlamentario. Eso parece estar ocurriendo en la Convención Constitucional. Advertíamos, no obstante, que nuestro país tenía también una tradición multipartidista tan marcada como la presidencial; en efecto, ya hacia fines del siglo XIX se daba una representación parlamentaria de amplio espectro, con conservadores, liberales, radicales y el partido democrático (izquierda). Y que esta última característica, que destacara a Chile en Latinoamérica por la amplitud de su democracia, introducía, empero, una conjunción casi única que dificultaba mucho la resolución del llamado “problema de la doble legitimidad”, que surge cuando Ejecutivo y Legislativo son electos, ambos, directamente por el pueblo. La potencial tensión entre ambos poderes, que no ocurre, al menos en la misma medida, en un régimen de tipo parlamentario, y que es máxima en un sistema presidencial con muchos partidos, requiere de disposiciones que la eviten.

Ciertamente tanto en Estados Unidos de Norteamérica (EUA) como en Latinoamérica existen regímenes presidenciales. Pero hay dos grandes diferencias. EUA tiene un esquema bipartidista con votación uninominal hace más de un siglo; la formación de gobiernos de mayoría es, por tanto, mucho más fácil y probable. Y en muchos países de Latinoamérica el arco de representación excluía a la izquierda, problema aún mucho mayor que ha desembocado en golpes, populismos y guerrilla.

Por lo anterior, nuestras características son bastante únicas y no hemos podido establecer una estructura que aproveche la diversidad de representación y respete la tradición presidencial sin que eso lleve a una tensión que nos inmovilice. Y el problema no es reciente. Reformas estructurales imprescindibles para continuar nuestro desarrollo –como se deduce al compararnos con las que hicieron los países occidentales desarrollados en su camino a la prosperidad– fueron bloqueadas o adoptadas muy tardíamente.

Ejemplos de lo anterior fueron la tardanza en acordar un mayor control público de la minería del cobre y del salitre; la demora en la legislación para abordar la cuestión social que surge con fuerza a inicios del siglo XX ( y que lleva a la primera ruptura de la democracia con Ibáñez); la generación de una carga y estructura tributaria progresiva y acorde con las necesidades de financiación de un Estado moderno (Reino Unido, por ejemplo, alcanzó una carga tributaria de un décimo del producto en 1700; nosotros, a mediados del siglo XX); y la reestructuración de la forma de tenencia de la tierra, donde permaneció por demasiado tiempo el latifundio, modalidad muy ineficiente en la agricultura de zonas templadas donde, por no haber economías de escala, el tamaño óptimo de cada predio es mucho más reducido (reformas que sí ocurrieron hace siglos en Europa Occidental y que marcaron la legislación en países más nuevos, como Australia, Canadá, EUA y Nueva Zelanda).

Mi interés por los temas del régimen político nació hace muchos años de la lectura de historiadores económicos tales como Landes, North y, más recientemente, Acemoğlu y Robinson. Todos ellos, académicos de primerísimo nivel, sitúan al sistema político, su inclusividad y protección contra la imposición de reglas por parte de minorías, como la variable fundamental a la hora de entender las causas del progreso económico. Aunque el tema está ya en Adam Smith, cuando alega que en una sociedad libre (contrastando con la arbitrariedad de las monarquías absolutas) un obrero fabril llegaría a tener mejor nivel de vida que la de un dictador africano.

Ciertamente ahora no discutimos sobre dictadura versus democracia. Pero sí es de nuestro interés reflexionar sobre qué estructuras institucionales, en el contexto democrático, son más capaces de aunar voluntades y generar los consensos necesarios para que el país avance al desarrollo. Y, se sigue de lo anterior, en un análisis más sutil, que aún en democracia son aquellas estructuras políticas que inhiben el poder de veto de una minoría (que es distinto a la adecuada protección de sus libertades y derechos) las que permiten alcanzar acuerdos legítimos y estables. Y el punto es que en un esquema que combina presidencialismo y multipartidismo, la capacidad de veto de una minoría relativa es mucho mayor cuando no se proveen las condiciones para que la mayoría pueda ponerse de acuerdo. Como dice el dicho “a río revuelto, ganancia de pescadores”. Es en este contexto donde situamos lo que llamamos presidencialismo destrabado.

