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La reforma en salud y el derecho de las personas

Si nos tomamos en serio el desafío de una reforma en salud que apunte a superar los principales problemas estructurales que afectan nuestros actuales niveles de eficiencia, eficacia y de respuesta a los problemas de salud de la población y a sus necesidades, debemos cuestionar muchos de los paradigmas que han prevalecido hasta ahora.


Aunque reconozcamos que el proyecto del gobierno involucra una serie de iniciativas legislativas y legales que admiten correcciones y perfeccionamientos, lo cierto es que se estructura sobre una idea fuerza que debiera generar en la sociedad chilena las condiciones y el compromiso para asegurar su éxito.



Una reforma centrada en las personas que trascienda lo meramente discursivo y el sentido común ofrece una oportunidad que, de administrarse correctamente, debiera marcar un punto de inflexión en la dinámica con que ha funcionado el sector desde hace varias décadas.



El que una intervención de política pública en salud reconozca a las personas como sujetos de derechos y valore sus legítimas aspiraciones encierra una connotación que va desde la aceptación de la necesidad de producir una transferencia de poder a manos de los usuarios, pasando por la necesaria claridad y distinción entre medios y fines en la definición de sus políticas, hasta la comprensión de lo que Etzioni llama la buena sociedad, es decir, esa en la que priman las personas sobre cualquier otra consideración o interés.



Para que estos buenos propósitos se cumplan es necesario combatir una pesada inercia en el sector salud, que a lo menos se manifiesta en las siguientes convicciones.



La primera de esas convicciones reside en suponer que los problemas y desafíos en salud se resuelven sólo desde la oferta, y por tanto, que todo se reduce en contar con más recursos para aumentar la producción en las prestaciones de salud.



Aun cuando aceptemos que Chile está lejos de alcanzar los niveles de financiamiento en salud que muestran los países de mayor desarrollo, y por tanto, aún tenemos un esfuerzo que hacer como sociedad en este ámbito, lo cierto que es que esta lógica se ha demostrado contraproducente a lo largo de esta década, pues soslaya el hecho ineludible que una gestión eficiente de los recursos y acompañada de una política de incentivos correctos tiene, tanto en el ámbito público como en el privado, un amplio margen para mejorar los actuales resultados en salud.



La segunda convicción que apunta a la inercia afirma que se debe asumir que los problemas de salud, por su naturaleza compleja y especificidad, son de dominio exclusivo de los equipos de salud y más específicamente de los médicos, los únicos expertos. La traducción de este prejuicio se escucha en el Ministerio de Salud de la siguiente manera: «Los economistas no tienen la sensibilidad para entender lo que está en juego ante un problema de salud de las personas» (afirmación de algunos médicos); «los problemas de salud son demasiados serios para dejarlos en manos de los médicos» (afirmación de algunos economistas). Esta lógica maniquea olvida dos cuestiones centrales que están en la base del imperativo de la reforma.



La primera de ellas es el cambio en el concepto de salud y sus determinantes desde el excesivo énfasis en los factores ambientales y de los agentes hacia otro más amplio que releva al huésped, es decir, a las necesidades de las personas que se expresan en nuevas demandas producto de los cambios socioculturales, demográficos y epidemiológicos. Por consiguiente, surgen los llamados determinantes de la salud de la población: políticas públicas, saneamiento ambiental, sistemas de salud, recursos familiares y comunitarios, aspectos conductuales y biológicos.



La segunda cuestión central es la importancia en el funcionamiento de los sistemas de salud que dan cuenta de una parte del resultado del nivel de salud de la población y de su bienestar, la que impone desafíos en la correcta focalización de sus acciones considerando el criterio de costo-efectividad (dominio de salud) y en la eficiencia en el manejo de los recursos disponibles (dominio de gestión).



En definitiva, ambos factores refuerzan la necesidad de asumir que la tarea de salud requiere crecientemente de mayores grados de multidisciplinariedad en su abordaje.



La tercera convicción que lleva a inercia sostiene que el peso de la prueba para lograr los objetivos de eficiencia y equidad en salud recae sólo en el sector público, soslayándose por esta vía la responsabilidad que le compete al sector privado. Ello es particularmente pertinente cuando aceptamos que la salud, por tratarse de un derecho esencial de las personas, debe superar la lógica estricta y limitada del mercado, sobre todo sí reconocemos y valoramos el consenso en torno a la necesidad de construir un sistema verdaderamente integrado (mixto) de salud.



En consecuencia, si nos tomamos en serio el desafío de una reforma en salud que apunte a superar los principales problemas estructurales que afectan nuestros actuales niveles de eficiencia, eficacia y de respuesta a los problemas de salud de la población y a sus necesidades, debemos cuestionar muchos de los paradigmas que han prevalecido hasta ahora y dar un paso atrás en la defensa de intereses corporativos, económicos y sociales para dejarle espacio a las personas y sus derechos.



(*) Investigador del CED, ingeniero comercial y Doctor (c) en Ciencias del Management.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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