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El fracaso y la esperanza

Los seres humanos, finitos y limitados, somos los fracasados por excelencia. Desarrollamos un esfuerzo monumental para vivir y ser felices. Sin embargo, sabemos desde que tenemos razón que todo terminará en nada.


El fracaso constituye la base de la existencia. La tradición judeocristiana parte su relato universal con la historia de un fracaso: el de Dios. El ser omnipotente por excelencia hace surgir de las tinieblas y de la nada la luz y el universo. Es tal la belleza de su creación que descansa feliz al séptimo día, pues vio que lo hecho era bueno. Sin embargo, Dios fracasa con el hombre y la mujer. Ellos se le rebelan y faltan al compromiso asumido. Y Dios siente tal dolor que buscando a Adán pregunta «¿dónde estás?». Y frente al asesinato de Caín lanza al cielo la pregunta «¿Qué has hecho con tu hermano?»



Un teólogo judío razona que Dios, que todo lo sabe, conoce del paradero de Adán y Eva, al igual que del asesinato de Abel. Sin embargo, pregunta. ¿Por qué? Porque no quiere reconocer la magnitud de su fracaso. Ese fracaso monumental que vuelve a experimentar cuando decreta nada menos que un diluvio universal. En la libertad del hombre y de la mujer, que Dios ama, anida el mal en el mundo. Y de ahí el fracaso divino. Hasta aquí este remedo de teología judía.



Y los seres humanos, finitos y limitados, somos los fracasados por excelencia. Desarrollamos un esfuerzo monumental para vivir y ser felices. Sin embargo, sabemos desde que tenemos razón que todo terminará en nada. Que moriremos y volveremos al polvo. Blas Pascal, filósofo católico, lo dirá con fuerza: «El último acto es sangriento, por valiente que sea el resto de la obra; al final, echan un poco de tierra sobre la cabeza, y todo se ha terminado».



Los modernos le tenemos miedo a la muerte. Anestesiamos al moribundo y le decimos «mentiras piadosas». Convertimos a los cadáveres en objetos y los sacamos «por la puerta trasera» de hospitales y sanatorios para que nadie los vea. Le tenemos miedo a la muerte porque le tememos al fracaso. Pero ambos temores son errores monumentales. Sin muerte no hay vida y sin fracaso no hay éxito ni esperanza.



La muerte es un emplazamiento, un plazo fatal, que nos obliga a darle sentido a la vida y a vivirla plenamente. Nuestros días están contados y mientras sigamos viviendo, la vida es una maravillosa oportunidad que cesará en cualquier momento. Cada día es definitorio de lo que hagamos y dejemos de hacer. Definitorio, pero no definitivo, pues sólo la muerte es definitiva, terminadora y terminante. Sólo en la «hora de nuestra muerte» queda decidido qué tipo de vida y felicidad escogimos. Así la vida humana bien vivida surge como un monumento que ningún hombre en el mundo puede destruir. Lo vivido no puede ya ser arrebatado por la muerte.



Del mismo modo, el fracaso nos lleva al éxito si no nos desesperamos y perseveramos en nuestras convicciones y ambiciones trabajosamente elaboradas y labradas. Todo lo grande surge en la tempestad. Ellas hacen nacer héroes y heroínas. Cuando fracasamos sentimos que la felicidad se nos escapa. Algunos caen en la desesperación que es un verdadero descenso al infierno. Y, entonces, anticipan la condenación. «Terminaremos mal» dicen. Cierran la puerta a los sueños y se hunden en el hedonismo, el cinismo o en una angustia desesperada, dispersa, debilitadora, pusilánime, indiferente, triste, mortificadora.



Pero cuando al fracaso oponemos la esperanza surge la vida trabajosa, bella y cansadora. La esperanza dice «terminaremos bien». Pero no porque infantilmente creamos en una descansada seguridad de que poseeremos la felicidad y la justicia en este mundo. Es soberbia no estar dispuesto a realizar ningún esfuerzo y afirmar ilusamente que los más altos fines personales y comunitarios se pueden alcanzar sin trabajo, labor, lucha y dolor.



No, la esperanza afirma que terminaremos bien porque nuestra espera es activa y confiada. Activa, pues el esperanzado no se cruza de brazos, sino que se pone manos a la obra cada mañana. Es, además, confiada no en las propias fuerzas, eso sería presunción fatal, sino que en la creencia en la bondad final de la humanidad o en el juicio final de un Dios bueno y misericordioso.



El fracaso es invitación a mantener la esperanza a pesar de todo. Quien esto escribe sabe bien que el fracaso de ayer es el triunfo de hoy. Y que mañana vendrá otra derrota, para ser sucedida por otra victoria, si aún queda perseverancia y esperanza. Y así sucesivamente hasta la visita definitiva de la «hermana muerte». Y en ese momento de aparente fracaso final, quizás la esperanza será reemplazada por la virtud teologal de una fe justificada. E ingresaremos a una tierra donde no habrá más dolor, fracaso, desesperación ni muerte. Quizás así sea. Creo que bien vale toda una vida jugada a fondo en mérito de ese «quizás».





(*)Director Ejecutivo Centro de Estudios para el Desarrollo, CED.



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