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La Constitución de 1925: base textual y símbolo para una carta fundamental republicana e integradora Opinión

La Constitución de 1925: base textual y símbolo para una carta fundamental republicana e integradora

Hugo Herrera
Por : Hugo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales
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En un contexto dinámico e inestable, donde la fuerza de los acontecimientos amenaza sobrepasar los cauces institucionales (ya constan llamados del Presidente y algunas cabezas radicales a saltarse al Congreso como titular y origen de legitimidad del proceso), la propuesta de acudir a la Carta de 1925 es plenamente compatible con una consciencia republicana lúcida respecto del respeto a las instituciones y al principio fundamental de la división del poder. El Congreso, el titular de la facultad de renovar la apertura a la vía constituyente, podría acudir, perfectamente, en ejercicio de esa facultad, a la mentada Constitución. La propuesta, entonces, si se atiende a lo dicho, sería capaz de contribuir a generar el escenario propicio para un nuevo entendimiento político amplio y eficaz, dentro de un marco institucional; entendimiento el cual –como lo ha mostrado la pérdida de legitimidad de la Constitución de Pinochet y de un proyecto de la Convención que viene naciendo muerto– ha de estar lejos de las abstracciones doctrinarias y las tentaciones de sobrepasar los cauces institucionales.


Años atrás, un extenso grupo de historiadores, filósofos, abogados y literatos de diversas tendencias, se reunió varias veces a conversar sobre la situación constitucional. Constatábamos algo que, a esta altura, es manifiesto: que, pese a reformas y mejoras, la Constitución de 1980 era inviable como símbolo legítimo; y que se requería una nueva Carta Fundamental.

Dados el inconveniente –instalado en Latinoamérica– de andar cambiando constituciones a menudo y la relevancia de atender al acervo histórico nacional, para producir articulaciones jurídicas eficaces, propusimos acudir a la Constitución de 1925, antes como símbolo que como texto, a partir del cual producir una nueva Carta Fundamental.

La Constitución de 1925 pertenece a otro contexto. Sin embargo, entendíamos que, haciéndosele modificaciones que considerasen la situación contemporánea, ella sí podía servir como base para efectuar la redacción de una nueva Constitución. Acudir a ella permitiría contar con una Carta que, además de gozar de prestigio histórico, evitara la “hoja en blanco” y la perjudicial senda de continuas refundaciones en sede constitucional.

La instalación de la Convención Constitucional y la dinámica que desde un inicio adquirió su funcionamiento, hicieron inviable aquella propuesta de acudir a la Carta de 1925, de modo que las reflexiones de los encuentros mentados se fueron al baúl de los recuerdos. Terminado, sin embargo, el trabajo de la Convención y en vista de sus resultados, la propuesta de antaño podría merecer sacarla del cajón de marras.

La Convención fue elegida democráticamente, luego de un plebiscito donde alrededor de un 80 por ciento del electorado optó por entregarle a un órgano convencional la redacción de un proyecto. Por diversas circunstancias, ciertos sectores políticos quedaron sobrerrepresentados y otros subrepresentados severamente en la Convención, respecto de sus resultados históricos anteriores y de los posteriores. Las derechas (hablo así para distinguir un bando más radical de uno más moderado o centroderecha), que en las últimas tres décadas obtenían entre alrededor del 40 y alrededor del 50 y algo por ciento de los votos, quedaron con una escuálida representación, muy por debajo del tercio que requerían para volverse un factor relevante en la operación de la Convención. Las izquierdas (nuevamente, distingo una izquierda más radical, otra más moderada o centroizquierda) sumaron más de dos tercios y, dentro de ellas, los sectores radicales prevalecieron sobre los moderados.

La conformación de fuerzas al interior de la Convención contribuyó a definir una dinámica específica y unos resultados determinados sobre los que ahora puede hacerse un balance.

