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Lo ominoso y la conducción política Opinión

Lo ominoso y la conducción política

Hugo Herrera
Por : Hugo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales
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Ante las situaciones de Llaitul y Las Indetectables, el Gobierno ha actuado o con la autenticidad estética del asco horrorizado o con el mecanicismo más calculado de la filuda indignación moralizante. Las reacciones son, hasta cierto punto, síntoma de cómo sus miembros han venido desenvolviéndose: evitando la política, evadiéndola en romanticismo y moralismo. La crisis colosal por la que atraviesa el país requiere con urgencia una modificación fundamental en la operación del Gobierno. Ha de asumir, con algún grado de lucidez y sobriedad, la diversidad honda de la realidad pulsional popular y telúrica, atender a ella con aplomo y realismo, para, discerniéndola e identificando sus trazos determinantes, plantear acciones y reformas, acuerdos, obras y un discurso que le ofrezcan caminos de expresión y despliegue eficaces.


Un día se revelan las comunicaciones de Llaitul, en las que él se refiere con desprecio radical al Presidente Boric, a Elisa Loncon, a Bachelet, a Kast. Habla odiosamente del “guatón”, “la vieja”, de untuosos vendidos a los empresarios, de traidores y peleles. Se jacta de su capacidad de operar con la autarquía de la violencia, hasta de lo que entiende como su propio destino aciago. 

Al día siguiente ocurre el episodio del festival del Apruebo en Valparaíso. El grupo Las Indetectables efectúa una performance en la cual uno de sus miembros se extrae una bandera chilena de su ano, mientras otro declama lo que parece ser una denuncia política. Las Indetectables ya habían hecho performances que incluían actos de penetración con juguetes y el uso de la bandera chilena.

¿Cómo entender ambos episodios? ¿Es simple coincidencia su ocurrencia en un lapso tan breve?

Nuestros escritores suelen referirse a un afecto o culto a lo feo, arraigado en el país, de tono fatalista, ligado al fondo humano y de la tierra. Es algo así como un sordo pulsar hacia la destrucción ajena y la propia, que se entrevera con la inmensidad de los elementos naturales, la disparidad de las simientes conformadoras del pueblo, incluso con la mitología. 

Joaquín Edwards Bello aludía al Invunche: “Creación araucana de monstruosidad alucinante. Se trata de la forma saliente de demostrar un estado crónico de desolación, de crueldad y de odio”, el “invunchismo”. En él se vinculan el afecto a lo feo y una interioridad torcida y agresiva.

Las pulsiones humanas pueden ser plenas de sentido; otras son hondura torva y dañina, como en los casos de marras. Consta un vaciamiento agraz, una rabia espesa, que halla su expresión como lógica de “los fierros y los tiros”, la muerte y la violencia. Un dolor funesto que emerge como el rito orgiástico y del placer de ejercer el control –por un momento al menos– por la vía del escándalo. A Llaitul se lo liga al terrorismo y su lenguaje es el del terrorismo; “porno-terrorismo” llaman Las Indetectables a su propia actividad.

Estamos, ciertamente, ante respuestas o reacciones. Pueden esgrimirse la invasión chilena al sur del Bío Bío, infancias dañadas, la marginación social y afectiva. Sin embargo, el problema tiene un nivel más difícil de racionalizar. Podría tratarse de una respuesta en venganza de la propia condición. Hay una ira que se relaciona con una sensación de exclusión, de quedar fuera, pero, en cierta forma, preconsciente; con la percepción de estar marginados por una operación inconsciente que nos vuelve inadmisibles en las propias visiones que logramos forjar de un estadio de plenitud. 

Si los acontecimientos mencionados, de Llaitul y Las Indetectables, son respuestas, ellos, sin embargo, son, asimismo, mucho más que respuestas. El odio existencial completo de Llaitul; la obscenidad ilimitada de Las Indetectables, son también el odio y la obscenidad como poderío irracional, sin cálculo, de la venganza destructiva, la furia primordial por el propio ser, más allá del eventual daño determinado padecido. Salvo que por daño se considere el hecho de existir. Ambos episodios remiten a complejos operantes en el nivel de lo originario o primordial. 

