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Escritor peruano José Carlos Agüero y los 50 años: “La gente seguirá resistiéndose a abuso de poder” CULTURA

Escritor peruano José Carlos Agüero y los 50 años: “La gente seguirá resistiéndose a abuso de poder”

Felipe Andrés Aburto
Por : Felipe Andrés Aburto Asesor literario y editor.
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Presentará este jueves en Santiago su libro “Sombriti”, publicado recientemente por la editorial chilena Atmosféricas. Con una agenda de actividades que incluye presentaciones, charlas y conversatorios, en las que abordará temas relacionados con memoria, política, violencia y archivos, comenta en esta entrevista aspectos fundamentales tratados en el texto, que le permite interrogar el siglo XX, sus estragos y formas de resistencia contra la resignación.


El escritor peruano José Carlos Agüero, Premio Nacional de Literatura 2018, visitará Chile para presentar el jueves su libro “Sombriti”, publicado recientemente por la editorial chilena Atmosféricas.

Con una agenda de actividades que incluye presentaciones, charlas y conversatorios, en las que abordará temas relacionados con memoria, política, violencia y archivos, José Carlos Agüero comenta en esta entrevista aspectos fundamentales tratados en “Sombriti”.

Se trata de un texto de no ficción y ensayo político en el que las palabras creadas por su pequeña hija, Billie, palabras que pronto olvidará y serán corregidas culturalmente, le permiten interrogar el siglo XX, sus estragos y formas de resistencia contra la resignación.

“Sombriti” se presentará el día jueves 24 de agosto en la librería Gonzalo Rojas del Fondo de Cultura Económica (Paseo Bulnes 152, Santiago), con la participación de Lucero de Vivanco, académica de la Universidad Alberto Hurtado, Nicolás Acevedo, profesor de la Universidad de Santiago de Chile, y el autor.

-En “Sombriti” te refieres a la subjetividad como una cierta «mirada» sobre los hechos, las cosas y los seres. Dices, además, que dicha mirada no necesariamente nace con nosotros, que no nos pertenece del todo, que nos antecede y se nos impone, es decir, se transmite. ¿Cuál es el impacto de esa subjetividad en la identidad del sujeto y en su modo de relacionarse con el mundo?

-En mi último libro, Sombriti, gran parte de la reflexión gira en torno a la relación entre un padre y su hija, y el mundo que comparten. ¿Qué es lo que comparten? Comparten un territorio, una ciudad, Lima, pero también una subjetividad. Y lo que me interesa abordar es que esa subjetividad está densamente poblada. Antes, a la subjetividad se le decía el “alma”. Pero con nuestros avances científicos ya no se le dice así. Creo que es una buena palabra. El “alma” es el espíritu de un pueblo. Remite a una tradición, a rituales, a conocimientos, o saberes compartidos más o menos de manera colectiva. También a sentimientos morales.

Poblada de todo esto, lo que se transmite, lo que yo puedo transmitir a mi hija, no es, de manera mecánica, conocimientos e información, sino unas formas de ser conscientes, de mirar y ser mirado, habilitadas por distintas comunidades de saber. Y eso, creo, es lo que se comparte con más de una generación. Lo que existe es un contexto, o para utilizar un término de Maurice Halbwachs, un marco social, que hace que ciertas formas de pensar, sentir y recordar estén habilitadas para los grupos sociales y otras no, y todo eso es muy dinámico. No somos muy conscientes de ese marco social, lo habitamos y de alguna manera lo extendemos hacia el futuro. Lo que yo planteo en Sombriti es que seamos conscientes de que ese marco social, en este caso, habilita muchas tradiciones, muchas de ellas violentas, y que vale la pena pensarlas.

-En “Sombriti” reflexionas sobre la cultura del odio a la que puede dar lugar una mirada acrítica, a partir de tu lectura del cuadro El Repase, del pintor español Ramón Muñiz.

