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Una Constitución para el Bicentenario


El vigésimo «cumpleaños» de la Constitución de 1980 que se ha dado hace unos días ha generado distintas reacciones. Por una parte, eventos celebratorios y artículos que alaban sus características y alegados logros. Por otra, sus deficiencias son tales que uno de sus redactores y mas acérrimos defensores, el senador Sergio Diez -actual presidente de la Comisión de Constitución y Justicia de la Cámara Alta- se ha declarado partidario de una serie de reformas que incluirían el fin de los senadores designados y vitalicios, la reducción del período presidencial a cuatro años, una disminución de las facultades del Consejo de Seguridad Nacional y el fin de la condición de garantes de la Constitución de las Fuerzas Armadas. También se ha planteado un eventual término de la inamovilidad de los comandantes en Jefe (aunque con la aprobación de los dos tercios del Senado, lo que podría argumentarse es un remedio peor que la enfermedad, politizando al máximo ese proceso), entre otras.



¿Quién se puede oponer a algo aparentemente tan razonable y lógico? ¿No significa ello avanzar hacia la remoción de los enclaves autoritarios que tanto limitan el ejercicio de la democracia en Chile? Sí y no. La verdad es que las reformas que la oposición está dispuesta a aprobar sólo amononan muy parcialmente estos enclaves, no tocan el quid de ellos (el sistema binominal que subsidia electoralmente a la segunda mayoría) y mantienen incólume la columna vertebral de esta Constitución, el hilo conductor que atraviesa todo su texto: la noción de una democracia tutelada (en la expresión del notable libro de Felipe Portales con ese título).



Hay reformas puntuales que se caen de la mata y valen por sí mismas: el acortar el período presidencial a cuatro años (algo que se iba a hacer en 1993, pero por extraordinaria miopía terminó descartándose) y el eliminar a los senadores designados.



Sin embargo, si se trata de acordar algún paquete de reformas más amplio entre gobierno y oposición, con algún implícito de que ello legitimaría por algún tiempo adicional la Constitución de 1980, ello sólo tiene sentido si incluye las reformas «duras», como el sistema binominal.



Esa fue la posición del ministro del Interior hace unos meses y es la única razonable. De otra forma, esto sólo serviría para darle un aliento adicional a un documento anacrónico, redactado a la medida de un régimen militar de veinte años atrás, en plena Guerra Fría y poco antes que se iniciara uno de los períodos de cambios más dramáticos que hemos visto en la historia desde el siglo XVIII.



Y es ésa la carta fundamental, profundamente antidemocrática en su espíritu y esencia, pese a mantener las formalidades de las instituciones democráticas, con la que llegaremos a nuestro Bicentenario. Chile es hoy el único país de América Latina con una Constitución promulgada por una dictadura militar para sus propios propósitos y que ha sido incapaz de darse un nuevo ordenamiento constitucional que responda a la voluntad y la soberanía populares.



Tras nueve elecciones nacionales, todas las cuales se han manifestado en la dirección de democratizar el país, seguimos impedidos de avanzar en ello por un sistema perverso, cuya modificación sólo es posible si los principales beneficiarios del mismo lo aprueban, lo que no va a ocurrir.



Ha llegado la hora de olvidarse de seguir maquillando la Constitución del general Pinochet y de darnos una Constitución de todos los chilenos. Tan importante como llegar con ciudades más acogedoras y amables al 2010 es hacerlo con una carta fundamental de la cual nos sintamos justamente orgullosos y no una por la cual debamos vivir eternamente dando explicaciones. Una Asamblea Constituyente que le de a Chile un marco constitucional acorde con las necesidades del siglo XXI encarna precisamente el tipo de proyecto colectivo que el país necesita en este cambio de época.
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Jorge Heine es director de Ciencia Política en la Universidad Diego Portales y director del programa internacional de la Fundación Chile 21.



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