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Ni tan cerca ni tan lejos


Probablemente nunca antes en nuestra historia republicana se había valorado, y acaso exigido con tanta fuerza e insistencia, que los individuos dedicados a los menesteres de la actividad política y/o gubernativa, fuesen portadores de esa cualidad que genérica y popularmente se designa como «cercanía con la gente», y que otros tantos llaman y definen como «calidez».



Hasta donde uno puede recordar, o los historiadores consignan, tradicionalmente los chilenos habíamos esperado que nuestros dirigentes políticos y autoridades de gobierno estuvieran investidos (o parecieran estarlo), de una serie de atributos. Tales como una sabiduría innata o aprendida, una sólida formación profesional, probada experiencia gubernativa, buen criterio, conocimiento de los vericuetos de la cosa pública, talento, honradez, carisma, don de mando y sentido de justicia.



Simultáneamente, también era deseable que estos personajes fueran capaces de inspirarnos ciertos sentimientos, especialmente confianza, respeto y seguridad. Y porque no, también era necesario que fueran idóneos para gobernarnos con una cierta dosis de autoritarismo. Es decir, que nuestros líderes pudieran ofrecernos mas o menos lo que se espera de un padre que ejerce su autoridad con prudencia y buenos modales, pero también con energía De modo que, permanentemente preocupado de nuestro bienestar colectivo, fuese por lo mismo capaz de ser severo e incluso de castigarnos, siempre por nuestro propio bien, cuando las circunstancias lo demandaran.



Los chilenos habíamos esperado esto, más o menos, de nuestros dirigentes. Abstracción hecha de las cuestiones propiamente ideológicas, políticas, o programáticas. Pero hasta ahora, nunca habíamos anhelado con tanta fuerza que nuestros gobernantes además, o por sobre todo, nos miraran a los ojos y nos hicieran cariño. Mucho menos, en sustitución o desmedro de alguna de las cualidades más arriba anotadas.



El propio presidente Ricardo Lagos se aviene con mucho a esta figura paternal de índole severa. No por otra razón, desde que tuvo el coraje de blandir su dedo acusador ante la fanfarria pinochetista, y mediante sucesivos y calculados golpes en la mesa, se fue ganando el respeto y acaso la admiración de tirios y troyanos. No se recuerda al Lagos político opositor, ni al Lagos candidato, besando niños a diestra y siniestra, abrazando abuelitas menesterosas ni tampoco exhibiendo por otros medios y recursos una voluntad manifiesta de ser o parecer especialmente cálido o cercano a la gente.



En realidad, más pareciera que lo que llevó al presidente Lagos a la Moneda, y lo que lo mantiene arriba en su popularidad, no fue ni es la sensación de cercanía que inspira, sino por el contrario, la de lejanía. Es decir, la certeza de estar ante un individuo singular y por lo tanto diferente de las personas corrientes. Que es como decir situado por arriba y distante del común de los mortales. En otras palabras, un individuo dotado de una estatura política e intelectual especial y superior para la cosa pública. Un hombre de esos que en todo tiempo y lugar se conocen como estadistas.



Pero tal parece que los chilenos, de acuerdo con los estudios de opinión y con lo que se palpa en la calle, no queremos seguir siendo gobernados por estadistas ni por individuos singulares, sino por personas que se asemejen lo más posible a los seres comunes y corrientes que somos la mayoría. Es decir, por gentes con las cuales tengamos ocasión de encontrarnos de súbito en la calle o en el supermercado, y a las que ojalá podamos llamar familiarmente por su nombre y no por su apellido. Mas o menos como ocurre con el presidente brasileño Luis Ignacio Da Silva, a quienes sus conciudadanos, la prensa y aun sus colegas presidentes llaman familiarmente por su apodo, como «el presidente Lula».



Son muchos los que podrían dar testimonio sobre la costumbre de ciertos reales o pretendidos cercanos de llamar por su nombre de pila a Lagos candidato (especialmente en su ausencia), algo que provocaba una sensación parecida al rechazo ante la profanación. Por ello, estas audacias eran casi siempre comentadas como pedanterías, cuando no de simple y llana patudez. De modo que bastaba que alguien se refiriera en público o en privado al personaje como «Ricardo», para que su supuesta familiaridad o compadrazgo fuera de inmediato calificada como falsa y mentirosa (Ricardo me dijo, Ricardo piensa, Ricardo quiere, Ricardo me llamo, etc.).