-En efecto, uno de los contextos nacionales, digamos para la habilitación de sentimientos morales, tiene que ver con la perennización de momentos de orgullo o de agravio, que pueden ser, o se pretende que sean sentidos colectivamente y que, a través de diferentes mecanismos culturales, como las efemérides, las ceremonias, los rituales, las leyes, el arte, la cultura, los monumentos y el lenguaje, se pretende que no se olviden, que marquen un derrotero de nuestra proyección al futuro como cuerpo colectivo, que nos cohesionen y que nos orienten hacia cierta ubicación sentimental respecto de nuestros prójimos.

Ese contexto para sentir, esos serían los marcos de una subjetividad. Si los marcos de una subjetividad están construidos a partir de la perennización de un momento de brutalidad que debe ser vengado y nunca olvidado, estás legitimando, autorizando un sentimiento de revancha eterno. Por ejemplo, el que se usa en el cuadro de Ramón Muñiz, y no en ese solamente, sino en toda la parafernalia que hay en torno de las patrias y los Estados-nación, que intentan construirse hacia adentro bajo la cohesión y hacia afuera inventando enemigos y manteniendo los agravios vivos en el tiempo.

-Otra de las problematizaciones de tu libro pasa por el uso de las palabras, por las primeras palabras que escuchas de tu pequeña hija, las que ella inventa y pronto olvida.

-El archivo cultural incluye la gramática de un pueblo. Esa gramática no son solamente sus palabras, aunque es lo que más queda a la vista, sino sobre todo sus silencios, sus secretos; en definitiva, sus estrategias de discurso que más que decir algo, lo que hacen es tergiversar, manipular, cambiar una cosa por otra. Entonces, nos vinculamos a todo ese acervo —de alguna manera compartido por todos y acríticamente enseñado mediante el ejemplo y el uso a niñas y a niños— como si fuera una naturaleza, no como si fueran objetos de la cultura e históricos.

Por ejemplo, cuando alguien insiste en estigmatizar a alguien como “terrorista”, no se asume primero que en el presente dicha palabra tiene usos concretos vinculados al poder y que en la historia el uso de esta palabra ha ido variando. Que en el siglo XIX fue utilizada sobre todo para referirse al régimen francés de Robespierre y luego en el siglo XX, por ejemplo, usada en el Perú, sobre todo por la sociedad civil, para referirse al terror estatal; es a partir de la década de 1950, más o menos, que se traslada este uso para ser utilizado por el Estado.

Y luego se hace mucho más sólida esta utilización estatal del término, desde la positivación de este vocablo con la creación de la nueva legislación antiterrorista de 1981 en el Perú y que luego se ha ido modificando. Es algo muy dinámico. Lo que quiero decir es que esa palabra tiene historia y no somos conscientes de que, como todo, tiene una genealogía. Entonces, no es inocente y vale la pena escarbar un poco antes de simplemente usarla, usarlas o enseñarlas, o dejar que las palabras estén allí flotando como si fueran una alternativa libre.

-En tu libro intentas comunicar tu siglo XX a tu hija, «advertirle» sobre la barbarie de este, a ella que crece y se formará en otro siglo.

-En “Sombriti”, un poco retóricamente, intento decir, yo soy un hombre del siglo XX y ese siglo puede ser definido al mismo tiempo como un momento de gran modernización y como un momento de modernización cruel. Y al ser un hombre del siglo XX, soy alguien que comparte una cultura con casi la globalidad de las personas nacidas hace casi 40 o 50 años.

Bueno, esta cultura que tiene de celebratoria y tiene de bárbara, no es que tenga momentos bárbaros, es bárbara esencialmente, no la podemos evitar, eso es lo que somos. Creo que hay elementos de la cultura del siglo XX que me siguen siendo muy caros, que conforman lo que yo soy y que no me parece que deba evitar su contagio a mi hija, por ejemplo.

No creo que deba salvar a mi hija de leer a César Vallejo o a José María Arguedas o a José Carlos Mariátegui. Pero el problema está en los momentos en que la cultura se convierte en instrumento del abuso y ese momento es sutil, no es tan fácil de identificar, porque no es que haya un bloque de cultura que diga “esta es la cultura progresista” y “esta es la cultura de la violencia”, sino que quizá son intensificaciones de lo mismo. Un pensamiento progresista maximizado o en un determinado contexto puede convertirse en bárbaro. ¿Qué hacer? Pensar en lo que somos, en lo que decimos, porque lo que decimos casi que nos conforma.

