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El centro de Santiago: una pena capital Opinión

El centro de Santiago: una pena capital

Rafael Gumucio
Por : Rafael Gumucio Escritor chileno, profesor de Castellano y Magíster en Literatura de la Universidad de Chile, académico Escuela de Literatura Creativa Director Instituto de Estudios Humorísticos de la UDP.
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El fin de semana los inmigrantes hacen bailes comunitarios, una forma de ocupar el espacio público a la que no estamos acostumbrados en Chile. Antes, lo que diferenciaba al centro de Santiago de otros centros de ciudades latinoamericanas era el cruce de clases sociales que se producía sin aspaviento en sus pocas cuadras. Ser adulto, convertirse en tal, era ir al centro, que es el lugar donde esta enorme ciudad dormitorio que es Santiago mantenía el tono urbano perdido. Hoy, las clases altas se cambiaron al paseo ejecutivo y relajado de Isidora Goyenechea. ¿Cuándo y cómo esto cambió? Echarle la culpa a tal o cual alcalde me resulta perfectamente inútil. De alguna forma, lo que pasa en el centro de Santiago hoy viene ocurriendo en el centro de Antofagasta, Valparaíso, Copiapó o Temuco hace décadas. Como, por lo demás, lleva aun más décadas ocurriendo en el centro de Lima, de Bogotá (que por un breve tiempo mejoró) y, para qué decir, Caracas.


El centro de Santiago es ahora motivo de vergüenza. Vimos en él imágenes de peleas entre comerciantes ambulantes que involucraban a niños con cuchillos. Pero lo cierto es que el centro de Santiago siempre fue una aventura. Capital del sexo a deshora y el cambio de dólares, cámara de ecos infinitos donde los vendedores de diarios de la tarde interrumpían la nerviosa siesta de los funcionarios, las vendedoras de multitiendas ofreciendo tarjetas maravillosas, los “Pepito paga doble” engañando a los pocos turistas que interrumpían el flujo inquieto de los transeúntes en el Paseo Ahumada.

Ni lindo, ni tranquilo, la plaza de Armas hacia el norte era, hace muchas décadas, territorio de nadie, como hace muchas décadas que la plaza misma no es el lugar donde los jubilados alimentan palomas o juegan ajedrez, aunque lo siguen haciendo en un rincón. El fin de semana los inmigrantes hacen bailes comunitarios, una forma de ocupar el espacio público a la que no estamos acostumbrados en Chile. Antes, lo que diferenciaba al centro de Santiago de otros centros de ciudades latinoamericanas era el cruce de clases sociales que se producía sin aspaviento en sus pocas cuadras. Ser adulto, convertirse en tal, era ir al centro, que es el lugar donde esta enorme ciudad dormitorio que es Santiago mantenía el tono urbano perdido. Hoy, las clases altas se cambiaron al paseo ejecutivo y relajado de Isidora Goyenechea.

¿Cuándo y cómo esto cambió? Echarle la culpa a tal o cual alcalde me resulta perfectamente inútil. De alguna forma, lo que pasa en el centro de Santiago hoy viene ocurriendo en el centro de Antofagasta, Valparaíso, Copiapó o Temuco hace décadas. Como, por lo demás, lleva aun más décadas ocurriendo en el centro de Lima, de Bogotá (que por un breve tiempo mejoró) y, para qué decir, Caracas.

En todos esos lugares la invasión del comercio ilegal, la llegada de inmigrantes sin techo, la mugre, los rayados, vienen acompañados del abandono progresivo de la clase media y la clase media alta de las plazas, las calles y los edificios que se supone son parte de su historia. Así, el centro de las ciudades latinoamericanas se convierte en el símbolo de nuestro desprecio por lo que nos recuerda de dónde vinimos. Un desprecio que explica la imposibilidad de saber hacia dónde vamos.

La elite se limita a lamentar la pérdida y esperar que los viejos tiempos de la provincia apartada, a la que nadie venía a vivir, vuelvan milagrosamente. Pero no volverán. Los buenistas y los racistas escenifican el mismo error: la inmigración es parte de nuestro presente e inseparable ya de nuestro futuro, pero los inmigrantes, en su mayoría, no vienen a Chile, como los italianos o palestinos o alemanes o croatas de ayer, a quedarse y fundirse con el país. Los inmigrantes de hoy van y vienen de sus países o a terceros países en un flujo constante y de difícil control. Más que vivir en Chile o en Argentina, viven en ese país aparte que es la inmigración. Sobrevivencia misma.

