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La interminable novela de nuestra vida política LA CRÓNICA CONSTITUYENTE

La interminable novela de nuestra vida política

Patricio Fernández
Por : Patricio Fernández Periodista y escritor. Ex Convencional Constituyente por el Distrito 11.
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Es de esperar que cuando tengamos el texto armonizado –siempre y cuando dicha comisión y también la de Normas Transitorias consigan funcionar de modo más amistoso y dialogante, cambiando el tono confrontacional que hasta aquí ha primado– pueda cambiar el eje de la discusión pública. Habrá quienes opten por mantener viva la chimuchina, pero el escenario de las disputas debiera dar paso al análisis de sus resultados, y estoy bastante convencido de que entonces el clivaje de la conversación ya no será octubristas versus institucionalistas, ni militantes versus independientes, ni furiosos versus apacibles, sino el fondo y la coherencia de las transformaciones planteadas –democracia paritaria, descentralización y regionalismo, derechos sociales y Estado Social, nuevos estándares ecológicos, diversidad cultural y plurinacionalismo–, todas actualizaciones de un pacto con miras al porvenir y a problemáticas que han irrumpido de manera insoslayable.


A estas alturas, todo lo que se cuente de la Convención, algunos lo aprovecharán como motivo de burlas. Es evidente que el distanciamiento ciudadano, más que a las normas aprobadas, se debe a la dificultad que hemos tenido los convencionales de transmitir un camino de encuentro, de diálogo, y un tono de búsqueda conjunta en lugar de simplemente escenificar la ruptura que se manifestó en las calles de Chile durante el estallido social.

Pecamos de ingenuos al suponer que bastaba con reunir las partes de la fractura para rearmar el puzle. Como bien saben los sicoanalistas, la recomposición del “yo” –en este caso del “nosotros”– no se consigue de manera automática. Implica un trabajo prolongado y generalmente doloroso, a lo largo del cual no solo asoman las ganas de sanar, sino también los alaridos, los enconos, las flaquezas y las fuerzas reactivas.

Lo que hemos vivido aquí es un proceso democrático inaudito. La reunión impensada en otro tiempo de personalidades que no suelen encontrarse para diseñar las bases de una institucionalidad, no necesariamente distinta de todas las otras, pero propia. En la Convención hemos revivido algo de ese primer momento de la política, ese que Jean-Jacques Rousseau describió en El Contrato Social, democráticamente perfecto entre los dioses, “pero condenado a la imperfección entre los hombres”.

Me he preguntado varias veces, a lo largo de este año, si las soluciones que estamos construyendo son efectivamente mejores que aquellas que dejamos atrás, y no hay cómo saberlo a ciencia cierta, pero sí que son nuestras y que al serlo nos comprometen. ¿Somos nosotros, por otra parte, una mejor representación de los demás que la del Parlamento y el resto de las instituciones democráticas? Seguramente no. Lo somos igualmente. Pensar lo contrario implicaría suponer que no todas las elecciones valen lo mismo y que en algunas de ellas la ciudadanía es más lúcida que en las demás. En la elección esta Convención primaron algunas particularidades, no creo que igualmente válidas para la institucionalidad permanente, pero sí para este proceso parido por la explosión de aquella que nos rige. En el plebiscito con que un 80% de los chilenos le dio el vamos, casi el mismo porcentaje votó para que fuera una Convención especialmente elegida y no el Parlamento ni los partidos la que la llevara a cabo.

Recapitulemos: a fines de 2015, la Presidenta Michelle Bachelet convocó a los chilenos a formar parte de un proceso constituyente. Organizó un gran movimiento de participación ciudadana que consideraba desde encuentros locales autoconvocados hasta cabildos regionales y provinciales. Los primeros dieron mucho mejor resultado que los otros dos. Paralelamente, nombró un Consejo Ciudadano de Observadores, compuesto por 16 miembros –una mitad abogados constitucionalistas representantes de los distintos sectores políticos, y la otra, ciudadanos de muy distintas procedencias–, para avalar el pulcro y coherente funcionamiento del proceso. Yo fui parte de él, y no creo traicionar a mis compañeros y compañeras si digo que, a lo largo del año que trabajamos juntos, conseguimos establecer una relación de confianza que nos permitió aunar un diagnóstico común respecto de lo que andaba bien, lo que podía ser mejor y lo que directamente no resultaba. Los encuentros locales (ELA) fueron agarrando vuelo en el camino y, muy probablemente, de haber tenido más plazo, hubieran convocado a harto más de las cerca de doscientas mil personas que participaron, pero fuimos nosotros mismos, los miembros del Consejo Ciudadano de Observadores, quienes nos negamos a prolongarlo, argumentando que los compromisos asumidos debían cumplirse. Quizás fue un error; hoy todos entendemos que en la búsqueda de soluciones nuevas “se hace camino al andar… y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”.

