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Ä„No más hijos!


Hace poco apareció, en la sección Economía y Negocios de El Mercurio, un artículo sobre los costos asociados al nacimiento. Éstos se calculan entre los $ 3.000.000 en una clínica privada, y los $ 730.000 en un hospital público. Se han hecho estudios, además, sobre lo que cuesta vestir, alimentar y educar un hijo. Sin darle una dieta de entrecot y caviar ni ponerlo en los colegios más caros, y comprándole las zapatillas en liquidación y las parkas en Patronato, el costo varía entre los 70 y los 100 millones de pesos.

Ahora si se pudieran cuantificar las preocupaciones porque no se tiren por la ventana del décimo piso ni metan los dedos en los enchufes cuando son chicos, o por las salidas nocturnas cuando son adolescentes, los costos subirían a cifras siderales.

Hay que considerar, además, que los hijos adquieren hábitos cada vez más caros: estudian en universidades privadas, siguen carreras que no tienen grandes perspectivas laborales, a veces se pasean vitrinenado por varias carreras, y luego disimulan la cesantía haciendo algún postgrado igualmente inútil. Esto significa que nadie los saca de la casa paterna antes de los 35 años.

Por suerte se han inventado algunos sanos instrumentos -como los créditos universitarios- para transferir al menos parte de la pesada carga de la crianza a los propios hijos. Este sistema debería ampliarse. Sería interesante, por ejemplo, lanzar al mercado créditos prenatales para cargarle a la guagua los costos del parto y del pediatra.

Aún así, el más simple examen de la relación costo beneficio indica que tener hijos es un mal negocio. Conviene mucho más poner la plata en seguros. Antes de que existieran los sistemas previsionales, los hijos al menos podían convertirse en el sostén de los padres cuando estos llegaban a viejos. Pero ahora, que tenemos el INP, las benditas aefepés, y muchos otros productos financieros que nos prometen una vejez sin sobresaltos, los hijos han quedado obsoletos. Si se los sigue teniendo es por los instintos maternales o paternales. Pero éstos bien pueden satisfacerse con un perro u un gato -que resultan mucho más económicos- y hasta con un peluche, cuyo costo de mantención es ínfimo y se reduce a tomar las precauciones para que no se apolillen.

En Europa ya casi nadie tiene hijos. En los países del tercer mundo, los sectores que han superado los atavismos machistas también muestran tasas de procreación bajas. En general, los que están dispuestos a tomar en serio la paternidad prefieren tener pocos niños o abstenerse de procrear. Los métodos anticonceptivos son mucho más económicos y seguros. Desde luego hay otros hombres, más despreocupados e «instintivos», que tienen y tienen hijos sin tomarse la molestia de hacerse cargo de ellos. Así, será el Estado el que finalmente deberá cargar con la educación de esos niños, o la sociedad en los casos en que la mala crianza, la ausencia de modelos paternos y todas esas gabelas, los lleven a conductas delictuales. Y por esa vía no cuesta nada incurrir en prácticas estatistas sobre la base de las cuales se puede justificar el sobredimensionamiento del Estado.

Para mantener la buena salud de la economía, que es lo único que importa, parece altamente recomendable desincentivar ese hábito arcaico y pernicioso de tener hijos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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