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Las claves de la nueva Europa


El desafío asumido por los europeos con la reciente ampliación tiene varias dimensiones. La económica, que sin duda plantea serias dificultades de adaptación de los nuevos miembros al Mercado Único y a los parámetros de la Unión Económica y Monetaria, a la se integrarán progresivamente, proceso que será probablemente bien administrado, con problemas naturalmente, pero superables al haberse preparado ambas partes durante años mediante los Acuerdos de Asociación suscritos que tenían por finalidad, precisamente, preparar la adhesión especialmente en el terreno económico, financiero y comercial.



La dimensión cultural, sin dudas un factor clave, básico, para avanzar en la formación de una «convergencia de identidades» que coexistan en un marco cultural común europeo. No será muy difícil, si tenemos en cuenta que los llamados «PECOS» (Países de Europa Central y Oriental) siempre formaron parte de la cultura europea, aún con sus especificidades, de la que los regímenes comunistas nunca pudieron apartarlos, y que afloró rápidamente nada más producirse la caída de dicho sistema.



Una tercera dimensión es la seguridad común, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Para ello también ha existido un proceso preparatorio, tanto de reforzamiento del llamado «pilar europeo» de la defensa, como de la política exterior y de seguridad común, y sobretodo de una delicada y cara operación previa de ampliación de la OTAN a los países de la Europa central y oriental antes miembros del Pacto de Varsovia, mirada muy de cerca por Rusia y por los propios Estados Unidos, aunque de diferente forma obviamente.



Estos tres ámbitos sistémicos quedan enmarcados en el que a mi juicio resulta ser el que abarca y posibilita todo el proceso de la construcción europea moderna. Me refiero a la dimensión política, es decir, la articulación y sintonía de realidades disímiles y asimétricas en función de un proyecto común y de una meta compartida, planteada desde los orígenes por los padres de la nueva Europa como un espacio de paz, cooperación y desarrollo para todos los europeos -de uno y otro lado de la cortina de hierro- propósito que se ha mantenido a lo largo de estos años.



La integración no puede ser asumida sino como un proceso político con base económica, y ahí está la experiencia europea para demostrarlo. Pero además debe ser entendida como una apuesta solidaria por un mejor futuro basado en el bien común internacional.



Y no ha sido fácil llegar a este momento, luego de haber pasado períodos duros de «europesimismo», «euroescepticismo» y alguna «euroesclerosis», que fueron superados gracias a la sobredeterminación política impulsada por grandes líderes y partidos comprometidos desde una base ético-política fundada en el humanismo.



El desafío de la integración -y de manera más amplia la construcción de una verdadera comunidad internacional- no es distinto para los latinoamericanos o los estadounidenses.
Del mismo modo que en Europa en estos años se ha dado una lucha entre concepciones individualistas y comunitarias, en otras sociedades se verifica similar tensión.



Quienes se oponen al ALCA y al libre comercio en Estados Unidos, o aquellos que en Latinoamérica prefieren mantener la desunión o no creen en el bien común regional, y que por lo demás rehúsan asumir dentro y fuera de sus sociedades un compromiso efectivo con la lucha contra las desigualdades y la pobreza, no son diferentes a aquellos ciudadanos europeos a los que la integración siempre les ha incomodado porque les exige sacrificios en beneficio de los demás.



La integración europea avanza irreversiblemente, y da muestras de que sí es posible conciliar los intereses nacionales con los de un espacio común.



Ese es un valor añadido de la integración europea para la humanidad: haberse constituido en la medida por la que todos, europeos o no, podremos saber si es posible frenar la lógica invasiva del egoísmo y volver a situar la solidaridad como la base de toda convivencia entre los pueblos.



Ese proceso, con vicisitudes, altibajos, avances y ralentizaciones, contiene elementos asombrosos de sensatez política y audacia. No es sencillo armonizar -como vemos en nuestra propia región- las economías y los intercambios. Pero más difícil aún lo es cuando existen muchos idiomas, disímiles culturas y costumbres, y asimetrías en el desarrollo. Siendo el punto de partida nada menos que la devastación de Europa.



