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Violencia cultural

¿Con qué derecho me cambiaron la vieja Plaza de Armas, la misma que yo había visto durante toda mi vida, en esa especie de bosque de palmeras en medio de un desierto de pavimento?


Nuestra falta de espesor cultural se advierte a cada paso. En la ordinariez del automovilista que saluda a los amigos a bocinazos, en la ostentación de consumo que hacen ricos y pobres, y en la miseria del patrimonio histórico de nuestras ciudades.

Parte de la cultura de las urbes es la conservación de algunos sitios que son hitos de su propio crecimiento. Incluso ciudades que fueron arrasadas, como Varsovia o Dresden, han reconstruido sus núcleos antiguos.

Si se compara el casco antiguo de Santiago con el de otras urbes de América, queda en evidencia esta precariedad. Podría preguntarse, en relación con nuestra capital, ¿cuál casco antiguo? Y en realidad sólo quedan algunos retazos dispersos, una que otra manzana o edificio aislado, por aquí y por allá, que guarda la memoria de lo que ha sido el desarrollo urbano santiaguino.

Lo poco que hay está siempre amenazado. Sea por la avidez de los negocios inmobiliarios, o por los ímpetus modernizadores de algunos alcaldes. Ambos factores se resuelven en una tremenda violencia cultural contra los habitantes de la ciudad que aún tienen cierta sensibilidad y que ven la modernidad como algo más complejo que una empresa de demoliciones que destruye todo lo que huele a arcaico.

Los barrios Brasil y Yungay eran una muestra de la poca historia urbana que tenemos. Había algo ingenuo en sus palacetes moriscos, venecianos, góticos o neoclásicos. El eclecticismo del conjunto hacía que sus fachadas parecieran el decorado para una ópera o para una obra teatral. Todo eso está siendo desplazado por edificios parecidos a los que se construyen en Maipú, La Florida o en otras comunas nuevas.

Busco vestigios del Santiago de mi infancia, de los años 50, y lo único que encuentro es el Barrio Cívico, con un aviso de neón de ampolletas, y la Casa Hombo, una juguetería que sobrevive, por no sé qué milagro, en el pasaje Phillips.

Pregunto: ¿con qué derecho me cambiaron la vieja Plaza de Armas, la misma que yo había visto durante toda mi vida, en esa especie de bosque de palmeras en medio de un desierto de pavimento? ¿Por qué arrasaron aquella glorieta donde tocaba el orfeón, y donde se reunían los ajedrecistas, para cambiarla por una especie de nave espacial de cobre? ¿Es una maniobra de ProChile para promover el uso del cobre en la fabricación de platillos voladores?

Hay ciertos tics en toda esta barbarie modernizadora.
Por ejemplo, la palmeritis. Modernizar parece ser sinónimo de palmerizar, plantar palmeras por todos lados, para que nuestro paisaje se parezca cada vez más a la capital de las Américas: Miami.

El otro tic es el de recubrir todo edificio con láminas de metal o con vidrio, tal vez porque en esas superficies lisas no puede quedar impresa ninguna señal, ningún mordisco del tiempo. Por algo están tapando los agujeros que hicieron las balas el 11 de septiembre de 1973 en los edificios del Barrio Cívico. En lugar de hacer esa operación de cosmética, esos orificios deberían conservarse como parte de la historia más traumática de la ciudad. Ojalá en algún momento se redescubran esos impactos y a punta de taladro se retire la masilla o la mezcla con que se intentó borrarlos.

[Darío Oses es periodista y escritor]

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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