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Causas profundas del descontento


El problema de fondo en Chile es que la civilidad está abriendo cauces por un rumbo diferente a los que quiere ofrecerle la autoridad. Este divorcio repercute en la calidad de la gestión política.



El año 1985, la Asamblea de la Civilidad era la vanguardia donde participaban las llamadas fuerzas vivas de la sociedad. El objetivo aglutinante era la recuperación democrática. Más atrás estuvieron las movilizaciones valientes, los cacerolazos, los dirigentes sindicales, los universitarios, los colegios profesionales, los poetas y artistas, los mártires por la libertad.



Pero de pronto, a fines de los ’80 todo empezó a diluirse en una máquina pintada de arco iris que retomaron en forma absolutista los mismos ancianos políticos que volvían con sus vetustos estilos.



A esta altura del partido, inicios del siglo 21, llega la hora que la civilidad le pase la cuenta a quienes desmovilizaron a la ciudadanía y fueron incapaces de llevar adelante una propuesta alternativa en lo político, en lo social, en lo económico y en lo ambiental. Una democracia participativa que se hubiese cimentado en la mística inicial. Los partidos políticos , siguiendo el arte de lo posible, aceptando centralismos, el presidencialismo y la herencia de una institucionalidad protegida, buscaron ocupar como base de poder todos los espacios de participación ciudadana.



Los actores sociales o los independientes quedaron al costado, esperando que en algún momento se iniciaran los cambios cualitativos en el estilo de hacer política. Pero eso pareció olvidarse. Se trató de administrar un modelo y no crear situaciones que lo pudieran debilitar. En la óptica ciudadana la política ya no era asunto de izquierdas o derechas, sino de honestidad o corrupción, de compromiso o ventajismo, de cooperación o canibalismo, de protagonismo o sumisión.



Los chilenos de carne y hueso están hoy expresándose con irreverencia. Creo que el cuento es patear las canillas de un sistema que embronca, porque está administrado por personas que una gran mayoría puso en los cargos públicos desde hace 10 ó más años, con un mandato que no se ha cumplido. Literalmente, ha frustrado a los chilenos progresistas que la corrupción cunda, que la desprotección se agudice.



Por eso hoy se desgrana el choclo y languidece la Concertación. Por eso la Democracia Cristiana fue incapaz de un último aliento de ética para haber expulsado a los corruptos que la rebasaron con sus autoindemnizaciones, con sus desmalezados, con caballos corraleros, con casas de plásticos, con licitaciones arregladas, etcétera y etcétera. Lo mismo pasa con el conglomerado de derecha, donde el populismo de la UDI ha ido jaqueando las propuestas más centradas de Renovación Nacional. De allí los remezones.



En estos escenarios se han venido generando nuevos referentes. La gente se cansó de socialistas con fines de lucro y de los socialcristianos que practican el capitalismo liberal y demuestran que la caridad comienza por casa, generando máquinas familiares que ocupan el aparato público, con un nepotismo propio de las más recalcitrantes monarquías.



Si uno pasea por Chile, sobre todo cuando lo recorre a pie y por sus barrios, encontrará cansancio colectivo. Este diagnóstico lo ha hecho, por cierto, el Gobierno, y quiere recuperar terreno anunciando transparencia y modernizaciones. Pero la sensación colectiva es que hay incapacidad de articular desde las cúpulas políticas vetas genuinas de participación ciudadana.



En la lógica del político todo se centra en el factor poder, y esto no es compatible con dejar crecer a quien no se controla. Al político estructurado le molestan los libertarios, los críticos, los que tienen vuelo libre y quienes no pueden ser incorporados como incondicionales.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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