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De frustraciones y camas redondas


Pero tal persistencia del statu quo es sólo una fachada. Detrás de esta ilusoria estabilidad, nos encontramos actualmente con un escenario político muy fluido: las fronteras de los partidos se están haciendo borrosas; los liderazgos se están rearmando; se están gestando realineamentos de personas y grupos en torno a nuevos referentes.



Es, por tanto, el momento de las ideas anticipadoras, de las apuestas estratégicas. Por eso, con ocasión de esta próxima legislatura es preciso que los dirigentes políticos y sus partidos se den algún respiro para distanciarse de la contingencia y para contemplar el cuadro general con mayor calma y más amplia perspectiva.



En el caso del oficialismo, se impone el análisis de esta unidad histórica llamada Concertación desde su realidad más originaria, evitando igualmente que los árboles no dejen ver el bosque, y que el bosque no deje ver los árboles.



Secreta melancolía



A la Concertación se le han caído los años encima y sus actitudes aparecen cada día más trabajadas por una sorda frustración. Seguramente muchos de sus miembros no saben exactamente la causa de este intrínseco malestar tantas veces negado. Pero creo que es muy clara: después de trece años de funcionamiento y once de gobierno, la alianza oficialista no ha cumplido la tarea histórica que sus integrantes se propusieron en aquel esperanzado verano de 1988.



El objetivo parecía entonces inexcusable: recuperar la democracia para Chile, devolver la voz y el protagonismo a un país en buena parte anestesiado. Se daba por supuesto que los documentos fundacionales de la naciente alianza se referían a una democracia neta y homologable. Nadie hubiera considerado entonces de recibo la semidemocracia cuasirrepresentativa que, guste o no reconocerlo, vivimos ahora. Las guitarras y los graffiti, los programas políticos y el fervor de las promesas decían otra cosa. Por eso, en el ánimo de muchos grupos que compartieron aquel anhelo colectivo existe actualmente una secreta melancolía.



Sin blindajes ni tutelas



Es verdad que se ha hablado muchas veces -y con buenos argumentos- del éxito de la Concertación: de la positiva convivencia en ella de dos culturas (la socialista laica y la socialcristiana) que durante mucho tiempo habían hecho odiosos cortocircuitos; de la continuidad de gobiernos de la misma alianza que han dado estabilidad a la política; de los buenos resultados macroeconómicos que han perfilado a Chile como país triunfador…



Pero todos estos logros y haberes no han podido ocultar un fracaso de fondo: no se ha conseguido la meta primera, la democracia sin blindajes y sin tutelas, abierta a la calle y nutrida pluralmente de la conversación pública. Su establecimiento (vía reformas constitucionales, vía cambios de estilo) ha sido considerado despectivamente por buena parte de la oposición como un asunto «político» y no como la conditio sine qua non para el tan deseado despegue hacia una sociedad moderna.



La Concertación, por falta de brío, de imaginación, de astucia o sencillamente por miedo a mover la foto, ha sido incapaz de expurgar el legado constitucional de sus graves excrecencias autoritarias. Más aún, éste aparece como un tema siempre postergable y supeditable a otros asuntos por lo visto más urgentes. Es curioso que ante la reciente encuesta que refleja la caída del aprecio ciudadano por la democracia, no se observe que la creciente desafección se produce respecto a una democracia intervenida; que la indiferencia de los jóvenes respecto al sistema tiene que ver con esa intervención que tanto confunde y opaca las realidades políticas e institucionales del país.



La situación de precariedad política, la conciencia, para muchos tan dolorosa, de vivir una ambigua institucionalidad ha bloqueado las potencialidades de desarrollo de la alianza de gobierno, ha mermado paulatinamente sus iniciativas de reflexión, de innovación, de propuestas e ideas vivas y movilizadoras.



Esa misma infertilidad es la razón por la que algunos de los intelectuales y dirigentes oficialistas miran cada día más hacia el lado. No se trata de la legítima y necesaria tarea de renovar, criticar o incluso de cambiar derechamente de ideas. Se trata de algo muy distinto: se está produciendo un silencioso paso de personajes concertacionistas hacia los territorios de sus tradicionales adversarios políticos, donde se mezclan simbióticamente con ellos; se dan señales esquizofrénicas de que se está con los propios, pero también con los otros, de que se abraza públicamente a los de allá, para pretendidamente ayudar a los de aquí.



Se aboga sotto voce por un nuevo pacto nacional implícito, que vaya mucho más allá de los consensos de 1989. Se quiere cerrar la transición con un abuenamiento generalizado sin distinciones. «Todo el mundo es güeno», según el título burlesco de una película española de los años 70. Se ingresa, así, en el ritual de la cama redonda, en el ceremonial interminable de las complicidades.



En estas circunstancias, volver al momento fundante y a los objetivos originarios creo que resultaría muy clarificador y productivo, de cara a establecer horizontes de democracia, de progreso y de pública decencia.



Para completar el actual panorama, habría que tratar ahora del momento político de la oposición ante la campaña. Pero este argumento es complejo y, como la campaña es larga, habrá oportunidades para tratarlo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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