Como decíamos, nuestra historia es decepcionante en este aspecto. Solo en los inicios de la República, bajo el orden portaliano, presidencialista y centralista, los conservadores controlaban ambos poderes. Pero con la ampliación de la masa votante –todavía estrecha y tardía, lo que también explica el bloqueo conservador– comenzaron a ganar la Presidencia las fuerzas liberales y a crecer la incidencia de los radicales. Las fuerzas conservadoras se parapetaron entonces en el Congreso, utilizando la sobrerrepresentación de las zonas agrícolas y el cohecho en gran escala. Nuestros propios historiadores –sería largo enumerarlos– han documentado cómo desde el Congreso –en especial desde el Senado– se materializó el bloqueo a las transformaciones antes mencionadas, como las mineras, tributarias, de organización de los trabajadores y de propiedad de la tierra. Esta última recién comienza en los sesenta del pasado siglo, paradójicamente por presión del Gobierno norteamericano, interesado en detener la onda expansiva de la Revolución cubana y consciente de que la estructura de tenencia de la tierra era uno de los principales obstáculos al crecimiento. Es lo que está implícito en el análisis de los historiadores citados. Las minorías oligárquicas en cualquier sistema –incluidos los así llamados socialismos reales– traban el progreso por temor a perder el control.

¿A qué nos lleva todo esto? A mirar con detención nuestra discusión constitucional sobre régimen político, pues buena parte de nuestras esperanzas futuras se juegan en una adecuada resolución de este tema. Y si no nos ha convencido la narración sobre la tardanza en reformas imprescindibles producto del enfrentamiento del Legislativo y el Ejecutivo, podemos agregar que, cuando la inclusión política creció y demandó con fuerza reformas sociales y económicas de envergadura, necesarias para sustentar un economía más inclusiva, y el bloqueo desde el Congreso las impidió, la democracia colapsó y tuvimos los golpes de Estado de Ibáñez y Pinochet.

Desgraciadamente, la salida dibujada en las constituciones que siguieron a ambos golpes fue la de reforzar el presidencialismo, en lo que se ha dado en llamar el hiperpresidencialismo. De nada sirvió y más bien agravó el problema. Si bien la Constitución del 25 no impidió que se adoptara una estrategia de industrialización sustitutiva y un mayor rol del Estado en la economía –giro que hicieron todos los países, dado el proteccionismo que se expandió después de la crisis de 1929–,  sí trabó completamente la reforma de la propiedad de la tierra, que era un complemento indispensable del intento industrializador. La Constitución de 1980, por su parte, fue un constructo aún más inmovilizador. Se trataba de que, en palabras de su inspirador, ganare quien ganare no pudiese hacer cambio significativo alguno. Si ganaba la derecha, no habría peligro para el statu quo, dadas las facultades del Ejecutivo. Si ganaban los sectores progresistas, el Parlamento –con la gentil ayuda de los elevados quórums y parlamentarios designados– se encargaría de bloquear reformas económico-sociales mayores.

¿Qué podríamos hacer ahora entonces? Dada nuestra tradición presidencialista y multipartidista, debemos esforzarnos por conciliar ambas características y proveer mecanismos para que el Ejecutivo pueda formar una mayoría en el Parlamento y llevar adelante el programa por el que fue elegido.

Partamos por establecer que el régimen político no es independiente del sistema electoral. La proliferación de partidos hace imposible formar mayorías incluso en un régimen parlamentario. Alemania, tras la Segunda Guerra Mundial, no cambió el parlamentarismo, que había colapsado desde adentro con el ascenso de Hitler en la República de Weimar. Pero introdujo severas limitaciones al número de partidos que puede permanecer, mediante un esquema electoral que combina proporcionalidad en votos por listas, y donde se exige a cada una un mínimo de 5% del total de los votos, con un sistema mayoritario (uninominal) de elección complementaria de parlamentarios por distrito. Estas son barreras fuertes para la permanencia de partidos más pequeños. Agreguemos a esto que la cámara regional, el bundesrat, carece de poder de veto sobre leyes generales.

