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Añoranza de una calle con adoquines


Hace treinta años que mi amigo fue llevado por las sombras que se habían adueñado de la ciudad. Yo me había separado de él un par de años antes en una casa de cité de un barrio con calles de adoquines y rieles de tranvía. El dijo que unos tenían que quedarse y otros irse. Pero nadie quería irse y él tuvo que nombrarlos. Yo debía irme. Él no. Fue ese el instante en que dejamos de ser niños. Además ya estaba prohibido serlo. Al cabo de varias tazas de té puro y cercana la hora de cierre de las calles, yo le tuve que decir adiós y busqué la salida del cité. Él no dijo nada pero yo escuché que una voz decía «chao amigo, los que van a morir te saludan». Cuando me contaron de su desaparición yo tenía veinticinco años y me hice viejo. Uno se hace viejo cuando ve como se van yendo sus ídolos de juventud. Él se quedó joven para siempre.



La vida de mi amigo no fue un invento de nadie. A pesar de lo que dijera la prensa. Mi amigo fue en realidad un descubrimiento, porque él y su fenotipo, aunque escasos y ocasionales, son de antigua artesanía y de muchas denominaciones de origen. Los antiguos romanos se fijaron en ellos cuando empezaron a necesitar una mirada sabia para desenredar las complejidades de la vida cotidiana en el imperio y les llamaron los «hombres buenos».



El y yo nos cruzamos por esas misteriosas casualidades que hace que los chilenos nos estemos siempre cruzando unos con otros: por amor, por utopías, por el fútbol, por lo que sea. A pesar de lo que digan los sociólogos. Yo jugaba a la pelota y él ajedrez. El venía del barrio alto a recorrer las poblaciones y yo salía de las poblaciones para ir a estudiar al barrio alto, que entonces empezaba en Matucana y no en la Plaza Italia, a pesar de lo que digan los cuicos. Cuando nos conocimos él ya tenía el rostro de la gente que se ha encontrado consigo mismo. Su definida estampa desarmó mi aplomo de cabro aniñado.



Yo estaba cerca de los veinte y él más cerca de los treinta, pero ambos empezábamos a cargar sobre nuestros hombros demasiado futuro y demasiadas esperanzas. Felizmente había muchos más y asumíamos la carga con alegría. A pesar del frío y el barro. No sé si porque era mayor, porque era médico o por su barba de náufrago teñida de nicotina nunca pude tratarlo como un igual. Un jugador de ajedrez se parece mucho a uno de baloncesto: están a unas alturas muy distantes del resto. Para ver más allá de las narices, con ellos no se puede competir. Con razón un día terminó convertido en diputado.



El país que había entonces todavía no se explica. A pesar de lo que digan los politólogos (que a la época no existían). La única certeza era decir que Chile era una larga y angosta faja de terreno, porque el terreno se puede medir. Pero en su interior todo era desmedido. La energía de los subsuelos, acumulada para hacernos temblar, había salido a pasear a la superficie y ya nadie aguantaba la quietud y con ella, inyectada en nuestras venas, nos propusimos enderezar el mundo: en tropel con puños amenazando el infinito, con banderas rojas atadas a palos de colihue, con parcas cochinas de tanto campamento y miradas inflamadas hacia el cielo. El resto de la historia tampoco todavía nadie la puede comprender. A pesar de que todos la conocen.



Yo sabía contar chistes y el sabía reírse de todo, empezando por él mismo. A pesar de su cara de pensador helénico.



-Está lloviendo, Sebastián.



-Ya lo veo -contestaba.

-¿No sería bueno entonces que dejaras de leer ese libro?



-¿Para que no se moje?



-No. Porque estás en un país en que ya es sospechoso leer un libro y lo es mucho más si lo haces bajo la lluvia.



-Qué pena. Ni en la clandestinidad se puede leer tranquilo. Vamos a la Fuente Alemana, nos comemos un lomito palta y vemos tele. Eso no es sospechoso.



A Carlos Lorca Tobar





Enrique Sepúlveda R. es abogado.



  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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