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De los clubes obreros al Sindicato de Futbolistas

De los clubes obreros al Sindicato de Futbolistas

En más de un siglo de fútbol, el jugador chileno ha pasado de ser un virtual esclavo de los clubes a un sujeto pleno de derechos consagrados en la legislación laboral chilena. Ahora sus banderas de lucha ondean más allá de la galería.


20.718.

A no confundirse. No son los goles convertidos en la historia del fútbol chileno ni el número de jugadores que ha participado en las competencias oficiales de nuestro balompié.

Sí tiene que ver con este deporte, aunque con su otra cara. Esa que se suele pasar por alto.

Simplemente se trata del número de la ley que desde el 25 de abril de 2007 rige la relación laboral en el fútbol chileno. El famoso Estatuto de los Futbolistas, que les dio a éstos una dignificación inédita en su historia. El que puso a estos tipos tan especiales, a la altura de cualquier trabajador chileno, en el mejor sentido de la palabra. El que invirtió una relación en la cual el segundo miró siempre al primero hacia arriba, como un ídolo al que había que adorar si nos daba triunfos o colgar en la plaza pública si nos hacía pasar por la ignominia de la derrota.

Y es que al aficionado común le cuesta ver al fútbol como un trabajo más y al futbolista como un trabajador como él mismo. En el fondo, le da igual si los jugadores de su equipo entrenan a conciencia y se portan bien después de los entrenamientos. Si no gana el domingo, el plantel debe ser despedido sin más y que vaya a cobrar a la FIFA sus indemnizaciones y cualquier otro derecho incumplido. Que ni siquiera eso merecen aquellos que llegaron al club a “puro robar”.

Como dirigentes y jugadores suelen pensar del mismo modo, escudriñar en el sindicalismo en el fútbol chileno es adentrarse en una historia titánica, levantada por algunos pocos que lograron ver más allá de la buena plata, el acoso femenino y los secretos de camarín.

EL MENSAJE DEL CAUPOLICÁN PEÑA

La auspiciosa prehistoria de nuestro fútbol, a fines del siglo 19 e inicios del siglo 20, con no pocos clubes ligados a las mutuales obreras -tanto en el norte salitrero como en los puertos y en la zona central- pasó rápidamente al olvido, sobre todo con la irrupción del fútbol profesional.

A partir de un mal llamado profesionalismo imperó la ley del más fuerte. Léase la dirigencia del fútbol que, como cualquier déspota de la Revolución Industrial, impuso las reglas, siempre a su favor con la aquiesencia de hinchadas y autoridades.

Fueron casi tres décadas de poder absoluto, en la que los supuestamente perjudicados, tampoco reclamaban mucho. Les bastaba el sueldo, tiempo libre y vista gorda de sus patrones para disfrutar de la noche.

Recién en la década del ’50 hubo signos reivindicativos. Por ejemplo, con ocasión del Sudamericano de 1957, cuando los seleccionados chilenos exigieron el respeto de sus derechos laborales, con igualdad de condiciones para titulares y suplentes y pago de premios.

La década siguiente fue de organización. Nació el primer Sindicato de Futbolistas Profesionales, presidido entre 1960 y 1962 por Caupolicán Peña, inicialmente defensa de Colo Colo, después vilipendiado entrenador de la Roja que no pudo ir al Mundial de Argentina 1978 y, ya en democracia, activo militante del PPD.

Gremialmente le fue bien. Logró el funcionamiento de servicios médicos en los clubes y acabó con la humillante Bolsa de Jugadores.

Como recuerdo de esos albores quedan estas palabras de Peña acerca de la misión del sindicato: “Hacer que los jugadores tomaran conciencia de que su trabajo es igual a cualquier otro y que merece el mismo trato y respeto, cosa que en los años ’60 no se obtenía por parte de los dirigentes del fútbol”.

LO PAGARON CARO

Después del Mundial de 1962 y hasta 1972 la posta la tomaron dos jugadores emblemáticos: Hugo Lepe y Mario Moreno. Ambos también ideológicamente de izquierda, pagaron un duro precio por su labor gremial, como el sindicalista más combativo.

