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Ä„Maldito fútbol!


Da lo mismo que un chileno gane el Premio Cervantes, que es el Nobel de las letras hispanas. Da igual que dos chilenos hayan ganado el Nobel Nobel, o que haya compatriotas nuestros que son grandes figuras de la plástica contemporánea, o que la investigación en astrofísica que se hace en el país sea reconocida internacionalmente por su nivel de calidad. Todo eso deja a la población indiferente. Pero si un chileno mete un gol en Europa es noticia de primera plana en casi todos los diarios, y los noticieros de la televisión repiten una y otra vez la jugada para que todo el país se hinche de orgullo.

Da lo mismo que Chile sea condenado por organismos internacionales por las restricciones a la libertad de expresión, y que se prohiban libros que tocan a los intocables, y que existan intocables. Da lo mismo que en nuestra democracia no haya una total subordinación de las fuerzas armadas a las autoridades civiles. Pero si un equipo chileno de fútbol pierde en las eliminatorias de cualquier campeonato -como casi siempre ocurre- es motivo de vergüenza nacional, el país se siente ultrajado y se pide la cabeza o la crucificción del entrenador.

La autoestima, el honor y la dignidad nacionales están puestas en las extremidades inferiores de once futbolistas. La mayor parte de ellos casi nunca exhiben otras virtudes que la de chutear una pelota. Y ni siquiera eso lo hacen demasiado bien, porque las derrotas son mucho más frecuentes, no digamos que las victorias casi inexistentes, sino de los honrosos empates. Aún así, los futbolistas se convierten en líderes de opinión, sin tener opinión, y son invitados habituales a los llamados «programas de conversación», aunque casi siempre les cuesta armar una frase.

Y a pesar de que pierden una y otra vez -no digo perdemos porque no me siento parte del Chile futbolizado- siempre renace en el país una empecinada esperanza en triunfos que nunca llegan.

Antes existían al menos las victorias morales. Pero después del montaje del Cóndor Rojas, de casos de dopping y de los famosos «incentivos» hasta esa posibilidad se ha clausurado.

El fútbol hace aflorar lo peor de Chile: el chovinismo más primario, las frustraciones más oscuras, el instinto tribal de atacar al adversario. En el fútbol, la violencia y la euforia son igualmente destructivas. La celebración del triunfo es como un huracán tan dañino como el desquite de la derrota que los hinchas se toman contra semáforos, casas, autos y lo que encuentren a mano. En el resto del mundo los estragos no son menores: algunas de las peores catástrofes de la historia han ocurrido en estadios llenos. Incluso hubo un conflicto armado: la famosa guerra de las pelotas, entre El Salvador y Honduras, en 1968, desencadenada por un partido de fútbol.

Como decía Borges, es mentira que el deporte una a los pueblos, más bien tiende a dividirlos y a exacerbar sus odios.

Ahora, no se le puede echar la culpa de todo al fútbol. En muchos casos éste no hace sino evidenciar problemas latentes. No existirían barras bravas si no hubiera una juventud marginada de todo: de la familia, del trabajo, de la educación. Estos jóvenes desarrollan un sentido de pertenencia elemental, tribal a la barra, y una lealtad absoluta por su equipo, por el que llega a sentir una devoción casi religiosa.

Una vez más se hace sentir la necesidad de una cultura que le dé mayor complejidad y diversidad a este país, para que no siga sintiendo que el fútbol es lo único que tiene.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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