Un segundo aspecto es el fortalecimiento de la disciplina partidaria. Un sistema proporcional con listas abiertas, como el nuestro, debilita dicha disciplina –y, consiguientemente, la posibilidad de ordenar la mayoría–, porque cada parlamentario(a), electo(a) con votos propios, tiende a conductas clientelares y a presionar al Gobierno de turno para la colocación de operadores y concesión de demandas de intereses especiales, a objeto de afirmar su base votante para la próxima elección. La experiencia más reciente es demasiado elocuente a ese respecto.

Un tercer aspecto es la regulación de la transparencia y democracia interna de los partidos. Si el Parlamento es elegido como debiera, total o parcialmente, en listas cerradas, es menester impedir que pequeños grupos se hagan del control de los partidos y, apalancándose en sus prerrogativas para presentar postulaciones a cargos de representación popular y el financiamiento público, capturen dichos colectivos para la gestión de intereses especiales. Se trata, en suma, de refrescar el carácter permanente y programático de las colectividades políticas, imprescindible para consensuar estrategias nacionales que propendan al bien común.

¿Será esto suficiente? Creemos que no. Nuestra tradición multipartidista (hoy hay veinte colectividades) es tan fuerte, que la probabilidad de que quien resulte elegido Presidente(a) cuente con mayoría en el Parlamento es muy baja. La propuesta de que el Parlamento sea elegido junto a la segunda vuelta presidencial, va en la dirección correcta, pues es dable suponer que quienes entonces compitan elegirán una mayor fracción de este (por medio de los partidos que los apoyen). Pero, insistimos, la histórica tendencia nuestra al multipartidismo hace muy improbable que quien resulte electo tenga mayoría en el Parlamento.

¿Y cuál sería el problema, si se puede pactar después con las colectividades que no apoyaban a quien resultó elegido(a)? Simple: que el programa de gobierno quedó fijado en acuerdo con los apoyos iniciales. Sin ir más lejos, esa es precisamente la tensión de hoy. Surge así la innovadora propuesta de establecer en la Nueva Constitución un ministro de Gobierno, propuesto por el(la) presidente(a), quien armaría el gabinete y debiera, al menos intentar, formar mayoría negociando un programa común con dicha mayoría. Como no basta con una mayoría inicial, sino que hay que conservarla durante el transcurso del Gobierno, se añaden las facultades presidenciales de disolución del Congreso por una vez, si el Parlamento no cumpliera sus compromisos y de censura al ministro(a) de Gobierno, si quien se apartara de los acuerdos fuera este(a) último(a).

Hay un riesgo en este esquema del que es preciso advertir. Quien ganare en segunda vuelta puede tener la tentación de disolver prematuramente el Parlamento para aprovechar su popularidad inicial y hacerse del control del Congreso. Por lo mismo, pareciera prudente que dicha facultad no pudiere ejercerse ni muy prontamente al inicio del Gobierno ni en su etapa final.

Lo anterior, pudiera parecer un conjunto de reglas abstractas que eluden temas como la participación ciudadana, el poder de las regiones o el balance entre los poderes del Ejecutivo y el Legislativo. Algunos de estos temas deben ser abordados separadamente, pero debe notarse que, respecto del último punto, la incidencia del Congreso en este esquema es máxima, pues define los contornos más precisos de la orientación programática. El Ejecutivo mantiene el control de la agenda y limita, por lo mismo, la incidencia de cada parlamentario(a) individual en las temáticas que se aborden en cada momento. Pero ese puede ser un buen rasgo, como por lo demás lo tienen los sistemas parlamentarios, habida consideración de que la rendición de cuentas frente a la ciudadanía se hace muy difícil cuando la iniciativa se dispersa.

Estamos frente a una oportunidad única. Hacemos votos para que la Convención Constitucional tome debida nota de nuestra historia y de la experiencia internacional.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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