¿Cuáles han sido las claves?



Sin lugar a dudas la primera de ellas, de una simplicidad asombrosa, es la de haber comenzado integrando lo integrable. Es decir, partir por aquello que ofrece menores resistencias y mayores potencialidades prácticas con resultados a corto plazo.



La segunda, una apuesta decidida e intransable por radicar en los agentes económicos y en la libre competencia el impulso creador de riqueza, preservando el rol regulador y compensador del Estado para asegurar precisamente la libertad económica.
Tercera, establecer unos mecanismos que garantizan siempre acuerdos sobre mínimos comunes, que hacen que cada paso que se da resulta irreversible.



Cuarta, la búsqueda desde el origen de una cohesión económica y social entre grupos y regiones.



Quinta, la creación de un marco jurídico común básico, con sus mecanismos de desarrollo normativo progresivo según las circunstancias lo requieran.



Y sexta, la generación de un basamento cultural.
Sin una cultura común -que no es lo mismo que una cultura única-, cualquier proceso de integración fracasará. Por eso se ha ido fundando en masivos intercambios de universitarios, profesionales y técnicos, junto a una audaz e imaginativa política comunicacional que ha logrado -pese a todo- hacer de la unificación europea y de la «idea» de Europa -y de la ciudadanía europea propuesta por España y recogida en Maastricht- instalar en la opinión pública a tal punto esa idea, que los ciudadanos no rechazan la posibilidad de un presidente de Europa que no fuera nacional de su país.



Como recordaremos, el Tratado de Maastricht -que creó la Unión Europea- se suscribió y entró en aplicación paralelamente al vertiginoso desarrollo de los sucesos del Este. Nadie había sido capaz de prever dichos acontecimientos, ni menos aún la velocidad con que se iban produciendo. En menos de dos años, lo que va de 1989 a 1991, el panorama político, institucional y económico, así como la configuración geopolítica de la Europa Central y Oriental, y de la propia URSS, habían cambiado dramáticamente.
La nueva realidad planteaba nuevas exigencias, y requería de nuevas respuestas. Esas respuestas se han ido perfilando y se acaba de concretar una muy contundente con la incorporación de los PECOS. Resta nada menos que decidir sobre la unión política mediante una Constitución en la que las consideraciones históricas, geopolíticas, económicas y culturales tienen su peso específico al «inventar» el modelo que mejor permita que todos quepan en él y a la vez funcione.



Ante la trayectoria de Europa, reconociendo por cierto las grandes diferencias entre nuestras realidades, es importante que los latinoamericanos observemos allí los elementos metodológicos susceptibles de ser asimilados para impulsar nuestros esfuerzos integracionistas. Al mismo tiempo, es fundamental que nuestras universidades, nuestros empresarios, los comunicadores, funcionarios gubernamentales, dediquen parte de sus preocupaciones al estudio y seguimiento de la integración europea. Así sabremos determinar las estrategias que nos permitan aprovechar los espacios en Europa para promocionar nuestra imagen, colocar nuestros productos en ese mercado gigantesco, aprovechar sus políticas de cooperación al desarrollo y establecer las alianzas que nos permitan negociar mejor nuestra inserción en ese bloque.



Para todos los escépticos de la integración, viene al caso recordar aquí que cuando los llamados «padres de Europa» plantearon la suscripción de un Tratado para crear una Comunidad Europea hubo un canciller -precursor sin dudas de los «euroescépticos»- que sentenció rotundo: «ese Tratado nunca se suscribirá. Y si se suscribe, nunca se aplicará. Y si se aplica, nunca funcionará».



Hoy, luego de medio siglo de paz, la Unión Europea es la primera potencia comercial del mundo y un actor político cada vez más relevante.



Todo hace pensar que llegaremos a ver en el mediano o el largo plazo lo que vaticinaron Kohl y Miterrand en su encuentro en La Rochelle en 1992: una Europa con un mercado único, una moneda única y unida en lo político, con instituciones supranacionales y con un Presidente de Europa.





*Héctor Casanueva es master en Integración y Comunidades Europeas. Embajador de Chile ante la Aladi y el Mercosur.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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