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La salida boliviana


La visión de un grupo de niños bolivianos, vestidos con guardapolvos rosados, enarbolando pancartas que preguntan «¿Cuándo volveremos a tener mar?», escritas con su letra infantil, me ha contrariado tanto o más que las monstruosas escenas de violencia que ocurren en las ciudades de Irak.



Las fotografías de marchas y caravanas por las calles de La Paz y otras ciudades bolivianas, al cumplirse 125 años del inicio de la Guerra del Pacífico, aniversario denominado como el día del mar, me han inspirado el mismo temor a la violencia que los cadáveres que yacen mutilados sobre suelo mesopotámico.



Una violencia, la oriental, es desatada, furibunda, ciega, insaciable, literal y metafóricamente suicida. La otra, la altiplánica, por ahora no más que un alarde, es aún contenida, aún inocua, pero igualmente descorazonadora. Ambas comparten la misma raíz: un ideal llevado más allá de lo razonable, que juega con las emociones de las masas, que hace flamear el alma nacional como una bandera de lucha.



Si la sensación de despojo continúa hincándose en el corazón de los bolivianos, como ha ocurrido en los últimos meses con especial fuerza, por gestión de autoridades que intentan legitimarse gracias de la vieja querella limítrofe, Chile habrá de enfrentar una guerra con sus vecinos tarde o temprano.



Por ahora, los desequilibrios económicos, y por ende los militares, dejan esa posibilidad fuera del panorama. Pero todos sabemos que los que ahora están arriba, en otro momento de la historia estarán abajo, y en ese preciso momento, cuando Bolivia sea o se sienta poderosa, nos atacará sin miramientos. No tienen miramientos hoy para indicar a Chile con el dedo como el causante de sus penurias; no los tienen para verter en cualquier foro diplomático su despecho; no los tienen para expresar su inquina a toda voz y por todas partes.



Bolivia no ha atacado porque no puede; esa fue mi conclusión al ver la euforia de su pueblo en una conmemoración sui generis, como la que ha tomado lugar en estos días.



¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Algunos culpan a las autoridades de Bolivia. Es innegable que tienen parte en este baile, pero creo que no han hecho más que pulsar donde más les duele a los bolivianos. No es bueno engañarse: Las autoridades de Bolivia «y su pueblo» le tienen rencor a Chile, por sobre las invocaciones de hermandad de los hombres sabios y buenos de ambos países.
Otros culpan a nuestro gobernante y sus asesores de impericia diplomática para manejar la «crisis». Llevo treinta años de uso de razón y nunca había presenciado un brote de animosidad nacionalista tan repentino, inesperado y unilateral como éste. Como si la rabia hubiera brotado de la tierra. Mi impresión es que siempre ha estado latente, inexpresada, ominosa, en la psiquis de los bolivianos. Sólo hizo falta un leve envión para que millones de pequeños mosaicos se reunieran en un gran y amenazador mural.



¿Cómo evitar que una generación futura sufra el trauma de la guerra? En ellos debemos pensar. Seguramente la mayoría de nosotros estará muerto cuando Bolivia salga de su desgarrador subdesarrollo, y quizá por eso nos permitimos cierta falta de urgencia al tratar este tema. La considero una actitud negligente. Para decirlo en términos económicos, especialmente para conmover a quienes creen que las motivaciones últimas de los seres humanos son de esta índole, significa para Chile una importante pérdida de valor. Un país que vive bajo amenaza «vale» menos, sus flujos de bienestar futuro son fuertemente castigados y la calidad de vida de sus ciudadanos es necesariamente inferior a sus posibilidades.



A esto se suma una obligación ética. Si está en nuestras manos solucionar un conflicto que repercutirá a sangre y a fuego en la vida de una generación venidera, debemos hacerlo aún cuando signifique alguna forma de sacrificio presente.



Negociar con Bolivia una salida al mar no es claudicar ni ceder derechos ganados legítimamente en una guerra; es un acto de cordura gubernamental. Bolivia no ha exigido que le devolvamos la región de Antofagasta. Con un corredor bastaría -que corra por supuesto junto a la Línea de la Concordia, con la anuencia peruana- y, de este modo, se podría aplacar un sentimiento popular que, en caso contrario, sobrevivirá a los avatares de la política y de la organización de las naciones. Y resurgirá intacto durante alguna coyuntura futura, tal como la ha hecho en estos meses, con fuerza, casi con desesperación, a pesar de haber trascurrido ya 125 años desde la guerra del Pacífico.



*Pablo Simonetti es escritor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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