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Los fantasmas de una fracción de la derecha chilena


Un sector de la derecha chilena tiene motivaciones que la razón de buenas a primera no comprende.



Conspicuos personajes con nombre y apellido han sido señalados como miembros de una telaraña de protección del reducto pro-nazi Villa Baviera y de sus «jerarcas».



Ahí están las huellas del colaboracionismo criollo. Personajes públicos han intentado durante años que los procedimientos judiciales aparecieran como un ensañamiento en contra de un grupo de «honestos ciudadanos alemanes». Como siempre en estos casos, se arguye que la mala imagen del enclave sectario se debe a algunos individuos que se habrían librado a actos reprensibles.



Hombres de derecha y profesionales de las armas -nostálgicos del pinochetismo-, apoyándose en el peso del pasado dictatorial sobre las conciencias, la cultura y la práctica política del avestruz, desconocen que hay pruebas de que allí desaparecieron cientos de chilenos. Que en ese enclave del terror incrustado en el Estado chileno, se secuestraba, torturaba y se hacían desaparecer los bienes de las personas para borrar las pruebas de su existencia.



Algunos de estos individuos comprometidos por testigos importantes se esconden. Otros, aún no reconocen culpabilidad ni piden excusas a quienes deben y a la sociedad chilena toda.



Porque la acción de la justicia, si bien es imprescindible, no basta para restituir su significación histórica y cultural a una experiencia traumática. Lo terrible de toda tragedia histórica y social es que el tamaño del horror oscurece el entendimiento. Los mecanismos y los filtros sociales junto con los intereses políticos cortoplacistas que están en juego tienden a relativizar la dimensión de la barbarie. Nada resulta más grotesco que tratar diluir las responsabilidades (el «todos tuvimos una parte de responsabilidad»). El «Síndrome de Estocolmo» es una patología.



Lo humano y promisorio es que todas las tentativas por banalizar y diluir el impacto histórico de la empresa criminal se vuelven contra ella y hacen urgente el trabajo de reflexión.



¿Qué razones han tenido miembros de la derecha chilena para jugarse durante tantos años por la protección de la microsociedad totalitaria de Colonia Dignidad?



Intentemos una respuesta, quizás poco original pero siempre necesaria.



Durante el primer lustro de la dictadura, el proyecto político esbozado por Pinochet, Contreras y los otros cuadros militares y civiles tuvo todos los elementos de un deseo confesable. Un fantasma de Estado totalitario.



Desde el ’70 y durante el Gobierno del Presidente Salvador Allende, los delirios de orden fueron un remedio eficaz al eterno miedo burgués al caos, esta pasión terrible, virtual, pero siempre activada en las llamadas «clases medias». La práctica del ejercicio del poder destructor se impuso a la cacofonía de la impotencia discursiva.



Lo vital, las nuevas formas sociales de organización ciudadana y la palabra liberada, fueron aplastadas y amordazadas. La revolucionaria experiencia democrática participativa por la base (Asambleas Populares, Cordones y Comandos comunales) mediante subterfugios retóricos y negaciones históricas, fue desvirtuada e integrada al esquema del «desorden». Sólo la historiografía seria y algunos cineastas rescatan hoy su riqueza como experiencia con defectos, pero de naturaleza noble, humana y solidaria.



Es sabido que desde sus inicios -a partir del 11 de septiembre de 1973- desde el núcleo duro del poder militar del Estado existió un designio de control total de los ciudadanos y de eliminación física de la disidencia. Annah Arendt mostró bien al analizar el totalitarismo nazi que estos sistemas sólo funcionan algunos pocos años, de tres a cinco en el caso alemán, pero que sus métodos subsisten.



El desgaste que tal aberración política les significaba a sus autores y la imposibilidad de darle una armadura jurídica e institucional -debido en gran parte al movimiento de resistencia y oposición interior y exterior- llevó a la derecha chilena, de esencia antidemocrática a prestarle de manera obsequiosa sus «pensadores» al militarismo golpista.



