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Cómo celebrar el 5 de octubre


Los comienzos del debate con que el gobierno quiere preparar otro aniversario del plebiscito de 1988 dejan bastante que desear. Hay frases viejas y desgastadas que dicen que el poder nubla los sentidos; para usar la siutiquería de moda, podría decirse que el palacio obnubila los sentidos.



Para empezar, creo que sería bueno resucitar los textos de lo que se dijo y prometió en ese histórico momento en que un grupo de personas resolvimos recuperar seriamente la condición de ciudadanos. No sé cuál será el balance exacto de la comparación entre lo dicho y lo hecho.



Lo que podría suceder es que caigamos en una de esas celebraciones truculentas de las que está plagada nuestra epopeya, más bien fijada en lo que hace a desastres y derrotas: la huída de Rancagua (desastre), la otra de Yerbas Buenas (sorpresa), el hundimiento de la Esmeralda (combate), y no sabría cómo llamar a esta eterna transición que ahora quieren concluir con «reformas» a una constitución a la cual, cuando fue promulgada, todos sus adversarios de entonces declararon vergonzante, ilegítima e incluso epítetos de grueso calibre.



Si pudiéramos comparar esto de «reformas» con nuestra epopéyica derrota de Iquique, sería como si las fuerzas chilenas en lugar de capturar al Huáscar y fondearlo por mas de 100 años en Talcahuano se hubieran conformado con sacarle unos palos de la popa para guardarlos en algún museo, permitiendo que siguiera siendo el señor de los mares del sur hasta le fin de sus días.



Ese texto que se urdió a espaldas de toda la ciudadanía tiene una estructura de contenido que lo hace profundamente contrario al sentido mismo del concepto de ley que nace junto con la Carta Magna, considerada comúnmente como el primer instrumento de protección ciudadana ante la fuerza de los detentadores del poder.



Su masa teórica proviene de una concepción de la historia que parte de una visión atomizada, politizada, retardataria y no sociológica de la historia propia del sujeto al que está aplicada, es decir, el pueblo de Chile, o el Soberano, como se solía decir en épocas de juristas efectivamente republicanos.



Se saltaron incluso los conceptos de Valentín Letelier en sus dos obras de mayor contenido, La Génesis del Estado y La Génesis del Derecho.



Obsérvese que estamos hablando de un debate de tiempos pasados, y que estas discusiones han sido del todo superadas en «las naciones cultas» como decía el autor citado mas arriba.
Naturalmente, en un país del siglo 21 los problemas y la dimensión de los mismos son diferentes, más aún en la época de la revolución informática.



Se quiere subordinar la fuerza armada al poder presidencial. ¿Estamos todavía por el aumento de los poderes unipersonales? ¿No debería ser otra la discusión y empezar a pensar en una nueva república que contenga los gérmenes esenciales del proyecto país? ¿Es posible que hayan monarquías de ciudadanos y repúblicas de súbditos?



Se quiere eliminar los senadores designados y ampliar las áreas electorales de esa misma Cámara, ¿pero y el debate sobre el poder real del Parlamento, la representación de la soberanía popular, la necesidad de la total separación de los poderes del Estado y no el chiste de colegislativo que tenemos hoy, todo eso se va a subrodinar a una reforma menor?



Ä„No señor! Déjense de payasadas y leseras. Empecemos a hablar de una nueva Constitución, nacida de una Asamblea Constituyente, con participación de todos y no solo de los partidarios entusiastas y los resignados del sistema, con leyes electorales que no dejen afuera a nadie y que eviten las alianzas espúreas, para que converjan todas las vertientes del pensamiento que informan la nación chilena.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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