-En Chile, en vísperas de conmemorar los 50 años del golpe de Estado, hay distintos ejercicios de memoria en curso, desde cambios de nombres de calles hasta circulación de imágenes y relatos hasta ahora inéditos relacionados con la violencia cívico-militar de entonces. Según tu experiencia del Conflicto Armado Interno que sacudió al Perú, ¿cuál es la importancia que revisten estos ejercicios?

-Así como los 50 años del Golpe en Chile, en Perú también tenemos nuestra efeméride, se cumplen 20 años de la entrega del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR); en Chile hay un Museo de la Memoria, en Perú también, se llama Lugar de la Memoria, en fin, compartimos muchas cosas en ese sentido.

En términos de efemérides y memoriales, lo que creo puede ser interesante pensar es qué tipo de tradición están portando los procesos memorialísticos. Creo que los que sólo se detienen en lo conmemorativo, o los que enfatizan la mirada sobre lo sufrido, solamente sobre lo sufrido, acaban teniendo poco efecto ciudadano, porque sacan el sufrimiento de la dinámica social como si fueran excepciones.

Lo que tiene más sentido, creo, es tratar de vincular estas acciones con tradiciones de resistencia. La gente siempre ha resistido, o posiblemente siga resistiendo a las situaciones de abuso de poder. Entonces, así los memoriales, o las acciones culturales y artísticas, no se vincularán a la nostalgia, sino a una disputa por el poder. En mi caso, al menos, un poder democrático.

-En “Sombriti” señalas: «La gente susurra sus nombres en lugares fuera de sus nombres»; recuerdas y citas la letra de una canción de Gabo Ferro: «Todas las cosas que no tienen nombre, vienen a nombrarse en mí», y fijas la siguiente pregunta y reflexión: «Un nombre, ¿para qué sirve? Para callarlo. Quizás es su función más importante. Una vez escribí: “Y las plantas guardaron el secreto de su nombre, y de su cuerpo frío”. Pero las plantas, hija mía, no están allí para servirnos». ¿Puedes ahondar en ello?

-Creo que allí hay una alusión a la idea de que cuando decimos lenguaje, no estamos diciendo solamente lo nombrado, sino lo que sería el habla. Y en el habla o su potencialidad está todo, tanto lo dicho como lo no dicho. Lo susurrado, así como lo gritado, lo que ya se olvidó, los idiomas muertos. Si la gente pensara que cuando decimos lenguaje nos estamos refiriendo al diccionario, sería algo muy pobre y muy triste.

Sobre todo me estoy refiriendo a la acción de traer a la Historia cosas que pueden ser inclusive innombrables. Y en ese acto, el que nombra, el sujeto tiene que enfrentar dilemas duros porque hay cosas que no comprende, hay cosas de las cuales no tiene de dónde agarrarse para volverlas a decir, es decir, tiene que generar una abstención creativa para inventar algo, como por ejemplo decir “sombriti”, lo que pudo haber sido fácil o difícil, pero hay una tensión creativa porque no había nada antes.

Hay cosas que no te dan pistas, que no te ayudan a decir. Y también hay situaciones en las cuales el silencio es lo que debe ser traído al presente. El silencio de un nombre, el silencio que puede salvar, el silencio que puede deparar tranquilidad. Todo eso es, digamos, el habla, para incluirlo en un sentido más amplio que el solo uso de las palabras.

-A diferencia de lo planteado en otros libros tuyos, por ejemplo, en “Persona”, con el que obtuviste el Premio Nacional de Literatura 2018, llama la atención en “Sombriti” tu visión «escéptica y desconsolada» del paisaje, tu renuncia a hallar en la naturaleza lo «impensable» que permitiría insubordinarnos ante las formas del poder, tolerar sus violencias.

-En algunos poemarios que escribí, así como en “Persona”, cedí un poco a la tentación de la forma, de extremar algo que estaba viendo, la violencia. En el poemario titulado “El nacimiento de los monstruos” y luego en “Persona”, planteaba que la violencia no sólo destruye, sino que crea, y lo que crea es un enjambre de entes diversos que pueblan el mundo. La destrucción, por ejemplo, el hecho que un cuerpo se disperse o destroce por su efecto no significa la ausencia, sino al contrario, el crecimiento, la enumeración, el desborde de una enorme cantidad de entes.

