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Carlos Mesa, entre la ilusión y el abismo


Carlos Mesa es un presidente asediado. El hábil manejo de sus primeros meses de gestión y la alta popularidad que lo acompañan, no pueden ocultar el hecho que la mayoría de las agrupaciones políticas y movimientos cívicos, sociales y gremiales del país desconfían de su conducción y del fortalecimiento de su liderazgo. Está cercado por quienes no avalan los cambios que se avecinan -aquellos que quieren conservar el máximo de prerrogativas y poder- y también por los que buscan profundizar las transformaciones sociales y políticas, radicalizar el proceso de octubre y acrecentar su influencia sobre la sociedad.



El mandatario boliviano está en la mira de los movimientos sociales. Para éstos, este gobierno de transición es apenas una etapa en su «revolución» iniciada en octubre. Para ellos Mesa es más un representante de la vieja clase política agonizante, que del nuevo liderazgo que se pretende construir a partir de la movilización de los excluidos, que en Bolivia suman una mayoría aplastante. Mesa sufre el hostigamiento constante de un movimiento que busca tomarse el poder.



Mesa está especialmente sitiado por la sombra de Evo Morales, por el ascendiente del líder cocalero que se levanta como la principal carta presidencial a corto plazo. Está acorralado por el pragmatismo y la intuición de Morales, por su capacidad para movilizar a sus seguidores, por su organización monolítica y su conducción férrea.



El gobierno convive con la desconfianza de la clase política que recela de una conducción alejada de los partidos tradicionales; de los códigos que rigieron la relación entre camaradas y rivales políticos; de las reparticiones de cargos, cuotas de poder y prebendas estatales que premiaron lealtad y sumisión, templaron los liderazgos díscolos y aseguraron la continuidad en el poder de una elite que institucionalizó la corrupción y el nepotismo. Hoy esa clase política está desprestigiada, oculta en sus últimos y escasos bastiones de poder, pero atenta a cualquier tropiezo del mandatario.



Carlos Mesa está amenazado por la escasa gobernabilidad, por la inoperancia estatal, la desconfianza en la justicia y el desprestigio del Congreso Nacional. La carencia de institucionalidad democrática, la ausencia de canales oficiales de expresión ciudadana y de organismos que contrapesen y complementen la acción del Ejecutivo, genera espacios de incertidumbre y descontento de la población hacia un poder que ven lejano, contrario a sus intereses y demandas más urgentes, y sin la capacidad para articular un plan coherente y eficiente para afrontar la crisis o acompañar al gobierno en su esfuerzo.



El mandatario boliviano está limitado por su propia popularidad, por la forma en que ha construido su liderazgo asimilando su discurso a temas que lo acercan a cierta sensibilidad popular, pero lo alejan de soluciones reales y concretas de corto y mediano plazo a la crisis. Mesa está acorralado por el voluntarismo que le ha impuesto a su gestión, por plantear problemáticas de difícil solución y elevar las expectativas de la gente.



La política hacia Chile y el manejo del negocio del gas responden a esta línea. En ambos casos el optimismo de la población -alentado desde las esferas de gobierno con una política comunicacional agresiva-, por alcanzar una solución satisfactoria a la reivindicación marítima y a la concreción de la exportación, industrialización y distribución interna del gas, genera expectativas que difícilmente podrán ser cumplidas. Mesa está preso de un discurso reivindicativo, políticamente sensible a las demandas de la sociedad, pero que es de improbable y casi nula materialización.



Mesa está arrinconado por las disputas regionales, por las ansias de autonomía de los departamentos más pujantes y la multiplicidad de demandas que se funden con reivindicaciones locales. Santa Cruz y Tarija lideran esta corriente que, bajo determinadas condiciones económicas, sociales y políticas, se puede expandir a Pando y Beni. Además, Chuquisaca -Sucre- reivindica su derecho histórico a albergar el poder legislativo; el Chaco busca separarse de Tarija y convertirse en el décimo departamento; y los movimientos originarios del altiplano resucitan al Kollasuyo, la patria indígena.



La continuidad de Mesa está en entredicho por las reformas políticas -Asamblea Constituyente, aplicación de referéndum popular y fin del monopolio de los partidos sobre la representación ciudadana-, porque son necesarias y justas, pero al mismo tiempo fortalecen la participación de movimientos y agrupaciones que se benefician del sistema, pero actúan contra él y buscan su reemplazo por un incierto modelo, que más se acerca a la anarquía que a las pretensiones revolucionarias de sus promotores.



Mesa está amenazado por su plan económico, sus propias medidas que, aunque moderadas y bien intencionadas, se enfrentan a la inoperatividad de los legisladores para aprobarlas, y al rechazo de empresarios y asociaciones gremiales que niegan la posibilidad de nuevos impuestos para quienes monopolizan las ganancias y los recursos, en un país históricamente dividido entre una pequeña elite poderosa y rica y una gran masa pobre y excluida. Mesa no puede asegurar la eficiencia de sus medidas y propósitos, porque su justeza y asertividad no se mide con parámetros objetivos; está contaminada de intereses pequeños y presiones corporativas.



En definitiva, Mesa está acorralado por responsabilidades propias y ajenas; por la quiebra de un sistema político que, a pesar de todos sus vicios, le dio a Bolivia 20 años de estabilidad democrática; por la suma de expectativas y esperanzas en torno a un cambio radical, a una profundización democrática y una economía participativa que de momento apenas sí se esboza. Mesa está solo en una tarea casi imposible. No cuenta con el respaldo de otras instituciones y su alta popularidad es más la representación del deseo mayoritario de la población boliviana de vivir en paz, de evitar conflictos y muertes como los de febrero y octubre de 2003, que de un apoyo concreto a su gobierno y liderazgo.



El problema es que esta tarea no puede ser completada por un solo hombre, ni un gobierno aislado. Los cambios que se avizoran en el escenario político y económico, la complejidad y profundidad de la crisis dificultan que, sin un pacto social amplio que involucre a todas las fuerzas sociales, políticas y económicas del país, se pueda generar el consenso necesario para garantizar la gobernabilidad y la paz social.



De momento, dicho consenso es imposible. Bolivia sigue cercada por grupos, partidos y líderes que buscan su propio beneficio, antes que el bienestar colectivo; por una visión de país que no termina de cuajar en un molde común, en una idea y un proyecto que unifique criterios y, dentro de las divergencias propias de todo proceso de construcción social y política, acerque posiciones y modifique conductas.



La elite que conduce el país sigue empeñada en una política voluntarista e inviable, inclinada a soluciones populistas y retóricas. Y no se puede culpar a Mesa por seguir una línea similar de conducta y liderazgo, por querer resistir a ese asedio permanente y desgastante, pero tampoco se puede esperar que bajo ese predicamento se alcancen soluciones efectivas, se aúnen esfuerzos y se construya un sistema que recoja las justas demandas de inclusión social, desarrollo económico y estabilidad democrática, a las que la mayoría del país aspira.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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