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Campañas parlamentarias: no hay caja


El diputado Alberto Cardemil, hasta hace poco presidente de Renovación Nacional, ha anunciado que no se presentará como candidato a senador porque no está en condiciones de solventar los gastos que una campaña senatorial implica. Lo dijo con esa forma seria, como meditabunda, con la que Cardemil habla, por lo que debemos colegir que se trata de un asunto real, que no fue una broma.



Pues bien, nadie se ha dado a la tarea de reflexionar sobre el punto, o al menos plantear algunas preguntas. En primer lugar, cuánto cuesta una campaña a senador -o a diputado-; en segundo, cómo se están financiando éstas.



Que a nadie le inquieten estos asuntos ya es un síntoma. Poco a poco, día a día, el mundo de la política se ha transformado en un coto de caza exclusivo, con sus peligros, pero también con sus prebendas y trofeos. Ä„Pobre del ciudadano común que, impulsado por un interés o vocación genuina, ose cruzar esa alambrada! A lo menos deberá pagar un cuantioso peaje.



No hablemos, siquiera, de los independientes. Para ellos no hay espacio, a no ser que renuncien a su condición y se incorporen a un partido político o pasen de contrabando, como falsos independientes al alero de una colectividad.



Lo de Cardemil es la prueba de que la política está vedada al ciudadano común [no a él, por cierto, que de ella ha vivido largos años, aunque la falta de recursos le ha impedido postular a un escalón más alto: el Senado]. Por eso resulta todavía más indignante la existencia de los senadores designados -incluidos los de la Concertación, ejemplos relucientes de la herencia de la dictablanda- porque ellos, al menos, ni siquiera han debido gastar dinero en tiempos en que la política es sólo plata [y de Piñera hablaré, mejor, otro día…].



No diremos que Cardemil es un hombre sin recursos. Tampoco desconoceremos que su partido está ligado a gente de fortuna. Pero si para él ha sido imposible «armar caja» para una campaña senatorial, ¿qué queda para el resto -no para el resto de los políticos, que ya hemos dicho que han constituido una casta-, sino para el resto de los ciudadanos?



Si no es novedad que la política se ha convertido en un club al que sólo pueden ingresar los elegidos -y los que pueden pagar sus cuotas- sí es un parcial misterio el antecedente de quiénes están hoy financiando a nuestros parlamentarios, a los partidos, a los profesinales del club. Podemos sospechar que algunos ejercicios, como el de las indemnizaciones, algo dejan caer por ahí, pero en lo grueso se hace evidente la existencia de mecenas, de redes de mecenazgo. No son gratis, eso se da por descontado.



¿A quién estamos, entonces, eligiendo, al votar por Zutano? ¿A él o simplemente a sus financistas, con sus intereses creados y sus órdenes o sugerencias perentorias para que legisle de tal o cual manera?



Algunos han postulado la necesidad de que se limiten los gastos electorales y que éstos sean proporcionados por el Estado. Como están las cosas, suena a una burla pedirle a los ciudadanos que financien a los políticos, y bastaría hojear un archivo de los congresistas actuales, en una suerte de almanaque o ficha policial, para atragantarse con la idea [en primer lugar por la distancia efectiva entre ellos y uno, para empezar]. Si el tema de la transparencia en cuanto al financiamiento de la actividad política es urgente, que sea el Estado quien provea es, por ahora, discutible.



En todo caso no deja de ser sugerente que el primer caído en este miserable campo de batalla sea Cardemil, hasta hace poco presidente de un partido de la Alianza por Chile, el conglomerado más reacio a descorrer los velos sobre la cuestión de las platas en la política.



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