Lepe, mundialista del ’62, fue apresado durante el Golpe Militar, recluido en el Estadio Nacional y torturado como uno más de los varios miles de prisioneros. Sólo la tozudez de «Chamaco» Valdés logró su liberación.

El castigo a Moreno fue más sibilino. El “Superclase” -que en la cancha se burlaba de sus rivales con su técnica mágica, pero que fuera de ella solo tenía tiempo para preocuparse del bienestar de sus colegas- fue perseguido por su cruzada social. La historia cuenta que una vez salido de Colo Colo cada vez le fue más difícil conseguir club, porque buena parte de la dirigencia se puso de acuerdo para boicotearlo. Ya fallecido, su calvario laboral es un hito en el sindicalismo futbolero chileno y su nombre, motivo de admiración entre los jugadores y fanáticos más lúcidos.

Seguramente el encono contra Moreno y Lepe nació porque bajo su dirigencia se realizó la primera huelga de futbolistas.

EL RESURGIMIENTO

De la mano de las protestas populares, la década de los ’80 vio un repotenciamiento sindical luego de un apagón en los primeros años de dictadura. En 1981, agarró el timón el corajudo y barbudo volante Benjamín Valenzuela y, en 1985, lo relevó el rudo lateral Gabriel Rodríguez, militante demócrata cristiano.

Es una época en que otros futbolistas con conciencia política, como Carlos Caszely y Leonardo Véliz, y en menor medida Adolfo Nef y Leopoldo Vallejos, brindaron su respaldo a los líderes sindicales sustentado en su prestigio.

Hubo avances. El sindicato se acercó a la futura Central Unitaria de Trabajadores y tendió puentes con las más avanzadas asociaciones argentinas y uruguayas. En lo netamente gremial, se luchó por la devolución de dineros impagos y se puso en el tapete las cuantiosas deudas previsionales, que en el año 2008 fueron calculadas en 4 mil millones de pesos. Rodríguez y los suyos también consiguieron beneficios médicos y de seguros.

Avanzada la democracia, bajo la presidencia de Carlos Ramos, un duro mediocampista nominado en algunas selecciones secundarias, el sindicato entró derechamente en la confrontación con la dirigencia del fútbol. En 1997, el último de su mandato, Ramos lideró la segunda huelga general.

LOS BUENOS TIEMPOS

Al año siguiente le tocó el turno a Carlos Soto. Fraguada su conciencia política al calor de las protestas contra Pinochet, este esforzado lateral de la Universidad Católica preside al sindicato hasta hoy. Son 17 años de continuos avances que posiblemente han permitido sus sucesivos mandatos.

Bajo su conducción, el sindicato ha consolidado la unidad de los futbolistas y conseguido que estos tengan una conciencia más clara de la necesidad del autocuidado integral como requisito de una buena carrera. Ha permeado también a la dirigencia y creado alianzas múltiples que han beneficiado las posibilidades de estudio para sus asociados. Su estatus sindical es superior y se ha ganado el respeto del poder político. Se trata de una voz unitaria e influyente.

Sólo así se entiende la legalización de ese número 20.718, que cambió las cosas en nuestro fútbol.

Con esa ley se acabó la esclavitud que encadenaba sin contrato a los futbolistas a su club formador hasta los 23 años. También se terminó con los contratos indefinidos y se puso como piso un año de ligazón. Se creó el derecho de los futbolistas transferidos a quedarse con un porcentaje de su traspaso. Y hasta cosas tan mínimas como la obligación del pago salarial mensual y las horas de trabajo.

Todo esto, complementado con la Ley de Sociedades Anónimas Deportivas, dictada un año antes que el Estatuto, y que impone a las administradoras de los clubes comportamientos estrictamente apegados a la ley.

En las graderías y redes sociales todos los días seguirán proliferando los insultos y maldiciones de los aficionados hacia los jugadores que no cumplen con sus expectativas.

Eso es parte del folclór. Pero los jugadores gozan ahora de una protección legal y social como nunca antes la tuvieron. A prueba de dirigentes impacientes y autoritarios y de sus ocasionales aliados, los hinchas del tablón.

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