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«El matrimonio es un disparate, pero es lo menos malo que se conoce»

El escritor argentino, autor de decenas de relatos sobre hombres casados asegura que, como la democracia, el matrimonio es un sistema lleno de defectos pero que funciona como el mal menor. Sus cuentos, que transitan las veredas del desencanto, el cinismo y el humor desesperado, son »libros de antiayuda», advierte.


Se descalza en la terraza del hotel. Se moja los pies en el agua. Dice que en la calle anda con zapatillas sólo para no parecer un excéntrico. Se sienta al borde de la piscina y pregunta qué se siente vivir rodeado de cordilleras. Bebe un pisco sour, acaba de almorzar mariscos en el mercado central. A Marcelo Birmajer, le gusta la comida chilena, cuenta. Y la come a ritmo febril cuando viene. Escribe a ritmo febril. Vive del mismo modo.



Usted puede elegir , a su riesgo, si le cree o no. Dice que inventa mucho, pero que no miente. Y que, por más tiempo que pasa, no aprende, ni de sus experiencias ni de sus equivocaciones. "No hay relación entre los errores que cometo y cómo sigo viviendo: los vuelvo a cometer", asegura. Su único antídoto contra esa incapacidad de aprendizaje, según él, es el humor. Y estas tres confesiones: inventos, dudas y humor son la tríada estelar que conforma su escritura.



A los cuarenta años, ha publicado diez libros y ha escrito cuatro guiones: tres cinematográficos y uno teatral. Autor de tres volúmenes de cuentos que exploran el universo de los hombres casados, acaba de editar una antología de estos relatos, Las mejores historias de hombres casados.



Los cuentos transitan -siempre en el tono de un humor sarcástico- por el cinismo, la ternura, la desesperación y -sobre todo- el desencanto. Varios de los cuentos, además, están narrados desde el alter ego literario de Birmajer, Javier Moseen, un judío de clase media que se parece sospechosamente al escritor.



-Alguna vez dijiste que tus cuentos favoritos eran los de amor y los de guerra. ¿Estos están en qué categoría?
-Son cuentos de la guerra del amor. Creo que el amor siempre es una guerra: la gran utopía es lograr una relación amorosa horizontal, pero lo máximo a lo que pueden aspirar los amantes es a hacerse daño una vez cada uno.



-Al leer los cuentos, uno se pregunta si son amargos, o conmovedores, o cínicos, o tiernos. ¿Qué son?
-Amargos, tiernos, cínicos y conmovedores. Creo que son una contradicción en sí mismos.



‘Lo mejor no existe’



-¿Hubo un concepto integrador detrás de estos cuentos o fueron simplemente fragmentos sobre un mismo tema que fueron calzando?
-Había una estrategia. Yo escribí el primer cuento el año 95, y ya tenía una idea clara de que quería escribir historias de amor dentro del marco del matrimonio. Historias que no fundaran ni fundieran matrimonios, sino que fueran paralelas al matrimonio, con una mirada desencantada, explícitamente cínica, donde hubiera deseo pero no romanticismo, desesperación, pero no suicidio y locura controlada.



-Pero finalmente el libro deja el saborcillo de condescendencia con el matrimonio. La idea de que a pesar de todo, puede que valga la pena.
-Por supuesto. El personaje sabe que el matrimonio es como la democracia: en sí mismo es un disparate, pero es lo menos malo que conoce. Los hombres buscan lo mejor, y por buscar lo mejor se pierden de lo posible. Y lo mejor no existe. No escribo un ensayo a favor del matrimonio, pero según mi experiencia personal, es lo menos malo. Lo que pasa es que la experiencia no es transmisible, tú no puedes enseñar cómo vivir un buen amor; eso es un don que se tiene o no se tiene. Yo no lo tengo.



-Escribir un libro de hombres casados y que se venda es extraño -porque no es precisamente un tema apasionante a primera vista-; pero escribir tres volúmenes….
-Me habría gustado ser un soldado, ser cantautor, ser Ulises, pero no soy un hombre heroico. Mi discreto heroísmo se limita a vivir de mis historias inventadas. Creo que es un heroísmo no buscado, escribo con autenticidad, invento, no miento, no finjo: cuento la historia de un porteño judío, de clase media, casado. No pretendo mejorar el mundo, ni mejorarle a la gente sus amores. Son libros de antiayuda, no de autoayuda. Y con todo eso, sin embargo, han llegado al público. Creo que su gracia es, precisamente, ser libros desencantados. Y creo que es por eso que llegaron a Francia, a Italia, a Corea: porque en ellos se hace patente que todos los seres humanos nacemos con la batalla perdida.



-¿Cuánto te tu trabajo narrativo lo ha hecho Javier Moseen?
-Un 80 por ciento es ese personaje.



-¿Cómo te relacionas con él?
-Creo que es una relación de admiración -mía hacia él- y una amistad parecida al amor, que excluye el sexo. Es casi como ser capaz de contarte a ti mismo, pero casi, porque no es tú; es un doble tuyo. Creo que uno no puede contarse a sí mismo, pero la gran ilusión es encontrarte alguna vez a vos mismo de verdad, literalmente, y preguntarle: ¿quién sos? ¿Qué querés?



-O sea Javier es al que te encuentras cuando miras el espejo, pero está del otro lado.
-Exactamente. No es el que está en el espejo, sino al otro lado. Además, creo que Moseen dice la verdad; yo invento. Lo que en mí es invención, en Moseen es verdad. Con él encontré un personaje con el que me sentía cómodo, con el que me podía desatar y al que podía dejar libre. A mí nunca se me aprenden los personajes en el baño o la cocina, pero casi vi surgir su fantasma.



Birmajer en coreano



-Uno lo los núcleos de tu escritura es el humor. ¿Es una condición permanente?
-Es algo endémico, lo llevo en la sangre; no podría soportar la vida sin humor, es mi insulina. Creo el 80% de mi literatura se sustenta en él.



-Pero el humor es algo intraducible, en algunos casos.
-En Corea me pasó algo muy dramático: yo tenía la esperanza de no entender nada, pero sacaron un par de notas en los periódicos en inglés de Seúl, y ahí vi citas de partes del libro. Había muchos errores y muy gruesos, en los que un chiste quedaba convertido en un aviso fúnebre. Sólo podés consolarte de eso diciéndote a vos mismo que te están publicando en Corea.



-Se ha comparado tu humor con el de Woody Allen. ¿Te halaga, te molesta?
-No me molesta, porque ha sido una comparación hecha con muy buena voluntad, pero ni me creo merecedor ni me siento tan identificado con Woody Allen. Tengo más resabios de Fontanarrosa que de él. Cuando mis personajes están desesperados al punto de suicidarse, se ríen. Es la decisión entre vivir y morir, cuando hay un dolor que los atraviesa en su propia identidad.


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