Fue el mundo político el que en realidad boicoteó ese esfuerzo constituyente de Bachelet: los más de izquierda por considerarlo insuficiente, los más de derecha porque aspiraban a mantener la Constitución imperante, y otros por considerarlo “opio”, es decir, una manifestación más de la amorfa onda ciudadana que por esos días terminaba de asentarse en los discursos públicos como reacción a las decisiones cupulares. Los partidos que venían gobernando desde la recuperación de la democracia continuaban muy seguros de su poder. Todavía creían tener el control de la situación. Resultado: el proceso se fue aguando y nadie supo cómo –dicen que de la mano de Mario Fernández, “El Peta”–, a finales de su mandato, la entonces Presidenta parió un texto constitucional. Lo cierto es que muy pocos lo leyeron y, al llegar Sebastián Piñera a La Moneda, fue enterrado en un cajón cuya llave pasó al olvido.

Piñera ganó en segunda vuelta con un 54.58%. Hasta una semana antes del 19 de octubre de 2019, se supone que éramos un “oasis en América Latina”. Pero entonces vino el “estallido” con su estela de quemas, saqueos, daños oculares y anomia. Entonces la institucionalidad política se vio incapaz de acordar una ruta de salida, en gran medida porque ninguna de sus organizaciones partidarias ejercía influencia sobre lo que estaba sucediendo, ni los partidos de izquierda ni, mucho menos, los de derecha. A Boric lo escupieron, a Beatriz Sánchez la funaron, e incluso a Jadue lo sacaron a palos de Plaza de la Dignidad.

No encontrando otra salida, y tras la semana más desbandada desde comienzos de la revuelta, el 15 de noviembre, desde Gabriel Boric (sin el apoyo de su partido ni de todo el FA y con la oposición del PC) hasta la UDI, redactaron un documento titulado Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución. Bajo el texto, firmaron con su propio lápiz pasta: Jacqueline van Rysselberghe, Fuad Chahin, Álvaro Elizalde, Mario Desbordes y Hernán Larraín, entre otros. Más que un deseo, convenían en el reconocimiento de una derrota. Le entregaban al pueblo la responsabilidad de construir el camino de encuentro y solución que ellos se reconocían incapaces de ofertar. Ya no se trataba solo de dejar atrás la Constitución de Pinochet, sino de consolidar las bases institucionales que esta nueva ciudadanía que les daba la espalda aceptaría como propia. Las manifestaciones tenían entonces, según las encuestas y a pesar de su violencia, un altísimo nivel de apoyo. En ellas no flameaba ningún emblema partidario, solo banderas chilenas tricolores y negras, y la bandera mapuche conocida como Wenüfoye (Canelo del cielo), elegida como oficial el 5 de octubre de 1992, de entre quinientos modelos que postularon tras un llamado a concurso del Consejo de Todas las Tierras.

En las semanas venideras, el Parlamento decidió que en la elección de la Convención Constitucional podrían participar, además de los partidos, listas de independientes, que habría escaños reservados para los pueblos indígenas y que la mitad de sus miembros serían mujeres. Deben haber considerado que el horno no estaba para bollos, pero valga decir que fueron ellos quienes lo estipularon.

Se evidenció un desprecio a los partidos que, al parecer, sigue muy vivo. En el último estudio Pulso Ciudadano de Espacio Público, un 55.6% de los encuestados asegura no sentirse identificado con ninguno de los existentes, un 12.2% se declara independiente y solo el 32% restante reconoce sentirse remotamente representado por alguno. Y no es raro. Las ideologías unificadoras han dado paso a múltiples causas que disputan su espacio en la órbita pública y de las ideas de sociedad que cohesionaban a distintos mundos sociales, hemos pasado a políticas identitarias, donde las historias comunes reúnen con más fuerza que los proyectos multifactoriales. La caída de los partidos históricos es algo que se repite en muchos países del mundo, y los nuevos que aparecen intentando reemplazarlos tocando las mismas teclas de otro modo, son generalmente flores de pocos días. Sabemos que la gobernabilidad sin instituciones partidarias permanentes se vuelve muy compleja (según algunos, imposible), pero las de antaño, tal como las conocimos, no parecen dar abasto. Más allá del sistema político escogido para distribuir y administrar el poder, la pregunta por cuál es el rol, cómo debieran organizarse y en qué han de consistir los partidos políticos en los tiempos venideros, sigue abierta. Hay algo que no termina de morir y algo que no termina de nacer.

El proceso constituyente efectivamente encauzó el desorden callejero, al menos en la modalidad y amplitud con que en esos días lo estábamos experimentando, porque el quiebre en las estructuras de autoridad que durante el estallido se hicieron patentes, siguen vivas. Las vemos en los liceanos que atacan a sus profesores, el peñascazo al Presidente y el asedio a su automóvil, las funas, los desprecios a la fuerza pública, sacerdotes, los discursos antiadultocráticos y en otras muchas situaciones cotidianas. “Pertenecemos a una generación –me dijo una amiga– que pasó de temerles a los padres a temerles a los hijos”.