Si se esperaba que el proceso constituyente fuera una instancia de diálogo, para producir un nuevo consenso nacional sobre el cual asentar la futura convivencia; si se trataba de parir un símbolo por el cual los principales sectores republicanos pudiesen sentirse miembros de una totalidad común, pues entonces el proceso ha sido un fracaso. No primaron ni el diálogo ni la colaboración entre los sectores principales de la vida política nacional. Las partes se hallan hoy más polarizadas que al inicio. El tono de muchas críticas y defensas del proyecto hablan de un país que no ha conseguido lo que se propuso.

La mayoría circunstancial de izquierda tendió a ensimismarse dando desenfrenada expresión a las identidades de sus partidos, “colectivos” y miembros, así como al afán de producir un proyecto partidista, más cercano a credos estrechos de bandos que al interés de la nación. En esa labor, la izquierda más radical logró excluir persistentemente no sólo a los más extremos de la derecha, sino a los sectores moderados, quienes precisamente abrieron el proceso constituyente.

El proyecto quedó impregnado por las jergas de “colectivos” culturalmente marginales, que hicieron estallar, en el texto, el sentido común nacional. Legítimos intereses de pueblos originarios fueron convertidos en banderas de lucha hostiles con la totalidad nacional, incluidos los símbolos que la representan, como se manifestó en la instalación de la Convención o en reiteradas declaraciones y gestos de convencionales. Posiciones válidas sobre no-discriminación fueron empleadas como base para proclamas intolerantes y la imposición sobre escuelas, niños y familias, de una visión omnicomprensiva y radical en asuntos de género. A esta altura, el proyecto puede ser calificado de muchas maneras, menos de símbolo eficaz de la unidad nacional; una “casa de todos”.

En su contenido, el proyecto presenta problemas graves. De una Constitución republicana se pide, como mínimo, una división nítida y segura del poder. El proyecto, en cambio, concentra el poder social en manos del Estado, cuyas facultades de quitarle medios de subsistencia a la sociedad civil carecen de límites claros. La expropiación deviene en la herramienta desenfrenada, por la vía de la noción introducida del “precio justo”. Hoy se indemniza según el daño patrimonial efectivamente causado. De aprobarse el proyecto, la “justicia” del precio podría fácilmente incorporar variables políticas y el daño efectivo no ser reparado. El proyecto, asimismo, concentra drásticamente poder al interior del Estado, en órganos políticos como una cámara baja descompensada y el comisarial “Consejo de la Justicia” (mención merece también la potestad reglamentaria autónoma amplísima de la que queda provisto el Gobierno). Si en materias económicas el poder político aumenta desmesuradamente, en cambio, sus capacidades frente a la violencia privada se debilitan, reduciéndose drásticamente sus facultades en situaciones excepcionales.

Consta también en el texto un afán refundacional, que se vuelve irresponsable con el severo problema de la implementación. El proyecto propone la creación de una larga serie de organismos. A modo de ejemplo, pueden mencionarse: Consejo de la Justicia; Consejo Nacional de Bioética; Cámara de las Regiones; Defensoría del Pueblo y Consejo de la Defensoría del Pueblo; Defensoría de la Naturaleza; Agencia Nacional del Agua y Consejos de Cuenca; Corte Constitucional; Nuevo Servicio Electoral y Consejo Directivo del Servicio Electoral; Consejo de la Contraloría. Los entusiastas convencionales no repararon, sin embargo, en la importancia del cambio paulatino y las dificultades de echar a andar nuevas entidades; en lo que demora (mírese como ejemplo el Ministerio Público) crear una burocracia dotada de un ethos funcionario. En la época de la crisis de legitimidad de las instituciones; donde no hay institución que no requiera mejoras y reformas hondas, de aprobarse el peregrino proyecto, las capacidades finitas del país terminarían abarcando mucho más de lo que pueden, contribuyendo así a profundizar el deterioro de la institucionalidad política nacional.