La «mano invisible» reclamaba el derecho a la existencia. El interés económico es prosaico por naturaleza y necesitaba formas políticas viables para su reproducción. Así se fraguó la Constitución del 80′. En aquel momento el principio de realidad de la acumulación forzada del capital se impuso al fantasma totalitario. Dispuesto a reciclarse rápidamente en formas de gobernanza de apariencia democrática, formales y estables, una vez restablecido el orden, una parte de la derecha chilena se distanciará de la mística.



Pero durante años y a fuego lento se sazonó el caldo de cultivo de la barbarie. Sus ingredientes básicos fueron la espiral del silencio, las complicidades mediático-mercuriales, la justicia adicta, el terror policiaco-militar con vistas a destruir el movimiento popular-ciudadano y su franja militante. De esa mezcla mortífera para el ideal democrático se nutrieron las prácticas perversas de Manuel Contreras, sus adalides y Paul Schäeffer.

El enclave totalitario fue algo más que un apéndice del dispositivo de exterminación de la oposición al régimen pinochetista. Colonia D. reprodujo en su momento la imagen perfecta y en modelo reducido el ORDEN. El espacio disciplinario fantasmagórico donde las incertidumbres de la vida no existen puesto que la disciplina y el control lo invaden todo.



Disciplina, dominación, sometimiento del cuerpo y control del espíritu. Los delirios de poder van de la mano con el fantasma del poder total (el «ninguna hoja se mueve sin que yo no lo sepa»). El espejismo del orden político civil «perfecto», que la educación militar les había transmitido a algunos, y las visiones de una comunidad organicista y místico religiosa, cultivada por los otros. Era lo que los atraía a pasearse y a revolcarse en el reducto filo-nazi.



Ahora bien, al igual que durante la empresa de destrucción del nazismo europeo, el proyecto pinochetista que se impuso en el régimen militar chileno fue perpetrado por individuos ordinarios que actuaban en el ejercicio de sus funciones y que obedecían órdenes de los jefes. Que más reconfortante para el subordinado que compartir los valores de la jerarquía y sus símbolos de poder. La autonomía del Yo es anulada y la sumisión a la institución, saludable (en sus dos sentidos; permite dormir sin cargo de conciencia y procura la salvación lavando los pecados. Y si el difunto Santo padre que vive en Roma, mal aconsejado dicen, le da la mano al dictadorÂ… ¿Que más se puede pedir a la Providencia?)



El siquiatra francés y prolífico autor, Boris Cyrulnik, nos revela la psiquis del subordinado: «Muchos torturadores consideraron, aunque parezca increíble, que obedecían porque sus actos se enmarcaban en un ‘orden moral’. Se puede torturar sin vivir ningún sentimiento de culpabilidad cuando la obediencia es sacralizada por la cultura. Porque la sumisión desresponsabiliza al asesino puesto que se inscribe en un sistema social donde el control permite el buen funcionamiento. [Â…] Cuando el alma del grupo, un Dios, un semi Dios, un jefe o un filósofo, propone un maravilloso proyecto de depuración, es en nombre de la humanidad que la persona obediente participa al crimen contra la humanidad».



Los relatos de testigos cuentan que la desaparición de compatriotas se desarrollaba con objetivos militares y políticos pero la gestión de la barbarie era burocráticamente civil. De un cuartel del CNI un detenido salía rotulado para desaparecer en tierra o en mar. Escoltado era entregado a Paul Schaeffer (o a otros) y sus pertenencias se contabilizaban y después se desmaterializaban.



El apoyo diligente al enclave neonazi chileno, la bruma en torno a su pasado, las perversas complicidades y la banalización del mal social que ella simboliza, señalan que un segmento de las elites militares y de la derecha chilena ha profesado un rechazo visceral a los valores éticos de igualdad política y de respeto por los otros y a los fundamentos del juego democrático. El peso de la duda flota mientras tanto, y quizás durante mucho tiempo, como una aureola de sospecha sobre sus cabezas. Una reinserción plena en la democracia es siempre posible pero pasa por una toma de conciencia y un reconocimiento público de las responsabilidades del pasado.



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Leopoldo Lavín (leopoldo.lavin@climoilou.qc.ca) es profesor de Filosofía del Departamento de Filosofía, Collčge de Limoilou, Québec, Canadá.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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