Para mí el mundo está habitado de muy diversas maneras y no solamente por los seres estándar. Digámoslo así: para el que sabe mirar, allí están los monstruos. Esa idea, vinculada a las guerras y a los instrumentos de investigación forense, me llevaba a extender esa figura a un animal concreto, por ejemplo, a un perro comiéndose los restos de los desaparecidos en el Perú. Me imagino que hay figuras similares en todo el planeta. Y, si quieres por un exceso poético, lo que es básicamente la degradación del cuerpo, lo convertía en una transcorporeización y en último caso, no solamente en el compartir cuerpos entre la gente y los perros, ya que si un perro se come tantas personas, acaba teniendo algo que ver con esas personas. Eso pensaba.

Y finalmente todos estos bichos que consumen a los cuerpos producto de la violencia, acaban por convertir todo en paisaje. Y esta idea panteísta de alguna manera me generaba un cierto orden, porque escribir sobre la violencia y vivirla, como ha sido mi caso, nos genera, y no sólo a mí sino también a otros colegas, un desasosiego que no asumimos del todo. No estamos tan dispuestos a aceptarla. Y bueno, una manera que tenía de reintegrar orden dentro del desorden extremo, por ejemplo, de la carne deshecha, destruida, era imaginarla conformando la naturaleza. Eso ya hoy me parece un exceso poético de mi parte. Pues simplemente los perros se comen a la gente. No la convierten en naturaleza. Spinoza no resiste la vista de un botadero de cadáveres.

-El siglo XX, con sus constructos ideológicos, tensiona tu biografía, en cuanto hijo de padre y madre militantes de Sendero Luminoso. ¿Qué de lo heredado por el siglo XX tiene vigencia para ti?, ¿qué nos puede servir para pensar el presente?

-El siglo XX, para citar a José Carlos Mariátegui, lo que nos otorgó fue un mito movilizador. La idea de que las voluntades podrían tener influjo sobre el devenir, y ese mito movilizador era humanístico. Los vehículos para llevarlo a cabo han sido muy diversos a lo largo del siglo XX y lamentablemente han acabado siendo bárbaros casi todos.

Ahora, ese vínculo con la posibilidad de la praxis me parece fundamental en comparación al nihilismo, el solo pesar, o la resignación y aceptación del capitalismo biológico del siglo XXI. Digamos, esa resignación como la piensa Byung-Chul Han. Si bien lo que estoy diciendo no es igual a ser voluntarista, me gusta pensar en la idea de una praxis como algo que puede seguir moviéndonos. Puede seguir siendo útil para el presente, en cuanto completa y radicalmente ajena a la resignación.

Por ejemplo, para luchar contra la resignación y las miserias diarias y personales hay obras literarias poderosas surgidas en el siglo XX. Una de ellas, “Sin novedad en el frente”, de Erich Maria Remarque, lo que hace es que no te resignes a la construcción del “enemigo”, eso es lo que te enseña, generar una praxis interna que inclusive pueda darse en situaciones límites: el alemán puede comprender en la trinchera que no tiene sentido matar franceses. Lo va a entender matando, eso es lo malo. Pero lo va a entender.

En “La buena tierra”, de Pearl Buck, lo que uno aprende es la vergüenza, a sentir vergüenza desde otro lugar, es decir, es decepcionante sentir y ver la manera en que Wang Lung crece y se hace poderoso y se pierde en ese proceso, y lo que va perdiendo son sus querencias, sus amores, es la tierra, su esposa, sus hijos, todo se va desmoronando en él y a su alrededor por la ambición. Wang Lung lo sabe y quisiera hacer algo, pero ya no puede porque ha envejecido. A todos los lectores atentos de La buena tierra, lo que les da es vergüenza ajena, pero más que ajena, es más bien propia. Nos sentimos tan identificados con Wang Lung que no podemos soportar las infamias que va haciendo a sus seres queridos.

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