A la Convención llegaron chilenas y chilenos ansiosos por hacerse oír, exigiendo que sus demandas –sociales, feministas, ecologistas, regionalistas, culturales, indígenas…– sean puestas sobre la mesa no a través de mediadores lejanos, sino por ellos mismos. No pocos acudieron indignados a cobrar deudas históricas que por esos días, los de la elección, se expresaban con una furia que las encabezada de tal manera, que muchas veces sobreponía el ánimo de venganza al camino de solución. La intensidad de cada una de estas causas de exclusión vinculó incluso más que la unidad de propósitos. Hubo quienes desde el primer día mostraron su indisposición a construir con aquellos a los que responsabilizaban de su marginación: la derecha, los concertacionistas, todos quienes a sus ojos representaban al mundo del poder establecido y la toma de decisiones que no los habían considerado. Y los segregaron de tal manera, que fueron progresivamente experimentando, al interior de la Convención, el mismo resentimiento que ellos acarreaban largamente. Así lo que debía ser un proceso de encuentro, activó una dinámica de polarización indeseable. Hubo derechistas que llegaron con buena disposición y que, al cabo de meses mordiendo el polvo del desprecio, vieron despertar ahí la misma rabia hija del desdén que los otros habían acumulado en sus vidas y las de sus antepasados.

Esta dinámica, sin embargo, no ha sido suficiente para anular la voluntad mayoritaria. El Pleno, en sus votaciones, ha contradicho las declaraciones furiosas. Como este proceso arrancó sin índice ni grillas, los convocados nos encontramos con una infinidad de páginas en blanco en la que cualquier deseo cabía, desdibujándose así, muchas veces, la lógica constitucional, esa que entiende que en una Carta Fundamental no cabe todo, sino solo aquellos grandes lineamientos para la distribución del poder, el reconocimientos de unos derechos esenciales y ciertos principios rectores del quehacer político republicano.

Será tarea de la Comisión de Armonización podar las reiteraciones, estructurar los contenidos, reunir y sintetizar en grandes pilares aquellos mandatos fundamentales que al Pleno le parecieron atendibles, y mejorar la redacción cuando no resulta clara ni asimilable con nitidez. La comisión encargada de las Normas Transitorias, por su parte, tendrá la tarea de señalar el camino y los ritmos para llevar a cabo las transformaciones planteadas, procurando evitar cualquier desbarajuste y atolondramiento, pausando el paso y procurando la estabilidad en el tránsito de un sistema a otro, durante cuyo trayecto habrá mucho que corregir, ajustar y consensuar.

Los peores promotores de este proceso constituyente han sido muchos de sus mismos protagonistas. Al menos varios de los que concitan la atención periodística, precisamente por la excentricidad y estridencia de sus juicios. Quienes han combatido este proceso constituyente desde los comienzos, encontraron en ellos unos cómplices involuntarios que se han encargado de confirmar precisamente los temores que abonaban: la idea de desorden, de improvisación, de refundación y desmadre. Son ellos quienes han permitido que los fanatismos más conservadores terminen pareciendo fuerzas estabilizadoras, cuando lo cierto es que casi siempre procuran exactamente lo contrario: realzar lo indeseable, lo obtuso y dejar planeando en el aire sus ideas más descabelladas, las mismas que a continuación el Pleno desecha. Y, lamentablemente, esos particularismos rimbombantes que ganaron titulares y retención, no suelen ser corregidos con la misma fuerza y eco una vez descartados. El ruido les gana a las nueces.

Por lo mismo, es de esperar que cuando tengamos el texto armonizado –siempre y cuando dicha comisión y también la de Normas Transitorias consigan funcionar de modo más amistoso y dialogante, cambiando el tono confrontacional que hasta aquí ha primado– pueda cambiar el eje de la discusión pública. Habrá quienes opten por mantener viva la chimuchina, pero el escenario de las disputas debiera dar paso al análisis de sus resultados, y estoy bastante convencido de que entonces el clivaje de la conversación ya no será octubristas versus institucionalistas, ni militantes versus independientes, ni furiosos versus apacibles, sino el fondo y la coherencia de las transformaciones planteadas –democracia paritaria, descentralización y regionalismo, derechos sociales y Estado Social, nuevos estándares ecológicos, diversidad cultural y plurinacionalismo–, todas actualizaciones de un pacto con miras al porvenir y a problemáticas que han irrumpido de manera insoslayable. Habrá que discutir entonces si el modo en que quedan planteadas cumple con los requisitos mínimos para arrancar un nuevo ciclo político llamado a ir ajustando y mejorando su establecimiento. Si la Constitución de Pinochet, con el paso de los años, a punta de reformas devino la Constitución de Lagos, es esperable que esta, nacida de un estallido inquietante pero democratizador, devenga la amplia y necesaria hoja de ruta para recorrer un porvenir incierto y con nuevos retos a la vista.

Este proceso no ha terminado. Apenas comienza a terminar su período fundante. El 4 de septiembre estará cerrando su construcción inicial, una casa que a medida que habitamos requerirá las mejoras que experimenta toda casa, tapar goteras, sellar humedades, pinturas, cerraduras, ampliaciones… Las leyes se encargarán de amoblarla y las generaciones venideras se la irán apropiando de un modo que ni siquiera vale la pena especular en qué consistirá. No es el final de una historia, sino el comienzo de un nuevo capítulo en la interminable novela de nuestra vida política.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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