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La cuarta vuelta


La franja electoral de televisión demuestra que el rey está desnudo: se ha llegado al grado cero de la comunicación política. Esta ensalada de mensajes urgidos, de quejas, de desafíos al aire, de buenas intenciones ha llegado a neutralizarse a sí misma. Tras su contemplación, queda un hastío y un vacío mental muy bien representado por el fondo negro y funerario que inicia y cierra el espacio.



En medio de este fárrago de propaganda, destacan las continuas apelaciones al «cambio de Lavín». Esta expresión es repetida con éxtasis neófito por los candidatos de la UDI y por sus fervorosos partidarios. El alcalde de Santiago sigue trabajando su exitosa imagen de hombre bueno, siempre dispuesto a poner la segunda mejilla.



Ante las objeciones que se le hacen, él responde con una estratégica paciencia de santo, macerada probablemente en lecturas espirituales y en el estricto monitoreo de creativos muy bien pagados: a Dios rogando y con el mazo dando.



¿En qué consiste el prometido cambio de Joaquín Lavín? ¿por qué es tan seguro que este personaje vaya a contentar ecuménicamente a pobres y ricos, a católicos y evangélicos, a ocupados y desocupados? ¿por qué la historia chilena de este próximo cuatrienio tendría que ser la alfombra preparatoria para el advenimiento de su feliz sexenio?



Lavín ha obtenido éxitos notables en estos últimos nueve años. Después de su fracaso como candidato parlamentario en 1989, aceptó competir en 1992 por la alcaldía de Las Condes y, cuando la obtuvo, entendió que su cargo constituía una magnífica vitrina ante todo el país.



Hizo de sus ensayados gestos públicos un imán para los medios de comunicación y elevó la seguridad a argumento central de su imagen ante la ciudadanía. Los escarabajos rojos, los botones pánico, los convenios especiales con Carabineros, las denuncias contra la mano blanda de la justicia nutrieron caudalosamente su curriculum. En muy pocos meses apareció como el hombre providencial, el que hacía cosas para la gente y no para los políticos, el que no se entrababa en las pequeñas peleas partidarias, el servidor público veinticuatro horas al día.



En 1993, cuando, gracias a su influencia Carlos Bombal derrotó ampliamente a Andrés Allamand y la decé Eliana Caraball quedó fuera del parlamento, Lavín respiró feliz. Aquella noche, con el fondo de los triunfantes bocinazos de la avenida Apoquindo, proclamaba: «Esto es historia. Queríamos una primera mayoría de Bombal en Las Condes, para llevar a cabo un proyecto modernizador, con ideas nuevas, con democracia vecinal. La hemos logrado e incluso ha salido también Andrés Allamand». Desde ese momento Lavín, en la derecha, transforma en votos y optimismo todo cuanto toca. Cuando en 1996 obtiene más del 77% en las elecciones municipales, quedó ungido como candidato a La Moneda.



Sin embargo, sometidos a una consideración algo cuidadosa, estos éxitos tienen mucho más de mediático que de real. Surge aquí esa confusión tan actual entre lo público y lo publicitario. De hecho, los pretendidos logros en la seguridad ciudadana de Las Condes tienen mucho de bluff. A pesar de los recursos económicos, del apoyo empresarial, de la colaboración de los medios, la curva estadística de la delincuencia en Las Condes siguió el mismo curso que en las otras comunas de Santiago.



Pero la fama del Lavín-Giuliani, del sonriente superman del barrio alto, campeón contra la delincuencia, ha permanecido casi sin fisuras. Los ciclos establecidos por las cifras del delito en el conjunto del gran Santiago, se repiten casi idénticamente en Las Condes. Por lo tanto, no hay ningún logro especial: el asunto ha sido mucho más una operación publicitaria que una real victoria. Pero el nombre de Lavín sigue vendiendo y su efecto de halo tan cuidadosamente construido, tiene cuerda para rato.



Es extraño que sobre fundamentos tan dudosos se esté desarrollando gran parte de la carísima campaña de la Alianza por Chile. Lavín representa, más o menos explícitamente, la aparente unión del liberalismo privatista y del estado nodriza, del dogmatismo católico y el pragmatismo político, de Dios y el mercado. Bajo estas sugestivas combinaciones de un astuto populismo, la derecha, y especialmente la UDI, se sienten imbatibles.



Por primera vez en medio siglo, el conservadurismo chileno (bajo la forma de una modernidad tecnocrática y pretendidamente apolítica) avanza hacia una amplia ocupación del poder político, ya que el económico y mediático lo tiene de sobra. Los tres primeros rounds (las dos vueltas de la elección presidencial y los comicios municipales) resultaron para esta derecha renovada muy promisorios. Ahora se ha entrado en el cuarto impulso que va a consagrar al gremialismo como la fórmula emergente del éxito.



La Concertación tiene cuatro años para prepararse y salvarse del asedio final. Para eso necesita una estrategia propia y propositiva. De todas formas, parece que vamos a seguir viviendo, hasta el año 2005, la campaña presidencial más larga de la historia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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