A mayor abundamiento y para redondear el argumento, habría que recordar que el propio primogénito del mandatario se refiere a su padre como «Lagos». Eso debiera significar más de algo. Cuando menos, que el tipo de liderazgo que encarna el presidente, al contrario del que aparece avecinarse, no se relaciona precisamente con la tan manida «cercanía con la gente».



Una demostración de lo que aquí afirmamos es que partidarios, e incluso ciertos detractores moderados, se refieran a las presidenciales mujeres como Michelle o Soledad, a secas. Otros más audaces, quizá discípulos aventajados de los que otrora se referían al presidente Lagos como «Ricardo», incluso se atreven a referirse a doña Soledad como «la Chol». Y en verdad, cuando uno escucha que alguien se refiere a ellas como «la Bachelet» o «la Alvear», se puede estar casi seguro de que quién habla no puede ser sino un enemigo declarado de la opción presidencial de nuestras féminas.



Hasta ahora, no se oye casi a nadie referirse al senador Flores como «Fernando», ni mencionar al ex presidente Frei como «Eduardo». Tampoco es común escuchar llamar a Lavin como «Joaquín», salvo quizá a sus partidarios más fanáticos, a sus parientes cercanos, compadres y militantes más conspicuos de la UDI. Ello debiera significar a todas luces que ninguno de ellos tiene ni la más mínima posibilidad de resultar ungidos. Por más que Lavin trate de hacer de su bandera de lucha una pretendida cercanía con los problemas reales de la gente.



Por último, a propósito de este asunto, habría que poner ojo con Adolfo Zaldivar. Es un caso curioso y quizá sintomático que todo el mundo, incluida la prensa, se refiera al personaje como «Adolfo», a secas. Quizá sea para diferenciarlo de su hermano que también es senador. O quizás no, y el dirigente máximo de la DC esté también siendo tocado por las hadas.



De modo que probablemente habrá que olvidarse de los foros presidenciales en que los candidatos parecían enfrentar a una comisión académica, mientras rendían un exigente examen de grado sobre todas las ciencias. Es posible que los televidentes-electores no vayan a estar pendientes sobre cómo se responde a una pregunta sobre el contenido de la próxima ronda de reformas constitucionales, o sobre el correcto manejo de la política macroeconómica. Sino que vayan a estar ocupados en observar, con ojos entornados, si el contendiente es o no, alguien a quien le gustaría invitar a comer a la casa para departir con la familia y los amigos. Y lo que es tanto o más importante, a especular si aquel estaría dispuesto a aceptar de buen talante tal convite.



Al autor de esta columna, que es un confeso y entusiasta partidario de la señora Bachelet (Michelle para los amigos), no deja de sorprenderle la majadería con que se insiste en la necesidad de que la candidata, ahora que está en terreno, comience a pronunciarse sobre todos y cada uno de los temas de la ardua agenda política, económica, social y cultural del país. Amén de las cuestiones internacionales más complejas y actuales. No obstante que estoy seguro de que las opiniones de la candidata sobre muchos tópicos están disponibles para quien quiera verlas, pues no en vano ha estado en la política y la gestión de gobierno por tantos años, tiendo con todo a pensar que los electores no están particularmente pendientes de este asunto, y que en verdad no les interesa casi nada. Al revés de lo que equivocadamente estiman los medios de comunicación y muchos comentaristas de la política.



Habría que considerar que los electores que mantienen a Bachellet en la cima de las encuestas, al preferirla sobre otras opciones disponibles, hacen con ello algo parecido a un acto de fe, o si se quiere de afecto. Es decir, colocan por encima de cualquier otra consideración atendible (incluida su militancia socialista), el valor de su carisma, su simpatía y capacidad de conectar con la gente. Ello sin pretender llevarse a la candidata para la casa.



Sobre todo lo demás, y como parte del mismo acto de fe con que la distinguen, los ciudadanos hacen confianza en que llegado el momento se hará acompañar y asesorar adecuadamente por los mejores especialistas. Y que será capaz de armar los equipos de gobierno más idóneos. ¿Ni tan cerca ni tan lejos?. Al menos eso es lo que creemos que debiera ser.



Carlos Parker Almonacid es cientista político

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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