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La democracia es plebeya


El desalentador espectáculo que están brindando los partidos a propósito de las negociaciones para producir las listas parlamentarias, ha vuelto a colocar de relieve algunas de las distorsiones más sobresalientes y lamentables de cuantas hoy exhibe nuestro sistema político. Ello, tanto en relación con las normas legales que rigen su funcionamiento, como de modo especial y escandaloso, en cuanto a las conductas y prácticas predominantes en torno a la actividad política, sus formas, estilos y procedimientos.



Es muy probable que este episodio de lucha descarnada por el poder este propinando un intenso daño al ya alicaído prestigio de la actividad política y sus exponentes. Habida cuenta que la mentada negociación, con visos de feria libre, viene transcurriendo de un modo tan mediáticamente expuesto y aparatoso, como para permitirnos día tras día asomarnos a observar sus groseras mezquindades y miserias, los chauvinismos y sectarismos partidarios e incluso, hasta los detalles más íntimos y escabrosos de las encarnizadas luchas que se libran entre grupos dentro de los respectivos partidos, disputando por mantener o conquistar determinados espacios de poder e influencia.



Es indiscutible que buena parte del intríngulis que los lideres partidarios se afanan infructuosamente en resolver, se deriva de las condicionantes que impone el famoso sistema binominal. El esquema electoral cuyos detalles y consecuencias prácticas tramaron en su tiempo y para la posteridad los aviesos leguleyos de la dictadura pinochetista. El mismo contra el cual de tiempo en tiempo se desatan demoledoras criticas que apelan a su total y definitivo desmantelamiento y reemplazo.



En todo caso, vale consignar que no pocas de tales criticas merecen al menos ser estimadas con la reserva que dicta la prudencia. Sobre todo viniendo de quienes suelen a veces provenir, y ante la fundada y creciente sospecha según la cual, a fin de cuentas, el engendro de marras pareciera en no pocos casos contentar las expectativas personales de algunos moros y cristianos. Interesados, como a todas luces aparecen, por cautelar la vigencia de un estado de cosas muy conveniente a sus particulares intereses.



Es un dato de la causa que el sistema binominal tiene efectos prácticos que distorsionan abiertamente la libre expresión de la voluntad popular. Además de obligar en muchos casos a los partidos a competir dentro de la propia coalición de la que son parte. Con lo cual como ha quedado demostrado una y otra vez se generan reiteradamente episodios que lesionan gravemente y por largo tiempo el elemental sentido de pertenencia que una alianza política debe ser capaz de poseer y demostrar.



Pero pocas veces había sido tan claro como hasta ahora, hasta que punto nuestro sistema electoral es capaz de generar competencias desastrosas y agudas tensiones incluso al interior de los propios partidos. Lo cual termina por consagrar de modo drástico y definitivo su carácter reñido con la democracia y la estabilidad de las más fundamentales instituciones republicanas, entre las cuales se cuentan a los propios partidos políticos.



Cualquiera de las disputas internas de que estamos siendo testigos puede ilustrar nuestra afirmación. Ya no basta con que el sistema binominal dicte que deberemos optar únicamente por las dos alternativas que nos ofrezcan las coaliciones dominantes, y que sepamos de antemano que de no mediar un doblaje, lo más probable es que uno y otro candidato resulten electos, incluso mediando una diferencia abismal de sufragios.



Tampoco basta que dentro de la propia coalición de nuestra preferencia y apelando a nuestra disciplina política, seamos virtualmente obligados a votar por un determinado candidato, ese mismo que los dirigentes partidarios han convenido en privilegiar, blindar o en garantizar su elección colocándole un compañero de lista de mentira, o lisa y llanamente no colocándole ninguno. Ahora, como si todo esto fuera poco, deberemos optar por un candidato o candidata que representa ya no solamente a la coalición y a un partido dentro de la misma, sino a una tendencia, grupo o «sensibilidad» al interior del mismo. ¿No será como mucho?



Pareciera además que, en verdad, y ya no solo por efecto del sistema de marras, no cualquier ciudadano puede aspirar legítimamente a integrar el Senado. Y que aquello de que «todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros» comienza a cobrar una realidad impensada entre nuestra clase política. Contrariando ferozmente los más elementales principios que deben regir un sistema democrático que merezca ser reconocido como tal.



