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Golpe de Estado en Brasil: «Así lo vivió y sufrió mi padre activista»

Golpe de Estado en Brasil: «Así lo vivió y sufrió mi padre activista»

El régimen militar dejó marcas profundas en los brasileños. A 50 años del golpe de 1964, un corresponsal de BBC Brasil relata la historia de su padre, un militante trotskista que no dejó que su experiencia se convirtiera en rencor.


El régimen militar en Brasil (1964-1985) dejó marcas profundas en el cuerpo y en el alma de muchos brasileños.

Al cumplirse 50 años del golpe de Estado del 1º de abril de 1964 que derrocó al presidente Joao Goulart, el corresponsal de BBC Brasil en Washington, Pablo Uchoa, narra la historia de su padre, un militante trotskista que estuvo preso en dos ocasiones en prisiones del noroeste de Brasil, y recuerda la forma en que encaró las dificultades de la época.

Según Uchoa, su padre fue capaz de transformar el legado del régimen militar «no en rencor, sino en conciencia política para sus hijos». Este es su relato.

Durante mi niñez, nunca pensé que mi padre Inocencio era un superhéroe. Lo que sí sabía es que era un hombre fuerte.

Decían que en los años de represión sufrió tanto que una vez los verdugos del régimen militar le partieron un bastón en el pecho.

Y sin embargo, como en la película de Roberto Benigni («La Vida es Bella»), mi hermano y yo crecimos relativamente protegidos de los detalles más crueles de la persecución política que afectó a nuestra familia.

Tuve el privilegio de nacer en un hogar de clase media politizada y militante en la ciudad de Fortaleza, en el estado de Ceará (norte de Brasil). Allí aprendí, tal vez antes que otros niños, el significado de la palabra amnistía.

Conocía por testimonios de otros el terror que experimentaron los presos políticos durante el régimen militar que comenzó en Brasil hace 50 años.

Pero no fue sino hasta hace poco que mi padre me habló de su propia experiencia en las celdas insalubres e infestadas de ratas y cucarachas del Departamento de Orden Político y Social (DOPS) de Recife, en el noreste, donde estuvo detenido antes de cumplir una condena en la Casa de Detención de aquella ciudad.

Tortura psicológica

La prisión, dice mi padre, era el retrato «dantesco» de una cárcel medieval, con rejas que no garantizaban ninguna privacidad a los detenidos. Dormían en el suelo semidesnudos, arropados con hojas de periódicos viejos y hambrientos.

Hasta ese momento yo no sabía que mi padre había pasado noches esposado a los barrotes, aislado y obligado a permanecer despierto después de una pelea con un oficial de la Compañía de Guardias, donde permaneció otros dos meses.

Tampoco tenía conocimiento de que una madrugada fue obligado a montarse en un camión del régimen militar y, junto a otros compañeros de celda, fue trasladado a una playa desierta.

Sintió que el fin le había llegado cuando los militares los hicieron formar una fila, tomaron sus rifles y dijeron: preparen, apunten… Y segundos después suspendieron la ejecución. Así le aplicaron una de las torturas psicológicas más perdurables.

En este caso, mi padre usa el término «psicológicas» como un eufemismo para el terror impuesto a los presos políticos durante los años de represión.

De esa forma, los exreclusos respetan la memoria de quienes fueron sometidos a las peores torturas físicas -el infame «estante» (cuando la víctima es acostada y atada de manos y pies), las descargas eléctricas en la punta de los dedos, testículos y ano, las violaciones- y no salieron con vida.golp2

La detención

La foto en blanco y negro que recibió mi madre, Angela, muestra a un joven con bigote espeso y lentes de pasta gruesa, en una aparente normalidad que luego es desmentida por la reja de hierro que se ve al fondo.

Fue tomada entre 1970 y 1971, cuando mi padre fue encarcelado en la Casa de Detención de Recife después de pasar siete meses en los calabozos del régimen.

«La captura fue un alivio. Porque cuando se llega a la Casa de Detención, el arresto se legaliza», resumió uno de sus compañeros de prisión, Mario Miranda, en el documental «La mesa roja» (2013), que relata la historia de 23 ex presos políticos y tuvo el apoyo de la Comisión de Amnistía.

«Eso no es poca cosa en una dictadura», agrega.

El trato allí tampoco era «de los mejores», dice mi padre, antes de relatar que a menudo los prisioneros se veían obligados a hacer huelgas de hambre en protesta por los castigos, la degradante revisión a la que sometían a sus familiares (especialmente a las mujeres) y la degración también de sus derechos básicos.

