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La idea de un gobierno mundial


La necesidad de avanzar hacia una forma superior de organización política mundial, como garantía de la paz, la libertad y el desarrollo, tiene plena vigencia en estos momentos en que el mundo enfrenta grandes dificultades de los instrumentos políticos y comerciales del orden internacional. Tenemos, entre muchos, dos ejemplos concretos: uno, la impotencia de la ONU ante el problema del Oriente Medio. Otro, el estancamiento de las negociaciones de la OMC para liberalizar el comercio. Ambas cuestiones tienen directa relación entre sí, ya que remiten a lo mismo: la exclusión y la marginalidad de unos respecto de otros. Y en ambos casos, la incapacidad de los organismos del sistema multilateral para canalizar soluciones viables y aceptables por todos.



Este tema fue atención preferente, entre otros pensadores, de Jacques Maritain en sus reflexiones motivadas por el drama de las dos grandes guerras que la comunidad de naciones no pudo impedir. Medio siglo después de escrito El hombre y el Estado, tienen plena vigencia el análisis y las propuestas maritainianas sobre el curso de evolución -o «involución», según se mire- de la organización mundial.



Si bien las causas profundas que dan origen a las crisis siguen y seguirán presentes -porque forman parte de la propia naturaleza humana- el problema es que no se ha encontrado la forma de articular las asimetrías y las inequidades en un proyecto común que las supere en plazos humanamente razonables y, al mismo tiempo, pueda generar un desarrollo comprensivo y no excluyente. De hecho, la gran paradoja del progreso iniciado con la revolución industrial y reafirmado con la revolución digital, que se suponía iban a resolver todos los problemas, es que la gran capacidad de producir bienes y servicios a que se ha llegado -cuyo potencial supera incluso la demanda hipotética de toda la población mundial- produce de manera necesaria una acumulación en un sector de países, y de grupos dentro de los países, y una progresiva marginalidad de los demás.



¿Cómo se explica esta situación y por qué no es posible ponerle remedio en una perspectiva global ?



Lo primero es tener claro que el sistema internacional es sólo el reflejo de lo que los Estados están dispuestos a aceptar que sea. Y ello se mantiene así porque existe, siguiendo la reflexión de Maritain, un problema de concepción básica de lo que es una «comunidad internacional».



Para el filósofo la cuestión esencial está en que se ha extrapolado a nivel internacional la idea de la soberanía de los Estados, como si éstos, en lugar de ser una construcción jurídica, fueran «personas» y en consecuencia dotados como aquellas de derechos naturales anteriores a cualquier estructura. Por lo tanto, si el sistema internacional se sostiene sobre la idea de una agrupación de Estados soberanos, cada uno de los cuales pretende tener derechos inalienables que colisionan necesariamente con los de los demás Estados, no hay posibilidad de llegar a una convivencia equilibrada, que garantice los derechos de todos sin un poder supranacional mundial legitimado socialmente que custodie el bien común, ya que cuando las soluciones no son del gusto de uno de los Estados, éste -que se siente con derechos de persona, y por lo tanto irrenunciables e intrínsecos- no las acata porque lesiona su propia existencia; de ahí la hegemonía de hecho -y en el caso de la ONU de derecho- de determinados Estados sobre otros.



En la convivencia societaria las personas -sujetos de derechos naturales-, junto con construir una cultura cívica que autolimita el ejercicio absoluto de sus derechos, se someten a una organización común -el Estado- que dirime los conflictos y a la que se le entrega el poder monopólico de la fuerza para hacer cumplir lo dirimido. Y está en la base de ese contrato social el que nadie puede estar por sobre la ley, para dar entonces garantía de equidad. Esto se cumple en el caso de las sociedades democráticas.



Pero la cuestión está en que como hemos creado un sistema internacional basado en el relacionamiento de Estados (que son a estos efectos cada uno la representación jurídica de su sociedad frente a otros Estados, pero no la sociedad misma, y por lo tanto no pueden dar cuenta de su diversidad, aunque actúan como si fueran una sola persona, unívoca, arrogándose una soberanía individual única como tal), éstos se colocan en una posición irreductible igual a la de una persona, y a la vez apelan al principio de la soberanía absoluta de la que ni siquiera las personas gozan, ya que éstas redimen parte de su libertad absoluta en función de un bien común, ya sea por propia voluntad o por una coacción cultural y jurídica, lo que los Estados no están dispuestos a ceder. De tal modo que las cuestiones centrales de la convivencia mundial -la paz y el desarrollo- no son posibles de alcanzar en la medida que dependen de decisiones entre Estados con intereses contrapuestos, o al menos divergentes, que cuando se ven en la obligación de ceder su soberanía absoluta y limitar su libertad en cuanto tales, reaccionan en contra de los parámetros del sistema, o acomodan éste a dicha eventualidad para no tener que hacerlo.



Según Maritain -y en esto me parece que ilumina conceptualmente el problema- hay que distinguir entre una teoría «meramente gubernamental» de la organización mundial, y una teoría de la «plenitud política del cuerpo político mundial». En este sentido, de lo que se trata es de que si entendemos por una organización o gobierno mundial un ente que es producto de una analogía del Estado respecto de los individuos extrapolada a la de un super-Estado sobre los Estados nacionales -teoría meramente gubernamental- no sólo no tiene viabilidad por lo antes expuesto, sino que estaríamos generando las condiciones para un superimperio asentado en la fuerza y la hegemonía de los Estados poderosos que terminan por imponerse. Por el contrario, basados en la teoría de la plenitud política del cuerpo político, es decir, radicando como es debido la soberanía en el pueblo, en la sociedad política, podríamos avanzar hacia la construcción de una «sociedad política mundial» o «sociedad política internacional organizada». En ella, el relacionamiento es transnacional entre las personas, sujetos políticos cuyas realidades, vivencias y aspiraciones se encuentran en el hecho natural de ser miembros de la humanidad y, por ello mismo, la lógica para construir un gobierno mundial sería la misma que en una fase de la evolución llevó a la construcción de los gobiernos locales o nacionales: la agrupación natural de personas próximas y con realidades comunes que se dan una organización determinada y que se expresa jurídicamente.



Demasiado audaz, no cabe duda, no sólo en los años cuarenta cuando estos planteamientos fueron formulados por Maritain, sino incluso para este inquietante siglo XXI. Pero la evidencia muestra que el camino que hemos seguido, si bien puede haber sido el único posible, cada vez es menos adecuado a un mundo hipercomunicado y con creciente conciencia ciudadana como lo revelan los movimientos transnacionales de las ONG y tantos grupos contestatarios de esta globalización de escaso protagonismo del pueblo. ¿Por qué sería rechazable desde la racionalidad política más elemental un planteamiento como éste? Sólo lo es desde la lógica del poder máximo vigente, pero si volvemos a las raíces humanas de la organización social, y a rescatar los conceptos de la persona humana, del comunitarismo, de la comunidad de comunidades, es perfectamente imaginable -en un futuro aunque sea lejanísimo- la posibilidad de una sociedad política mundial que se de un gobierno democrático en un estado de derecho mundial. Y no es una utopía -por esencia irrealizable- sino un ideal histórico concreto.



* Embajador de Chile en la ALADI

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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