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En contra del ciudadano-consumidor, a favor de la racionalidad política

Según mi parecer, ambos libros no pueden meterse en el mismo saco. El de Pablo Halpern ya lo comenté: dije que me parecía trivial y equívoco. El de Eugenio Tironi me parece interesante y equívoco.


En las últimas semanas, dos importantes cultores del marketing político han publicado sendos libros. Como era de esperar, sus lanzamientos han demostrado el profesionalismo de ambos autores, pues las ceremonias se han realizado en los escenarios adecuados y han asistido las personas que era necesario que estuvieran.



No basta escribir un libro: hay que crear el espectáculo adicional de su puesta en órbita, de manera que la televisión y las páginas sociales de los diarios y revistas no puedan resistir la tentación de registrar el acontecimiento.



Según mi parecer, ambos libros no pueden meterse en el mismo saco. El de Pablo Halpern ya lo comenté en otro medio periodístico: dije que me parecía trivial y equívoco. El de Eugenio Tironi me parece interesante y equívoco.



Son libros distintos en cuanto a complejidad y calidad analítica, pero comparten un atributo que consiste en que ambos autores describen los cambios de los chilenos con la aparente neutralidad de un observador no comprometido (en este aspecto, Halpern es mucho más consistente en la frialdad que Tironi, cuya pasión analítica lo traiciona de repente), cuando en realidad están hablando de cambios que valoran, desean, y que de no existir harían lo posible por provocarlos.



El equívoco se hace más intenso porque tratan de convencernos, como inocentes palomas, de que son simples analistas de una realidad que se ha producido al margen de sus voluntades, pero a la cual hay que tomar en cuenta para no quedarse al margen de la historia (que en su relato se parece bastante a una historieta). Pero en realidad se trata de cambios en cuya gestación han participado activamente.



Además, el acto de escribir estos libros, carentes de todo juicio crítico sobre procesos que trivializan la democracia y abren camino a fenómenos de ilusionismo político -como el de Lavín- contribuye a justificar esa cultura política.



Creo que es perfectamente posible invertir las hipótesis centrales de estos autores. La política que en la actualidad se practica no es el resultado de la aparición de los «nuevos chilenos» o de la conversión de los ciudadanos en consumidores, sino del carácter de la oferta predominante. Tironi y Halpern piensan que los ciudadanos chilenos se han convertido en consumidores de productos políticos, frente a los cuales una parte importante de ellos actúa como si se tratara de champú o pasta dentífrica.



¿Y si el asunto fuera al revés? Eso significaría que lo que en realidad ocurre es que los Tironi y Halpern que pululan en torno a los políticos los han conducido a generar una oferta donde solo la imagen proporciona el contenido, y donde el discurso no puede adoptar la forma de una argumentación racional, porque -como dice Tironi- no cabe en el formato de la televisión. Son los partidos y sus candidatos quienes, acogiendo las sugerencias de estos analistas simbólicos y estrategas del marketing político, les ofrecen a los ciudadanos una política-espectáculo en la cual las ideas solo se emplean cuando caben en el formato del spot publicitario.



Los Tironi y Cía. se han convertido en quienes definen la manera correcta de hacer campañas políticas, y han sido seguidos como corderos por los candidatos de la casi totalidad de los partidos. Creo en verdad que esta inversión de la hipótesis de los Tironi y Cía. explica una parte de la realidad. Ellos están jugando un papel decisivo en la definición de los formatos de la política, reforzando la banalización imperante y el peso decisivo de la imagen, contribuyendo con sus discursos, que pretenden apoyarse en evaluaciones científicas de la opinión publica, a estigmatizar la política ideológica y programática.



Es posible que sea por el primado de los Tironi y Cía. que muchos chilenos se niegan siquiera a inscribirse en los registros electorales, porque el formato que ellos han impuesto no les seduce ni les hace sentido.



Pero aunque la hipótesis de Tironi y Halpern fuera la adecuada y los cambios culturales generales de la sociedad se hubieran trasladado por sí solos al terreno político, produciendo entre los electores conductas de consumidores, se trata de una evolución que es necesario combatir. Esa transformación constituye un peligro para la democracia, pues produce un tipo de cultura política que no permite el desarrollo de sus potencialidades.



El valor de la política es que por dirigirse al ciudadano, debe basarse en la argumentación racional. El ciudadano es el «hombre político» de Aristóteles, un ser preocupado de lo público y que pretende participar de manera reflexiva en las decisiones sobre la sociedad.



La política democrática debe recurrir a la racionalidad: en eso consiste su potencialidad. Al hacer eso, la política se convierte en una fuente constante y permanente de educación cívica de los ciudadanos. La potencialidad de la democracia consiste en que si es practicada como deliberación, convierte al ciudadano en alguien capaz de razonar sobre los asuntos cívicos.



El ejercicio de la democracia, especialmente durante las elecciones, que son los momentos en que se toman opciones, debe ser concebido como un proceso de educación de la razón cívica. Participando en ellas, ciudadanos que tienen diferentes niveles iniciales de educación formal se hacen equivalentes en su capacidad deliberadora, y en la valoración de los fines más aptos para realizar propósitos de desarrollo y equidad.



Pero cuando la democracia trata al ciudadano como consumidor en lugar de sujeto deliberante, deja de apelar a su racionalidad cívica. El consumidor se guía por motivaciones en las que se combinan deseo, gusto y cálculo instrumental. Se trata de elementos muy distintos de los que se vinculan a la racionalidad del ciudadano.



Cuando se trata al ciudadano como consumidor se corre el peligro de potenciar sus aspectos más irracionales. Las actuales formas de hacer política, en las que un candidato busca seducir por su apariencia física, donde se evitan las discusiones programáticas argumentando que «aburren a la gente» y donde las ideologías son consideradas pecaminosas, están fomentando el irracionalismo político.



Para volver a las tesis de los Tironi y Cía: supongamos que tienen razón y que los ciudadanos quieren y buscan (para decirlo de la manera más fuerte) ser tratados no como sujetos deliberantes, sino como consumidores. Si eso fuera un efecto autónomo y no en gran medida un efecto de la sedimentación de las maneras de hacer política que han predicado y practicado los analistas simbólicos y estrategas de marketing, habría que evitar la complacencia que demuestran nuestros autores. Conduce a formas perversas de la política, en las cuales las ilusiones sembradas por los demagogos tienen todas las posibilidades de imponerse, porque apelan al deseo más que a la razón, y por lo tanto, a formas manipuladoras.



En esta forma de actuar se pierde el potencial educativo y de autodesarrollo que tiene la política democrática deliberativa.



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