En lo originario o primordial no hay siempre plenitud de sentido y autenticidad creadora. En la ruca primigenia, en la orgía de la noche primitiva nos salen al encuentro también la pulsión hinchada y vacía de la crueldad, como esos abdómenes de arañas que se inflaman e irritan con el calor y la luz. Nos topamos con lo ominoso. Con el poderío y el solaz en el mero sentimiento del poderío, aun no sea en la visión gozosa del daño; con sentimientos privados de imaginación; con afectos carentes de humanidad; con el odio retorcido a lo que se siente como la propia condición; damos con el horror. 

Lo ominoso se deja abordar con humor, como el de Edwards o el periodista de la nota de un diario a lo de Llaitul, donde remisiones circunspectas del tipo “Manifestó respecto del Presidente de la República”, contrastan con vulgares series de garabatos. Pero en sí mismo, se trata de sórdido desencanto activo y dominante, y ausencia de delicadeza, y pérdida de discernimiento y capacidad creativa. 

Exigencias básicas de una acción política lograda

La política es –entre nosotros especialmente– algo serio, precisamente por eso: por ese fondo ambivalente, que puede ser ora el calor de los sentimientos y la participación, ora lava y furia destructora. Porque ese lado perturbador está presente con insano vigor en el suelo y en la sangre. La política es seria debido a que el abismo mentado, aunque inasible, ha de ser, sin embargo, comprendido, acogido, reconocido, a la vez que orientado, conducido, si no ha de terminar todo en un colapso destructivo a gran escala.

La política debe desplegar aquí un talante específico para volverse eficaz, capaz de producir algún despliegue. Ella se distancia crasamente de las inclinaciones esteticistas o moralizantes que exhibe, con demasiada frecuencia, la nueva izquierda frenteamplista. 

Los románticos, los estetas arrobados en sus evocaciones sentimentales, buscando protegerse de la vida real en sus conmociones hermosas, devienen impotentes frente a las fuerzas pulsionales primordiales, cuyos agentes los desprecian de la manera más profunda como frágiles almas pusilánimes y volátiles. 

Si bien el moralista pretende no ser incauto, sino crítico severo, de “estándares morales” elevados, de reglas definidas por medio de la deliberación racional, sin embargo, es, en principio, ineficaz allende la palabra autocontenida, la fórmula. Salvo que se vuelva represor o policial según fórmulas, y entonces se hace más cruel incluso que la crueldad atávica, pues se trata de una crueldad metódica que se pretende justificada.

La realidad, incluidas las honduras de la situación y del alma, ponen a la política ante una tarea mucho más compleja y ardua, no siempre alcanzable. Ella ha de ser, conjuntamente: captación firme de la situación concreta, discernimiento claro de sus aspectos fundamentales, propuesta creativa de articulaciones que brinden expresión lograda a la situación.

La tarea política exige captación atenta de la situación concreta, de las pulsiones y anhelos que ella contiene, no solo los hermosos o presentables. Se necesita agudeza y aplomo para mantener la atención puesta con firmeza en todos sus aspectos, en el sentido que late en ella, en los misterios y los horrores que esconde. La debilidad en la captación está en la base de ambas posiciones evasivas: el esteticismo romántico de las emociones bellas, y la abstracción del doctrinario moralizante. Uno se contenta con la parte bella y de plenitud, evitando la otra, la funesta, y cayendo en la parálisis y el desánimo ante la constatación del abismo cruel. El otro se limita a conjurar la realidad con palabras, como si la porfiada situación pudiese así tornarse obediente (basta leer el texto del proyecto constitucional o los deseos de plenitud comunista por medio de palabras de los libros del mentor de ministro Jackson); o, peor todavía, se transforma en agente moral dispuesto a tratar con el dragón simplemente cortándole la cabeza.

