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Añeja profesión de fe: me declaro católico

Cuidado con el burgués gentilhombre que reserva para otro mundo la felicidad y la justicia. Nada de morales de borrego que crean razas de sometidos y escriben silabarios que lanzan basura en el origen humano e inmediato de la vida que es nuestra bendita sexualidad.


«No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague», nos enseñó Tirso de Molina. El plazo llegó, y cosas de esta rara modernidad chilena, deberemos hacer profesión de fe ante el Estado. Este miércoles, en nuestro hogar, seremos consultados acerca de la fe que profesamos. Es el Censo estatal que irrumpe en nuestra intimidad familiar y de conciencia y nos pregunta: Es tiempo ya que lo confiese: ¿católico, cristiano, agnóstico, ortodoxo, ateo, judío o musulmán?



Tras larga meditación, contestaré que católico pretendo ser. Cuando lo haga no pensaré en las misas a las que asistí, los dogmas que aprendí ni en papas, cardenales y teólogos. Tampoco reflexionaré acerca de divorcios vinculares, celibatos obligatorios, sacerdocios femeninos, monarquías electivas ni centralismo romano. Y tampoco en esa larga historia de santos y villanos que es la historia del catolicismo. Iglesia santa y pecadora. No, todo eso me parecerá «humano, demasiado humano». Demasiado lejano también.



Mas bien será el momento de la confesión de mis amores y traiciones. Retornarán a mi corazón los recuerdos imborrables y las sublimes verdades.



Mi verdad será la del niño que fue bautizado sin que nadie le preguntara en qué iglesia debía serlo. En todo caso, no condeno a mis padres por ello. Si me hubiesen preguntado esa primaveral mañana, no habría entendido nada. Aún no me habían regalado la lengua ni la razón occidental y latina. En el día de mi bautizo mis padres, como a su vez sus padres y los padres de sus padres, me introdujeron en una tradición judeocristiana que viene marchando desde Ur de Caldea, hace casi 4 mil años.



Es la tradición cristiana abierta al mundo por el judío de Jesús. Tradición que al separarse de sus hermanos mayores, los judíos, se quiere católica y universal por Pedro y Pablo. Tradición que viene marchando muchas veces sola y a pie con Clemente y Orígenes, Agustín y Tomás, Francisco, Domingo y Catalina, Teresa y Juan, Ignacio, Bartolomé, Fray Escoba y los otros, todos los otros y todas las otras. Sobre todo por todas las otras.



Esa es la sublime verdad. Mis padres, violentando la más elemental de mis autonomías, un día cualquiera me hicieron católico. ¿Por la gracia de Dios o para alegría del demonio? No lo sé. Lo dirá la historia relatada por mis hijos, amigos y enemigos. No yo (aunque ya con temor y temblor espero juicio) La decisión final y la Verdad sean reservadas a Dios. Y que cada uno de nosotros afirme con fortaleza su verdad, por humilde, precaria y pequeña que ella sea. Y entre más humilde, más verdadera.



Sí, y para horror de los amantes de todo lo nuevo, al declarar solemnemente en el Censo que pretendo ser católico recordaré que soy hijo de una nación de muertos. Es a mis antepasados a los cuales me debo. Sin ellos no tendría nombre ni apellido, patria ni destino, lengua ni sentido, ideología, religión ni credo.



Por cierto, señores modernos, les diré que agradezco a Kant, Marx, Nietzsche y Freud que me hayan enseñado que debo sospechar de mis razones religiosas. Nada de andar probando que Dios existe, pues si nuestra mente fuera capaz de ello, lo convertiríamos en teorema. Zubiri lo enseñó y Rivera me lo contó.



Cuidado con el burgués gentilhombre que reserva para otro mundo la felicidad y la justicia. Nada de morales de borrego que crean razas de sometidos y escriben silabarios que lanzan basura en el origen humano e inmediato de la vida que es nuestra bendita sexualidad. Anatema para los que hacen del catolicismo religión de menores de edad que andan buscando padres, tutores e inquisidores que tomen las decisiones por uno.



Y gracias a Lutero, que nos obligó a sacudir a Roma de todo lo que la hacía Babilonia contemporánea. Gracia a Bonhoeffer, que nos enseñó que el cristiano o resiste o se somete. He ahí el dilema cuando el mundo se hace campo de concentración. Gracias a los que no gustan de jerarquías romanas e instituciones eclesiales y que nos enseñaron una hermenéutica bíblica más libre, una desmitologización de lo sagrado y una teología política más liberadora.



Y así fue madurando mi fe. Esta larga profesión de fe llega al momento del recuerdo emocionado y fundacional. Cuando en mi juventud llegó la hora de las confirmaciones, ya era tarde para mí. Había escuchado a Raúl Silva Henríquez hablar de opciones preferenciales por los pobres y de tiranías que debían ser combatidas por amor al hombre y la mujer, dignidad, libertad y derechos. Trabajar duro por la buena sociedad, por amor de su nombre.



Ya había oído y visto al anciano de Clotario Blest hablar de luchas sindicales y cristos obreros. Y yo, burgués como era y soy, sentí y siento vergüenza. Los jesuitas me hablaron de un hombre, Ä„un hombre! que junto con recoger niños debajo de los puentes, levantar hogares para los preferidos de Dios, organizaba sindicatos cristianos y hacía sociología religiosa que denunciaba sobriamente la hipocresía de un país que se decía católico.



Si me dice que de esa iglesia queda poco, les digo que no lo creo así. Y aunque así lo fuera, ello sería invitación poderosa para volver a levantarla y volver a creer a pesar de todo. Que esa es la esencia de la esperanza cristiana que la separa de la ilusión griega. Esperar trabajosamente… a pesar de todo.



Esa es la tradición religiosa a la quiero pertenecer, libre y maduramente. Es religiosa, pues quiere volver a ligar, re ligar, a los hombres y mujeres con Dios. Es religiosa pues busca volver a religar y solidificar, hacer solidaria, a la humanidad entre sí. Es religiosa pues ansia religar la sinfonía que es la naturaleza, la coalición de los seres vivos. Unir en el universal concierto de paz que fue y volverá a ser la creación.



Profesión de fe de inicio de milenio realizada en el confín del mundo.



* Abogado y cientista político, director ejecutivo del Centro de Estudios del Desarrollo (CED).



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