La sombra de la Dictadura pesa sobre las izquierdas chilenas. Pesó sobre su acción en la Convención. Si Pinochet quiso instaurar una Constitución desde cero, rompiendo con la tradición histórica nacional y su derrotero institucional, ahora los convencionales de izquierda han querido también desconocer la tradición histórica y su derrotero institucional (se llegó al extremo de que el vicepresidente de la Convención se sintiera facultado para denostar la entera historia constitucional chilena). Si Pinochet impuso un vocabulario moralizante, que determinaba claramente los contornos de la “felicidad” que se imponía a los súbditos, la Convención ha querido ahora imponer también un vocabulario definitorio de los nítidos y específicos contornos de la “felicidad” que se le pretende imponer a los súbditos. Si el “Chicago-Gremialismo” organizó la Carta según un lenguaje abstracto, que reducía la vida política eminentemente a cuestiones económicas, elevando al mercado a “ídolo del foro” y circunscribiendo al Estado –denostado como ineficiente y peligroso– a funciones mínimas, ahora la Convención opera en un gesto análogo, elevando al Estado a “ídolo del foro”, del que se esperan todas las bondades, y circunscribiendo al mercado -condenado como “mundo de Caín” o ámbito de alienación- a funciones ojalá mínimas (para más detalle, Octubre en Chile. Santiago: Katankura 2019, 17-21, descargable aquí: https://www.academia.edu/44800428/La_crisis_de_octubre_una_cuestión_de_comprensión).

El rupturismo del origen y el desconocimiento de la historia; el carácter totalizante de un proyecto ideológico omniabarcante; la subsunción de la realidad a modelos abstractos de demonización y exaltación del mercado y el Estado, son gestos llamativamente similares entre el Dictador y su aparato ideológico, y la Convención y su aparato ideológico.

No es sorprendente, entonces, que no una ni dos ni tres, sino todas las encuestas den hoy como masivamente triunfador al “rechazo” a su proyecto. No es sorprendente, tampoco, que no sólo la derecha extrema, sino la centroderecha, esa misma que impulsó el acuerdo del 15 de noviembre, que abrió el camino constituyente, y venía hace años efectuando un giro ideológico relevante en el sector, opte por rechazar. Más aún, no es sólo la centroderecha, sino amplios sectores de centro y centroizquierda, desde los “amarillos” a miembros relevantes de la DC, el PS y el PPD, incluidos los presidentes Lagos y Frei, hayan dado por fracasadas las labores de la Convención.

Ese órgano debió haber dado con algo así como un “sentido común nacional”, algo incompatible con sus afanes abstractos, totalizantes y excluyentes. Y entonces pasó, luego de un año de trabajo, a convertir un 80 por ciento de respaldo en apenas un poco más de un 30 por ciento.

Si la situación actual se mantiene en sus contornos gruesos, ganará el rechazo. Si el triunfo del apruebo significa la certeza de un proceso de fuerte inestabilidad y polarización, debido a la radicalidad de la propuesta, a la división que encarna, a sus problemas de ejecución en un contexto de inestabilidad; el triunfo del rechazo exigirá de los distintos sectores políticos el rápido planteamiento de un procedimiento de redacción de un nuevo proyecto de Constitución. Se está avanzando en el proyecto de reforma constitucional que baja los actuales quórums a cuatro séptimos. Con ello se abre el camino a la redacción del nuevo proyecto. Sin embargo, el avance del proceso exige todavía más que simplemente facilitar la reforma constitucional. El propio proceder de la Convención ha dejado tensionadas las relaciones y ha roto las confianzas. Las derechas, el centro y la centroizquierda desconfían de sectores radicalizados en la izquierda; y las izquierdas, el centro y la centroderecha, desconfían de la voluntad de cambio de los grupos tradicionalmente recalcitrantes en la derecha.

El avance ordenado del proceso constituyente exige operar sobre caminos meridianamente definidos. Se requieren, más que afirmaciones o compromisos (en sí valiosos, pero insuficientes): cosas en común. Nuestra “Res-pública” viene estando privada hace tiempo de eso: cosas en común. Una cosa en común que facilitaría decisivamente el avance del proceso es un texto cierto sobre el cual operar. Una posibilidad aquí es el proyecto que propuso el gobierno de Michelle Bachelet. Otra posibilidad, la Carta de 1925. Entonces viene eso de abrir el baúl de los recuerdos, antes de que se vuelvan recuerdos.