Mi padre, que nació en el municipio de Aracati, tenía 13 hermanos y desde pequeño sintió una afición por los estudios que lo llevaron al Colegio Marista (el mejor para la época), ya tenía en el momento de tomarse la foto cuatro procesos penales militares en Fortaleza, Recife y Sao Paulo.

En 1968, mi padre presidía el Centro Académico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Ceará (UFC) cuando el régimen militar irrumpió en el Congreso de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) en la ciudad de Ibiúna, Sao Paulo, donde se celebraba el encuentro.

De los 70 acusados, diez eran de Ceará. Mi padre, uno de ellos. El incidente le valió el bloqueo obligatorio de la matrícula universitaria durante los siguientes tres años.

Pero en ese momento quien había entrado a la universidad como estudiante se había comprometido a «hacer la revolución», relata mi padre.

Tras el acta institucional número 5, un decreto anunciado en diciembre de 1968, el régimen militar les cerró el cerco a los disidentes. Para escapar, fue enviado a Pernambuco en 1969 como militante de la fracción bolchevique-trotskista en la que actuó junto con campesinos de las plantaciones de azúcar.

De cierto modo, tuvo suerte de que su «plan» fuera descubierto rápidamente por las operaciones realizadas en Recife y Fortaleza.

Todo el mundo conocía las metodologías que aplicaban los torturadores contra los «subversivos» para tratar de obtener información sobre el paradero de sus compañeros forajidos.

En la clandestinidad

Los padres de Pablo en su luna de miel, poco antes de volver a huir.

Los padres de Pablo en su luna de miel, poco antes de volver a huir.

Mi padre salió de la cárcel en abril de 1971. Se casó con mi madre (mi abuelo materno consiguió que la unión no fuese publicada en los boletines oficiales) y dos meses después se mudaron a Río de Janeiro, donde ella continuó con sus estudios de medicina.

En septiembre de 1971, la Justicia aumentó la condena de mi padre y esto los obligó a esconderse de nuevo. Las fotos familiares de esa época son escasas.

Gracias a un favor, Inocencio logró matricularse para poder terminar sus estudios de Derecho en la Universidad Cândido Mendes, a cambio de «entrar mudo y salir silencioso» de la clase.

Su amigo y excompañero de celda José Arlindo Soares describe cómo era su vida clandestina.

«Vivíamos completamente aislados. Era como vivir en la ciudad, sin que la ciudad viviera dentro de uno. No había interacción», asegura en el documental.

Mi hermano Marcelo (en honor al exnombre de guerra de mi padre) y yo nacimos en ese período.

Él aún conserva recuerdos de una infancia relativamente normal en Río de Janeiro: las marchas en las que salía gritando «¡Abajo la dentadura!» montado sobre los hombros de Inocencio, la distribución de volantes del Movimiento Democrático Brasileño que metía debajo de las puertas durante la campaña por el gobierno del estado en 1978, los amigos de la familia tocando canciones de Chico Buarque y Gilberto Gil.

Escenas de una vida hermosa, ajena a los horrores de un régimen que comenzaba a caer.

Historia colectiva

Considero un éxito que mis padres no hayan traducido los 21 años de dictadura en rencor, sino en conciencia política para sus hijos.golp4

De alguna manera, mi hermano Marcelo continuó la lucha de mis padres: defendiendo a los expresos políticos, enseñando Derecho Internacional y Derechos Humanos en la Universidad de Fortaleza y escribiendo sobre memoria y verdad.

Fue coordinador especial de Políticas Públicas de Derechos Humanos en el Estado y comandó una caravana de Amnistía promovida por el Ministerio de Justicia.

Los momentos más oscuros de la historia de la familia no se olvidaron, pero mi padre asegura que tenía razones para mantener un perfil bajo.

«Nadie quiere hablar (de la tortura) en un primer momento. Es algo muy doloroso. La sociedad necesita un poco de silencio», reflexiona.

Por otra parte, afirma, «nos dedicamos a organizar sindicatos, asociaciones, a luchar por la Constitución y el sufragio directo… a una cantidad de cosas que en ese momento no nos permitían hablar de ello».

Creo que también hubo razones prácticas: los archivos del ex Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) y otros órganos del régimen militar indicaban que mi padre continuó siendo objeto de interés al menos hasta 1989, una década después de la Ley de Amnistía.

Con la llegada de la Comisión de la Verdad, que tenía el objetivo de «limpiar» la historia de la época, se han tratado de sacar a la luz los secretos de individuos e instituciones.

Se trata de una historia colectiva que es, al mismo tiempo, profundamente personal.

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