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La responsabilidad ciudadana en la crisis argentina

La ciudadanía resignó su rol soberano y se alejó de la cosa pública. La clase política, con caudillismos y populismos, no se interesó mayormente en abrir compuertas a la participación social, pero tampoco existió conciencia cívica en la gente para exigirla.


En el desarrollo de la crisis argentina se ha podido constatar que la población que salió a las calles, que tumbó a De La Rúa y que mantiene en la cuerda floja a Duhalde es una comunidad que, además de descargar iras en la clase política, debe asumir responsabilidades propias por las causas profundas de la situación actual.



En los últimos 40 años, Argentina fue degradando su sistema social por el efecto de profundos períodos de populismo y autoritarismo. Cuando recupera la democracia al inicio de los ’80, la economía ya arrastraba el costo de la recesión vivida durante el período de Martínez de Hoz y el trauma posterior a la guerra de las Malvinas. La democracia, en vez de abrir compuertas a la participación social, generó cualitativamente una brecha creciente entre la civilidad y la clase política.



Vale la pena recordar que Raúl Alfonsín fue afectado por asonadas civiles y saqueos. Cuando el gobierno de Carlos Menem se trasladó del populismo peronista al liberalismo más ortodoxo, el país se sumió en un extendido individualismo. La civilidad, con excepción de algunas organizaciones que pusieron una señal ética en la sociedad argentina -como las Madres de Plaza de Mayo- en general careció de voluntad y compromiso con la cosa pública, resignando la política en manos de grupos de poder que actuaron de manera inconsulta, imponiendo las privatizaciones como ingrediente principal del modelo económico neoliberal.



Es así como en Argentina fue demolida, en una acción de shock, la concepción de Estado Benefactor que impulsó el justicialismo en su período fundacional, dejando paso a la irrupción del modelo liberal con la complacencia de la mayoría ciudadana. Sin embargo, este cambio no fue asumido a nivel empresarial y sindical, que siguieron viviendo con la nostalgia del Estado proteccionista de los ’60.



Los ejes del poder en Argentina habían sido los militares, el sindicalismo peronista y los terratenientes de la economía agraria tradicional. Estos sectores sociales fueron determinantes en todos los procesos políticos desde la segunda mitad del siglo 20.



Un elemento de juicio que explica la tendencia al individualismo fue el miedo enraizado que dejó en la sociedad el período de las dictaduras militares, cuando fue aniquilada una juventud intelectual que aportaba, en su mayoría, utopías de justicia social y que en algunos sectores asumía la tesis y la praxis de la lucha armada.



El poder militar avaló el populismo peronista con una visión de nacionalismo económico. Posteriormente adscribió a la Doctrina de la Seguridad Nacional, y fue verdugo de los sectores progresistas en la época de la guerra sucia. Más tarde, el poder militar tuvo que ceder el poder a los civiles luego de la traumática derrota militar bajo responsabilidad de Leopoldo Galtieri.



Para los poderes económicos que controlaban una economía agraria altamente concentrada con un comercio exterior manejado en el siglo pasado por los ingleses y actualmente por corporaciones multinacionales, el sistema político importaba sólo en la medida que custodiara bien sus intereses. El sindicalismo, en tanto, era manejado por camarillas mafiosas al mejor estilo norteamericano, y se encontraba casi sin influencia ideológica de izquierda, porque esos sectores, principalmente universitarios y de clase media acomodada, fueron víctimas de la cruenta y despiadada acción de represión durante la guerra sucia.



El discurso peronista, adaptándose a las circunstancias, sirvió para fundamentar en distintas épocas posturas de izquierda o de ultraderecha. Agréguese a este cuadro un sector industrial que nació al alero de un nacionalismo económico que tuvo que enfrentar en la última década el desafío de la integración con Brasil, el socio gigante de Mercosur.



Así, en breves trazos, podría delinearse Argentina con estos ejes de poder interactuando en un modelo de país que tenía como guía principal los estilos de vida europeos. Súmese a esto, como telón de fondo, el fenómeno de corrupción inundándolo todo.



Constatación de hechos: La ciudadanía resignó su rol soberano y se alejó de la cosa pública. La clase política, con caudillismos y populismos, no se interesó mayormente en abrir compuertas a la participación social, pero tampoco existió conciencia cívica en la gente para exigirla.



Argentina vivió el «no te metás». Altos abstencionismos en las elecciones así lo demuestran. El ciudadano se convirtió de animal político en un ambiente republicano, en cliente, consumidor y destinatario de campañas mediáticas en donde se promovían productos políticos prefabricados por asesores de imagen. De los temas de fondo, de la venta de empresas en oscuros procesos, nadie dijo nada.



Por lo tanto, la civilidad cayó en la trampa del consumismo. Se repitió la época de la plata dulce de fines de los ’70. Preocupados de consumir, endeudados premeditadamente por el sistema, los argentinos se encontraron de pronto con la expropiación, con el desfalco patrimonial. Y salieron a la calle de manera espontánea, articulando de a poco, a medida que se tocaba fondo, una extemporánea reflexión ciudadana.



Lo primero fue disparar contra la clase política, pero se olvidaron de que grandes mayorías eligieron y reeligieron casi sin discusión a quienes aseguraban un nivel de ingresos adecuado para seguir siendo la clase media más amplia de América Latina. Pocos se acordaron, sin embargo, del compromiso tributario. Argentina se recuperaba de noche de los que le robaban de día.



La viveza criolla dificultaba aplicar sistemas de fiscalización. Los inspectores de impuestos constataron, al cruzar bases de datos de las propiedades de los principales barrios residenciales, que profesionales independientes, comerciantes y empresarios eran tributariamente indigentes, ya que sus declaraciones de renta no existían en los sistemas. Largas décadas de inconciencia colectiva, de irresponsabilidad ciudadana, llevaron al país a tocar fondo.



El debate político careció del nivel adecuado como para educar cívicamente a las nuevas generaciones. Al terminarse las dictaduras militares de la época, la democracia formal fue organizando una parafernalia que tendía al aprovechamiento exhaustivo del poder en beneficio propio o de grupos que habían financiado las campañas de los políticos. Una trastienda de compromisos que se desarrollaban al mismo ritmo que la percepción de impunidad se extendía y corroía las bases éticas de la república.



El mea culpa es tardío. No se trata de denostar a las dirigencias políticas, sindicales y empresariales. Se trata de que alguien quiera y pueda asumir la vacancia de liderazgo en todos los ámbitos, con una visión renovadora y fundamentalmente ética.



Los caceroleos se parecen mucho a la actitud visceral de las barras bravas. Para salir del pozo se necesita mucho más que eso: es imprescindible articular un liderazgo de ideas, redes de personas que se comprometan para asumir el rol de servidor público y, sobre todo, manos limpias para recuperar la confianza y proponer un proyecto de país de largo plazo en el cual las generaciones actuales sólo pueden esperar sacrificios.



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