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La caída de los edificios que rascaron el cielo


La energía del dólar llevó a esta ciudad a convertirse, además, en el gran centro de la cultura y la técnica. En 1939, mientras en Europa se desataba la guerra, en Nueva York se inauguraba la Feria Mundial Construyendo el mundo de Mañana, una gran celebración de la tecnología y la industria modernas. La capacidad de construir futuro se había desplazado desde el Viejo Mundo arrasado, a la nueva ciudad pujante.



La Meca del imaginario moderno



Marshall Berman hace notar que esta ciudad, por ser centro mundial de comunicaciones y teatro que tiene como público a todo el mundo, adquirió una fuerte carga simbólica. No fue concebida sólo para responder a necesidades materiales inmediatas, sino para mostrarle al mundo lo que es capaz de construir el hombre moderno, y cómo puede ser imaginada y vivida la modernidad.



Gran parte de las construcciones más distintivas de la ciudad fueron diseñadas para cumplir con esta doble finalidad funcional y simbólica: el Central Park, el puente de Brooklyn, la Estatua de la Libertad, y desde luego muchos de los rascacielos de Manhattan.



La leyenda bíblica de la Torre de Babel enunció la ambición humana de levantar obras que alcanzaran el firmamento, lo que finalmente se consiguió con la ingeniería moderna. El nombre genérico de estos edificios que pretenden rascar el cielo, tiene algo de profanación de un espacio inalcanzable.



Nueva York se convirtió en el paradigma del nuevo paisaje urbano vertical, en un mundo secularizado, donde los encumbrados edificios son las nuevas catedrales que no dejan ver el cielo. La imagen de la iglesia de San Patricio, miniaturizada por las torres financieras de la ciudad, es elocuente.



La elevación desmedida siempre lleva aparejado el peligro de la caída. Ciertas escenas del cine mudo de los años 20 parecen hechas para conjurar el vértigo. En las comedias bufas son frecuentes las situaciones en que cómicos como Laurel y Hardy hacen piruetas y equilibrio entre las vigas alzadas por grúas en un edificio en construcción, o de Harold Lloyd, colgando de los punteros de un reloj en la cúspide de un rascacielos.



Selva de símbolos



En su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire, Berman indica que la acumulación de tanta construcción con carga simbólica, terminó por hacer de Nueva York una selva de símbolos y simbolismos, «que luchan interminablemente entre sí por el sol y la luz, se esfuerzan por aniquilarse unos con otros y desvanecerse juntos en el aire.»



En los años 30 aparece Robert Moses, el mayor constructor de formas simbólicas del Nueva York en el siglo XX. Sus obras tuvieron un considerable impacto destructivo. Moses actúa en un momento en que el auge de la industria automotriz y la difusión del automóvil exigían una remodelación de la ciudad. Entonces, las autopistas se abren camino a hachazos, arrasando barrios residenciales antes apacibles. Moses rompe el mundo de los neoyorquinos, en nombre de los valores de renovación permanente de los mismos neoyorquinos. Convierte el hermoso barrio del Bronx en un paisaje de «ruinas sublimes», de «decenas de manzanas en que no hay nada más que desperdicios y ladrillos rotos» – apunta Berman.



Las escenas de las ciudades europeas devastadas por los bombardeos, parecen reproducirse en ciertos sectores de Nueva York, machacados y triturados por la dinamita y la maquinaria pesada de las empresas de demoliciones.



«Como de costumbre en Nueva York, todo se derriba antes que hayas tenido tiempo de tomarle cariño», escribió James Merrill.



Destrucción anómala



El impacto del atentado contra las torres gemelas tuvo inusitadas resonancias y amplificaciones, no sólo por la cantidad de víctimas que produjo. Las guerras imperiales de los Estados Unidos han exigido sacrificios más grandes que ese. Tampoco porque atacó a uno de los pocos emblemas de la modernidad que sobresalían en medio de la selva neoyorquina de símbolos, sino porque lo hizo a través de la infiltración de hombres de una cultura premoderna, que usando medios tan rudimentarios como cuchillos, lograron destruir rascacielos, que son el paradigma no sólo de la solidez sino también de la prosperidad… y de la solidez de esa prosperidad.



Todo en esta operación fue anómalo. Hasta ahora Nueva York se autodestruía permanentemente por su propia dinámica de aniquilación y renovación, no por una intervención violenta de ese oscuro mundo arcaico, al que se consideraba remoto, pastoral, salvaje, recluido en sus arenales y aldeas de la montaña, y excluido de la Meca de la Modernidad.



Pero además el ataque se extendió hacia otro de los triunfos simbólicos del mundo moderno: la derrota de la distancia, el vuelo seguro y cómodo en avión. La imagen publicitaria del avión volando sobre una ciudad a la que se identifica por sus edificios o monumentos emblemáticos, se cambió ahora por la del avión embistiendo esos hitos urbanos.



La solidez de los edificios que llegaban hasta el cielo servía, además, para compensar la imagen inestable del otro soporte de la prosperidad: el juego de las bolsas de comercio. El atentado mostró que las dos cosas pueden derribarse con el mismo soplo.

Mientras tanto, casi como imágenes reflejadas en un espejo de los rascacielos neoyorquinos, habían aparecido otros que incluso los superaban en altura, en Malasia, Hong Kong, Singapur y Shanghai. Cuando cayeron las torres de Nueva York, muchos esperaron que sucediera lo mismo con estos lejanos reflejos especulares, los que, por el contrario, se mantuvieron en pie. Tal vez la Meca simbólica de la modernidad, que en 1939 se desplazó desde Europa a Nueva York, se traslade ahora a alguna ciudad del oriente lejano.



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