Pero por más distintos que sean a nuestros míticos “nonos”, “paisanos” o a la “tante”, el país los necesita, y no solo por motivos demográficos o culturales, sino por motivos puramente económicos. En un país que hace tiempo que no inventa nada, la vitalidad de los inmigrantes es un elemento de primera necesidad. Se les puede aplicar el verso de Rubén Darío: “Si me lo quitas me muero, si me lo dejas me muero”, la inmigración en el capitalismo globalizado es una bendición maldita, una necesidad dolorosa, un cielo infernal, que lleva décadas salvando la economía, la demografía, el arte y la cultura francesa o la norteamericana o la inglesa, pero que produce también sus mayores peligros: los Trump, los Le Pen, y los brexit que arruinan, en nombre de una posible pureza, los países que ven en ellos un equilibrio pasado de imposible regreso a una coherencia nacional que esta inmigración, que no se instala del todo, pone en cuestión. Por lo demás, Chile tiene una difusa identidad, en fracciones avergonzadas, que implica una especial vulnerabilidad a “los otros”, los extranjeros más morenos de lo que podemos tolerar.

Se puede hacer lo posible por controlar el flujo, pero, controlado o no, el otro sigue siendo el otro. Con los haitianos nos dimos el lujo de dar rienda suelta al más básico de los racismos. Sin que robaran o mataran a nadie, sin que hicieran otra cosa que trabajar de sol a sol y rezar los domingos, nos dio con que no nos gustaban, y se tenían que ir. No queríamos a los haitianos porque no se nos parecían en nada, odiamos a los “caribeños” porque se nos parecen demasiado. O más bien reflejan, como en un espejo, lo que no hemos querido ver de nosotros: hablan español, les gusta el reggaetón, la cumbia y la salsa, algunos de ellos delinquen, menos de lo que delinquimos nosotros, pero con descaro y pistolas semiautomáticas.

Pero lo que nos espanta, que es la raíz de todos los racismos, es la impresión siempre inevitable de que la miseria es una enfermedad contagiosa. Una idea absurda, que tiene sentido, sin embargo. Los venezolanos vienen de un país no solo rico en materia prima, sino de una tradición democrática y civil larga y compleja que no puede más que recordarnos la nuestra.

Educados muchos, gentiles la mayoría, emprendedores otros, han contraído muchos la enfermedad mortal de la informalidad que mata a los países cuando sus leyes se vuelven capricho o locura de sus dueños. El odio a “los caribeños”, la idea de que son el centro de todos los problemas de seguridad que vivimos, es falso, pero tiene ese fondo de verdad. Los venezolanos nos recuerdan que podríamos ser ellos, que podríamos irnos a la mierda y no tendríamos dónde huir.

Los chilenos somos cabezas negras en Suecia, y en el exilio también fuimos roteados. Nunca hemos sido fundamentalmente distintos a los venezolanos, colombianos, ecuatorianos o peruanos que duermen en carpas miserables en nuestras plazas y avenidas. Lo que nos salvó, algunas veces, de ser ellos, ha sido justamente el empeño en lo formal, el apego a las leyes, la idea de que la política y solo la política es la forma de resolver nuestras diferencias. Todos los edificios que representan ese esfuerzo están en el centro de Santiago, quizás por eso nos duele el “carnaval” que lo rodea.

​¿Cuánto de eso es nuestra culpa? Lo que quedó de la plaza después de ese gesto de “sinceridad” total que fue el 18 de octubre, nos recuerda que toda civilidad se basa en una ficción, en una mentira convenida. De eso se trata el contrato social de montar la escena en el gran teatro de la ciudad que necesita que sus actores sepan jugar sus papeles. Cuando lo dejan de hacer, cambia el reparto de la “Pérgola de las Flores” y ¿qué podría salir mal? La ciudad se va al carajo, como se está yendo al carajo el centro de Santiago.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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