La Constitución de 1925 tiene ventajas, en las que el mentado grupo de historiadores, literatos, abogados y filósofos al que me he referido reparó en su minuto, las cuales, a la luz de los últimos sucesos, se hacen relevantes de una manera renovada y especialmente intensa. Desempolvar el viejo texto podría ser el puente entre la incierta situación actual y el futuro; entre la época que se está acabando y aquella que aún no cuaja.

La Carta de 1925 tuvo un carácter, modesta, pero efectivamente, ejemplar, del cual carece la actual carta, incluso con las reformas que se le han hecho, y del cual carece el proyecto de la Convención. Aunque el método de producción de la Constitución de 1925 fue imperfecto, ella fue concebida en democracia. A poco andar, además, fue reconocida transversalmente como texto legítimo. Fue la base de cuatro décadas de convivencia, durante una época, la llamada “República mesocrática”, en la cual se incorporó masivamente a nuevos sectores sociales a la vida nacional. Todavía cuando el país se desquició, en un contexto enturbiado por la Guerra Fría, ambas partes en disputa la invocaron como título para acreditar el talante republicano de sus posiciones. Aunque no se halla, ni de lejos, en el nivel de algo así como una pieza u obra maestra, está muy distante, también, del ejercicio de imposición que se hizo en 1980, cuanto de la jerga, los desequilibrios y el talante partidista del proyecto de la Convención.

La Carta de 1925 no pretendió romper radicalmente con el pasado histórico, ni con las comprensiones constitucionales previas. Fue más modesta, considerada “deferente”, –escribió Joaquín Trujillo– con la Constitución de 1833 (ésta, a su vez, deferente con la de 1828). Se planteó como una continuación productiva –una reforma– de ella.

Remitirse a 1925 vuelve posible abrirse al reconocimiento de la entera Historia Institucional del país, desde los albores de la República. Esa remisión permite entender que el ejercicio constituyente no ha de consistir necesariamente en fundaciones radicalmente discontinuas unas con otras, de las cuales irrumpan sistemas predeterminados de normas que pretendan regir, desde la frágil instancia de la razón, sobre la densa y dinámica existencia social. Más aún, la tarea constituyente pierde parte de su dramatismo y deja de ser asunto de momentos extraordinarios.

Pasa a ser una labor y un desafío al que persistentemente quedan expuestos los representantes del cuerpo político, de irle dando a él expresión institucional renovada, de acuerdo a las emergencias de significado que experimenta la vida nacional y las alteraciones del contexto a las que se enfrenta. Los embates del radicalismo y de la planificación abstracta (y mucho más de planificación abstracta hay en 1980 y en el actual proyecto de la Convención que en 1925) pueden ceder paso, así, a una hermenéutica a la vez menos drástica y más pertinente, en la medida en que cuenta con una tradición de dos siglos de invenciones y trabajo constitucional a los cuales remitirse.

La consideración de la Constitución del 25 y de su autocomprensión como reforma, permite, además, abrirse a la consideración de la historia larga del país, desde sus albores institucionales, hasta la actualidad. Antes que fórmulas abstractas autocontenidas, puede prestarse, de este modo, atención a aquello de lo que precisamente se trata en la actividad comprensiva: darle formulación renovada y cauce a la realidad histórica concreta y al sentido que ella abriga. El acervo histórico nacional no es un simple dato indiferente, no es un nudo hecho neutral y maleable, menos aún un fracaso. Se trata, en cambio, de un fondo de significado parcialmente discernido, en el cual es posible identificar maneras de existencia compartidas. Es una totalidad, hasta cierto punto (sólo hasta cierto punto, pues hay un fondo que ya es ineluctable) iluminada desde su interior.

Esta realidad histórica de dos siglos incluye a la nación conformada en su transcurso y lo que podríamos llamar el “sentido común” nacional; también los hábitos y tradiciones institucionales de más larga data y más asentados en el cuerpo político: gobierno temporal, división de poderes, garantías constitucionales, presidencialismo, cierta disposición dialogante. Ella remite a lo que cabría llamar un “republicanismo encarnado”, que requiere, ante la pérdida de legitimidad del sistema político, nuevas formas de expresión. Ese acervo puede, entonces, ser considerado en la consciencia comprensiva como una fuente de legitimidad del orden político y jurídico. Las interpretaciones de la existencia política tienen un punto de referencia al cual remitirse, si no han de ser meras subsunciones o construcciones caprichosas.