La constitución de un cierto «patriciado» al interior de las coaliciones y los partidos, que opera transversalmente como una corporación en las sombras y extiende sus tentáculos hacia todos lados es un secreto a voces.



Se trata de una verdadera oligarquía que pacientemente ha logrado construir sus propios vasos comunicantes entre una y otra orilla de la política, el cual se nutre de las historias familiares o personales coincidentes, los asaditos de fin de semana, los veraneos compartidos y la pertenencia a un circulo hermético e impenetrable, pero a la vez difuso, de relaciones cruzadas por lazos diversos e intereses compartidos de distinta índole.



Un grupo que ha pasado de la amistad cívica que debe imperar en la actividad política, al sobajeo mutuo y desenfadado que no excluye la componenda. Una versión modernizada de aquello que los viejos radicales llamaban «la coyunda», y que se propone a todas luces perpetuar en sus posiciones a cada uno de los suyos, vetar a los potenciales advenedizos, y promover a toda costa a sus propios cuadros de confianza en todos los ámbitos, incluido el parlamentario. Pasando sin falta por encima de las diferencias políticas y siempre en beneficio del espíritu de casta excluyente y autorreferente que lo caracteriza.



De este modo, cuando se afirma que deponer una determinada candidatura representa actuar contra el orden natural de las cosas; cuando se interpone la disponibilidad de dinero propio para financiar campañas escandalosamente onerosas; cuando se hacen consideraciones publicas o encubiertas que apelan a los pergaminos familiares de determinados candidatos para justificar su mejor derecho; cuando las candidaturas responden antes que todo a intereses de grupos, cofradías sociales, culturales o etarias; cuando se discurre sobre que hay que poseer determinada apostura, incluso hasta física para llegar integrar el Senado de la República, o cuando se afirma que «el que tiene mantiene», no solo se está incurriendo en conceptos y prácticas que van contra los valores y principios más elementales de la democracia y las instituciones republicanas, sino que además se está pretendiendo solapadamente expropiar la soberanía popular.



Resulta inusitado el modo en que las prácticas que son propias de la economía de mercado están influyendo en la manera de concebir y hacer la política. Hoy se habla con toda soltura del marketing político, de la oferta programática y de las demandas ciudadanas. Como si la acción política ya no se tratara de proponer para orientar en una determinada dirección el curso de los acontecimientos políticos, sino nada más que de ofrecer los productos que el mercado electoral demanda o parece demandar, con su atractivo envoltorio incluido.



Pero ni siquiera a este respecto se actúa consecuentemente. Tal y como no se sabe de una industria o comercio que rechace el dinero de un modesto trabajador, por tratarse de quién se trata, tampoco se conoce de algún candidato que rechace con un mohín de asco un voto por el hecho de provenir de un hijo de vecino cualquiera y no de un encopetado ciudadano. Curiosamente, frente al mercado y al derecho al sufragio todos seguimos siendo iguales, puesto que el dinero y el voto valen y representan lo mismo en cualquier caso.



Sin embargo, hace falta que nuestra sociedad política iguale a las personas en su derecho a postular a cargos de elección popular. Y no solamente legislando adecuadamente para que ello sea efectivamente posible, entre otras cosas para poner limites razonables a la posibilidad de optar a la reelección, sino además y especialmente, erradicando de raíz todo vestigio de concepciones todavía predominantes en amplios círculos, incluido el del progresismo, que mantienen vigentes ideas y prácticas oligárquicas y abiertamente discriminatorias y segregacionistas.



Por lo mismo, toda conducta abierta o solapada de «ninguneo» y descalificación y veto a priori de personas debe ser denunciada y rechazada. La democracia constituye un orden político e institucional de naturaleza esencialmente plebeya. Por lo mismo, no corresponde a nadie que no sea el pueblo soberano juzgar sobre los méritos o deméritos de los candidatos. Cualquier otra cosa, aunque pretenda vestirse con el falso e interesado ropaje del bien común superior, de la necesidad de cautelar la prestancia y solvencia de las instituciones, o cualquier otro argumento semejante, no hará sino retrotraernos a prácticas autoritarias que huelen a democracia digitada por unos pocos y protegida de la libre expresión de la voluntad ciudadana.





Carlos Parker Almonacid es cientista político.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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