Una política lograda necesita, también, poder de discernimiento y reunión: la fuerza intelectual que consigue determinar los aspectos más relevantes de la situación y los modos de caracterizarla en sus trazos y concatenaciones fundamentales. Sin ese poder, lo concreto queda reducido a los vapores y las nieblas de un presente vago e indefinido. Las propuestas carecen, asimismo, de asiento en las partes más sólidas de la realidad. Se requiere, en fin, aptitud creadora, el poder con el cual la imaginación consigue lo inusitado: dar el paso desde la situación hacia sus posibilidades de despliegue efectivo, mediante obras, instituciones y discursos poderosos, capaces de brindarle expresión pertinente. Es aquí que los aspectos de la existencia requeridos de conducción, la materia oscura de las pulsiones, esa que deviene con facilidad fuerza y furia destructiva, consigue, cuando la articulación es eficaz, encontrar dirección de despliegue. 

Captación, discernimiento e imaginación productiva, las tres son conjuntamente indispensables. La primera es todavía impresión eventualmente intensa, pero indeterminada, sin la segunda; mera recopilación de datos, sin la segunda y la tercera. Las dos primeras, sola descripción pertinente de la realidad presente, sin la tercera. Puro discernimiento intelectual, carente de la captación fiel y la imaginación poderosa, es moralismo. Sola imaginación, desligada de la captación atenta y el discernimiento, de su lado, es ocasionalismo romántico.

Un Gobierno que se evade

Los episodios Llaitul y Las Indetectables coinciden, a la vez que con una situación de alta tensión nacional, también con una conducción política muy deficiente que se vincula con esas aptitudes mencionadas. Salvo loables excepciones –como la ministra Vallejo, donde, junto con tomar posesión del cargo, en cierta extraña forma el cargo como que tomó posesión de ella–, el Gobierno ha carecido de esa reunión de capacidades comprensivas fundamentales. Por eso anda trastabillando entre la estética y la moral.

A un lado, se percibe un romanticismo eminentemente emotivo, de palabras sensibles sobre destinos bellos, en el Presidente Boric; sin respuesta, en cambio, para el lado oscuro de la vida que remece crecientemente la situación nacional. Al otro lado, patenta un racionalismo más bien rasante, discriminatorio y moralizante, cuya expresión elocuente es Giorgio Jackson. Aquel, el esteta Boric, es, en principio, inclusivo, desea proveer de apertura al futuro, pero es incapaz de atender a la seriedad fundamental de la tarea política, a las aberraciones a las que es menester dar la cara, a los monstruos que alojan las honduras pulsionales y que urge conducir. El moralismo tiene la ventaja de ser más claro, menos indefinido y volátil, si se quiere.

Sin embargo, las fórmulas discriminatorias –de bien y de mal; de “mundo de Caín”, de alienación y de plenitud comunista–, los “estándares morales” con los que el moralista se apresura a denunciar la corrupción ajena (incluidos los propios aliados), lo hacen excluyente; carente de visión en las complejidades de la situación y las profundidades del espíritu humano, así como de auténtica preocupación por las exigencias implicadas en la orientación cuidadosa y eficaz de ellos.

Ante las situaciones de Llaitul y Las Indetectables, el Gobierno ha actuado o con la autenticidad estética del asco horrorizado o con el mecanicismo más calculado de la filuda indignación moralizante. Las reacciones son, hasta cierto punto, síntoma de cómo sus miembros han venido desenvolviéndose: evitando la política, evadiéndola en romanticismo y moralismo. La crisis colosal por la que atraviesa el país requiere con urgencia una modificación fundamental en la operación del Gobierno. Ha de asumir, con algún grado de lucidez y sobriedad, la diversidad honda de la realidad pulsional popular y telúrica, atender a ella con aplomo y realismo, para, discerniéndola e identificando sus trazos determinantes, plantear acciones y reformas, acuerdos, obras y un discurso que le ofrezcan caminos de expresión y despliegue eficaces.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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