Publicidad

Memorias


En estos tiempos de desafuero, en que vuelve a ser arrojado a la luz el horror de los crímenes cometidos por la dictadura, en que la palabra (porque es ella, también, que vive este desafuero, este descongelamiento) brota en actos y hace retornar informaciones, imágenes, huellas exiliadas en la privacidad -o en la privación- de vidas particulares, de archivos, de expedientes. En este momento en que se abre una compuerta más a aquellos relatos estancados, retenidos, cautivos, que parecían ser obsesión de unos pocos, cuando son, de hecho, un patrimonio colectivo del dolor, de la falla, que deben portar nuestras ciudades. En este momento, entonces, en que la memoria hace una nueva irrupción -que no cesará de hacer y seguir haciendo, en los más inesperados y previsibles tiempos, bajo las formas más ordenadas y caóticas, disputando su escritura irresuelta con la ahilada historia, así como disputa a diario sus sombras, sus desequilibrios, con la también diaria acrobacia subjetiva de inventar la vida-, en este momento, querría dejarme ganar, una vez más, por la melancolía. No por la nostalgia. La nostalgia está preñada, impregnada de atrás. Posee una sola y nítida dirección (y en ello espejea la unidireccionalidad del futuro, esta ideología omnipresente de la llamada «Transición» (tiempo blanco del presente blanco, del presente precisamente no transitado, que se quiere limpio de contagios: presente higienizado), ideología del futuro que permea el presente inventado por la actualidad mediática, por las agendas políticas de la clase política). No. Melancolía transmitida por las revoluciones del tiempo, por sus extrañas maneras de girar, por su remoto y ardiente presente, que asocia y recorta indebidamente (de manera crítica, diría W. Benjamin) los materiales que nos son dados por la historia. Melancolía sin objeto preciso, que suprime adelante y atrás, que los revuelve, para juntarse con aquello que falta.



Escarbando, entonces, en la falta que falla detrás de la falta. Las arremetidas contra la memoria son muchas -y ello no hace sino reforzar esta memoria más visible (si acaso esto es posible)-, insidiosamente múltiples. Está la carencia de memoria que, como sistema, se implanta (se implementa, diría el lenguaje técnico) en el mundo del trabajo (laboral, dice el lenguaje técnico). La pérdida de la memoria de los derechos en el trabajo, de los derechos de las trabajadoras, de los trabajadores, a través de lo que se llama la precarización de las condiciones de trabajo: trabajos temporales, trabajos estacionales, trabajos a honorarios. No sólo es funcional a la sobreexplotación del trabajo requerida por el modelo económico globalizado (y su consecuente división internacional del trabajo), sino que interrumpe, corta, hace trizas, la memoria de la lucha por la conquista de ciertos derechos -que nunca fueron simplemente otorgados-, la memoria, en cuerpos y experiencias concretas, de cómo hacer frente a los subterfugios del poder en momentos de la explotación. Allí está Chile: la máquina productiva no hace contrato, arrienda cuerpos, ideas, por un lapso determinado. El capital acumula y no precisa ya a los rompe-huelgas: rompe memoria. Rompe la velocidad de historia que acarrean ciertos cuerpos (memoria hecha acción, como lo sugiere Claudio Herrera: cuerpos depositarios del desenfreno que trae la historia). Otro circuito, que trae otra velocidad -¿aquella que Paul Virilio asimila a la «ilusión de historia»?- tiene hambre de olvido: exige trabajadoras y trabajadores ocasionales (de experiencia discontinuada, desterritorializada), ejecutivos jóvenes (que no sean contaminados por una cierta tradición de derechos, que permanezcan aún en el pujante frenesí del curriculum individual), profesionales-taxi, sin obra. Si Taylor, al descomponer, desmigajar, los gestos de producción de los artesanos para convertirlos en el trabajo repetitivo de la cadena de producción, realizó una enorme empresa de expropiación del saber*, lo que vivimos hoy, lo que padecemos hoy en Chile, es una aplastante empresa de expropiación de la memoria.



El terror, la tortura, la muerte, la desaparición, y la memoria que sobre estas marcas se busca borrar, es paralela a la lenta, metódica marca de las cuales fueron el precio, la moneda: intentar hacer de nosotros los insomnes, amnésicos cuerpos que aceptan toda condición, porque las condiciones no tendrían historia. Sólo futuro.



*Esta idea pertenece a Benjamin Coriat, expuesta en l’Atelier et le Chronomčtre/Essai sur le taylorisme, le fordisme et la production de masse, Christian Bourgois Editeur, París, 1979.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias