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Columnista de Bloomberg: Atentados sacuden a Chile, país modelo en América Latina


No hay nada como el olor de la cordita para embarcar a un país en una misión de introspección forense: dos explosiones en Chile la semana pasada –una cerca de una estación de metro de Santiago, la otra en un supermercado en Viña del Mar– sacudieron a este país mayormente pacífico como un temblor andino y dejaron perpleja a gran parte de América Latina.

La violencia no es nueva en Chile, y se vuelve casi rutinaria a esta altura del año, cuando los chilenos recuerdan el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Han transcurrido 41 años, pero continúan frescas las heridas de la dictadura militar que duró hasta 1990, cobró más de 40.000 vidas e hizo “desaparecer” muchas más.

Sin embargo, a diferencia del raro petardo nocturno disparado por vándalos o inadaptados milenaristas, estos últimos ataques fueron más terribles –el de Santiago dejó un saldo de 14 heridos, algunos de gravedad–. Por primera vez, desde la caída del general Augusto Pinochet, la palabra “terrorismo” encabeza las noticias, lo cual lleva a los chilenos a sostener que las autoridades deberían evaluar volver a activar la policía de inteligencia de la junta. Los investigadores policiales todavía están revisando los escombros en busca de pistas y sospechosos.

Pocos países han hecho tanto por desarmar la artillería social y política esparcida en toda América Latina. Este país de 17,4 millones de habitantes ostenta uno de los ingresos per cápita más altos de la región, y también el mejor desempeño de los niños en edad escolar, una tasa de analfabetismo minúscula, una pobreza en disminución y una cultura de civilidad política que ha mantenido al país estable, democrático y próspero pese a que el gobierno alterna entre la derecha acérrima y la izquierda socialista.

Sueño postergado

Si se mira más atentamente, empero, el idilio andino parece un sueño postergado. Los logros de Chile son envidiables para América Latina, pero los chilenos ya no quieren ser meramente los mejores de los inferiores. Muchos se sienten bloqueados por su situación de últimos entre los mejores. Chile tiene la peor desigualdad del ingreso entre los países de ingreso elevado de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. Sus chicos de 15 años se clasificaron por debajo de la media en los tests estandarizados de resolución de problemas de OCDE, quedando en el puesto 36 sobre 44 entre estos países de elite.

Chile tiene razón en sentirse orgulloso de su sistema educativo híbrido, que delegó las escuelas públicas a la iniciativa privada y ha visto multiplicarse las universidades en tanto el número de estudiantes creció diez veces desde los años 1980. No obstante, esta solución abierta al mercado también obligó a los estudiantes a obtener préstamos exorbitantes. Millones de estudiantes salieron a la calle en 2011, poniendo casi de rodillas al gobierno del entonces presidente Sebastián Piñera. Bachelet, que es socialista, condujo la ola rebelde hasta las urnas, prometiendo una educación universal gratuita, que su mayoría legislativa recién hizo avanzar un paso sancionando una reforma fiscal integral.

En tanto la economía se desacelera, los dirigentes empresariales se sienten, sin embargo, abrumados –entre otras cosas ante la perspectiva de perder el Fondo de Utilidades Tributables, o FUT, que permite a las empresas decantar ganancias en nuevas inversiones–. Los detractores de Bachelet dicen que recortar el FUT frenará el crecimiento y reducirá la inversión.

Es posible, pero la elite corporativa de Chile tiene sus propios problemas. Por empezar, es menos claro cuál ha sido el efecto del FUT en la economía chilena. En una reciente visita a Chile, Ricardo Hausmann, ex economista principal del Banco Interamericano de Desarrollo, dijo a Revista Capital que pese a tener US$270.000 millones en fondos de inversión privados, el sector privado chileno tiene “una de las tasas más bajas de investigación y desarrollo en la OCDE”.

El mayor problema es quizá la complacencia. Pese a tener la reputación de ser la economía más abierta de América Latina y llevar 150 años explotando los Andes por cobre, Chile no es un actor global. “Si Chile fuera tan bueno extrayendo minerales, habría chilenos haciendo minería en el exterior”, dijo Hausmann.

Obviamente, los manifestantes no se excitan con la innovación y nadie pone una bomba porque la productividad es baja. Pero la efervescencia en septiembre sirve para recordar al país modelo de América Latina que todavía le queda mucho por hacer.

Mac Margolis
Bloomberg

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