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Análisis de Defensa: La resistencia del Ejército a la democracia


Desde hace más de 10 años he sido un ácido crítico de las vacilaciones, omisiones y lentitud de las autoridades civiles del sector defensa para desarrollar algunos temas esenciales para el interés nacional de Chile. Particularmente los que tienen que ver con la ley orgánica del Ministerio de Defensa, la creación de un Estado Mayor Conjunto y la modernización directa de las ramas y las industrias de la defensa. Sin embargo, debo reconocer hidalgamente que mis detractores en parte tienen razón, cuando dicen que se debe tener cuidado con el clima institucional y no recargar la agenda pues la democracia tiene bastante con las relaciones civil-militares.



El triste espectáculo ofrecido hace pocos días por Manuel Contreras, y la filtración expresa a la prensa de una comunicación del Ejército al Ejecutivo, refuerza esa lógica y la idea de que, lejos de contar con una generación de oficiales inteligentes a quienes el país ha confiado su seguridad en un momento muy especial de su desarrollo, estamos frente a una versión remozada de la vieja resistencia a la democracia. Lo cual sería más que grave, pues indicaría que el Ejército sigue permeado en sus decisiones por los responsables del mayor deterioro doctrinario y profesional de su historia, que estuvo a punto de convertirlo en una guardia nacional propia de una dictadura bananera del siglo XIX, hasta que lo salvó la democracia.



Hace pocos meses tuve el honor de ser convocado por el Instituto Interamericano de Derechos Humanos como uno de los seis expertos que prepararon un Manual de Derechos Humanos para las Fuerzas Armadas en Centroamérica, que acaba de ser presentado a la comunidad internacional. En su ejecución trabajamos directamente con militares en servicio activo y vinculados a los Estados Mayores de las Fuerzas Armadas de El Salvador, Honduras, Nicaragua y Guatemala, sin omitir un solo tema, por difícil que él fuera. El sustento de todo el proyecto fue la voluntad y transparencia de los participantes para defender tres convicciones: la intangibilidad de los derechos humanos; el valor permanente de las FF.AA. para la seguridad de un país; y el deber de acatamiento irrestricto de ellas al orden constitucional, con sus derivados de obediencia, honor, lealtad y verdad.



El mundo sabe el sufrimiento de la población de esos países, las violaciones de derechos humanos que allí ocurrieron y las dificultades de sus transiciones políticas. Conoce los efectos devastadores de efectivas guerras internas, no simuladas por las FF.AA. como ocurrió en Chile, que siguen marcando el difícil camino a la paz. Por lo mismo, muchos pensaron que el proyecto no era realizable, pues las condiciones objetivas presentaban problemas insalvables. Se equivocaron rotundamente. El resultado es el manual mencionado, quizás el único en su género, que refleja un desarrollo doctrinario fundamental para que civiles y militares tengan una referencia objetiva común sobre qué es y qué significa una política militar en un país democrático.



Menciono el hecho porque para la realización exitosa de algo que parecía imposible, fue esencial la voluntad real de las Fuerzas Armadas para concurrir a un proceso al que no estaban en absoluto obligadas, haciéndolo sólo en consideración a sus actuales convicciones doctrinarias. En Chile esa voluntad no ha existido nunca. Y las obligaciones que por ley y reglamento tienen los militares, constantemente se ven infringidas, pues algunos de sus miembros se niegan a aceptar, con subterfugios de todo tipo, la conducción civil y la acción de los tribunales de justicia.



El argumento de moda en estos momentos es el trato humillante a que se verían sometidos los militares que son convocados a los tribunales, y la falta de celeridad de los juicios que se les instruyen por violaciones a los derechos humanos. El responsable sería un juez demasiado acucioso en la investigación, o una muchedumbre que no acata «una ley de amnistía amplia y un olvido generoso», como señala en su editorial de domingo un matutino.

Nadie desea vivir indefinidamente en la incertidumbre jurídica o que al momento de ser conducido ante un tribunal, se le someta a humillaciones. El escarnio público sólo existe en sociedades totalitarias y atrasadas, donde grupos de enmascarados detienen a ciudadanos, tienen cárceles ilegales, y asesinan o hacen desaparecer a sus presos, sin que nadie resulte responsable.



En un estado de derecho no se comete ninguno de los actos anteriores. No hay detenidos desaparecidos, las Fuerzas Armadas no obstruyen la justicia, los delincuentes condenados no se resisten a ella, y cuando lo hacen se les aplica la fuerza de la ley sin que puedan alegar fueros especiales. En una democracia plena un militar no podría, como ocurrió en el pasado, usar medios destinados al uso institucional para eludir la acción de la justicia, como si perteneciera a una especie de secta con fuero, propietaria corporativa de los bienes de la Defensa Nacional.



El país tiene fresca en su memoria la resistencia de Manuel Contreras a su arresto, y el escandaloso uso de hospitales y bienes del Ejército, cuando se le condenó por el asesinato del canciller Orlando Letelier. También recuerda la acción deshonrosa del ex fiscal militar Fernando Torres Silva para burlar a la justicia y ocultar a los culpables, las mentiras en la mesa de diálogo, el ejercicio de enlace, el boinazo, y todo lo hecho para obstruir la reconstrucción de una sociedad decente y en paz.



Lo peor es que persiste al interior de las FF.AA. -aunque cada vez es más minoritario-, un concepto de honor y lealtad que envilece a las instituciones armadas. ¿Alguien de mediana inteligencia podría sostener que Contreras representa el promedio de imagen militar en la cual las nuevas generaciones de oficiales deben reflejarse o desean imitar? ¿O que un anciano decrépito, mediocre y corrompido por el poder total, pudo ser comandante en jefe de un ejército por 25 años y saludar el hecho como algo loable en la historia institucional?



¿Qué le explican nuestros militares acerca de estos hechos a sus pares de otros países cuando conversan sobre la seguridad y la modernidad en el mundo actual? ¿Alguien puede negar que recién, luego de las comandancias de Izurieta y Cheyre, oficiales muy por sobre el promedio de la mediocridad impuesta por Pinochet, puede hablarse de atisbos de normalidad institucional, aunque siempre en ese juego de luces y sombras en que parece (¿o debe?) equilibrarse el mando institucional?

El Ejército debiera haber aprendido a estas alturas que a un gobierno democrático no se le envían recados por la prensa. Porque ello es, por esencia, una transgresión grave de sus deberes y reglamentos. Menos aún sobre un tema como el ocurrido, cuando el desarrollo democrático impulsado por la Concertación ha sido tajante en devolverle al pueblo de Chile la dignidad y la igualdad ante la ley, que malos militares les conculcaron en el pasado.



El Ejército sabe bien que lo ocurrido en tribunales es el resultado de la arrogancia y entontecimiento del propio Contreras, y que la policía actuó correctamente para reducirlo, como era su deber. Cualquier oficial de cualquier ejército del mundo sabe, además, que está fuera de todo parámetro profesional que un general se comporte de manera odiosa y contumaz frente a la legalidad vigente.



Por lo tanto, no es la democracia la que ofende los símbolos militares. Son algunos militares los que ofenden a la democracia y de paso basurean con sus símbolos institucionales que, además, les han sido confiados por la ciudadanía en nombre de la Patria. Y si algunos nuevos oficiales piensan lo contrario, hemos hecho muy mal la tarea en esta materia y la recomposición doctrinaria del Ejército es solo publicidad.



Santiago Escobar Sepúlveda. Abogado, periodista, cientista político y especialista en temas de Defensa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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