Es, además, la del 25, una Constitución que emergió luego de un diagnóstico efectuado por la llamada “Generación del Centenario”, que es crítica de la oligarquía parlamentaria y del doctrinarismo decimonónico en los que el país se había sumido luego de 1891; consciente de la importancia de atender a la realidad concreta, si se ha de comprender políticamente la situación. El diagnóstico se realiza en un contexto, en muchos aspectos, parecido al nuestro, cuando nuevas capas populares ingresan a la vida social y política del país, sin que la institucionalidad fuese entonces y sea capaz ahora, de proveerles una interpretación adecuada (cf. sobre esto, mi libro Pensadores Peligrosos. La comprensión según Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards y Mario Góngora. Santiago: Ediciones UDP 2021, Introducción, descargable aquí: https://www.academia.edu/51018683/Pensadores_Peligrosos_La_comprensión_según_Francisco_Antonio_Encina_Alberto_Edwards_y_Mario_Góngora_Santiago_Ediciones_UDP_2021_Introducción_).

La Carta fue redactada con recatada pero destacable lucidez respecto de las condiciones de lo que podría llamarse; la forma de existencia del pueblo, especialmente las apremiantes necesidades educacionales y sociales que lo aquejaban. Decía Luis Galdames, uno de los redactores de la Constitución y miembro de aquella egregia generación: “La Carta Fundamental de una nación no ha de ir a buscarse ni está en los libros, ni en las Constituciones de otros Estados, sino en la realidad social, en la realidad humana de las necesidades sociales, en la necesidad de satisfacer las exigencias de la época y de dar libre expansión a todas las energías nacionales” (“Actas Oficiales de las Sesiones celebradas por la Comisión y Subcomisiones encargadas del estudio de proyecto de nueva Constitución Política de la República”. Santiago: Imprenta Universitaria, 1925, p. 727).

En el momento parecido al artístico, que es el constituyente, cuando se trata de producir un texto que, junto con distribuir republicanamente –no concentrar– el poder social y asegurar ciertas condiciones comunes para todos, logre brindar expresión pertinente a las pulsiones y anhelos populares, a la situación concreta de la nación en su tierra, es entonces que la remisión a la Carta de 1925, en el modo de apropiación interpretativa que se sugiere –a saber, como texto-base desde el cual producir una Constitución adecuada a las exigencias de la época presente– podría venir a operar como insólito constructo ejemplar, cual portal que nos abra el paso a una comprensión política pertinente, lúcida respecto al significado y los alcances de su tarea; atenta a las comprensiones político-constitucionales previas y la realidad; a la existencia histórica concreta, insondable, dinámica, remitida a un pasado tan intenso como extenso.

En un contexto dinámico e inestable, donde la fuerza de los acontecimientos amenaza sobrepasar los cauces institucionales (ya constan llamados del Presidente y algunas cabezas radicales a saltarse al Congreso como titular y origen de legitimidad del proceso), la propuesta de acudir a la Carta de 1925 es plenamente compatible con una consciencia republicana lúcida respecto del respeto a las instituciones y al principio fundamental de la división del poder. El Congreso, el titular de la facultad de renovar la apertura a la vía constituyente, podría acudir, perfectamente, en ejercicio de esa facultad, a la mentada Constitución.

La propuesta, entonces, si se atiende a lo dicho, sería capaz de contribuir a generar el escenario propicio para un nuevo entendimiento político amplio y eficaz, dentro de un marco institucional; entendimiento el cual –como lo ha mostrado la pérdida de legitimidad de la Constitución de Pinochet y de un proyecto de la Convención que viene naciendo muerto– ha de estar lejos de las abstracciones doctrinarias y las tentaciones de sobrepasar los cauces institucionales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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