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Carta para Agustín


Lo hizo todo mal, qué duda cabe: una carta furibunda y mal escrita a propósito de las indagaciones a que están sometidos los tratos de sus cuñados con empresas del Estado. Como ya lo han dicho diversos articulistas, un presidente debe estar por sobre estos ataques y preocuparse del bienestar de las instituciones democráticas, entre ellas, la prensa libre.



A pesar de todo, cuando leí la carta en El Mercurio esa mañana, experimenté una emoción recóndita, una mezcla de morbo y sentido de justicia. Por fin dos poderes reales se enfrentaban ante nuestros ojos y no tras el tupido velo de palacio. El Mercurio ha sido por muchos años el principal diario de Chile y ha sido una voz influyente, si no determinante, en las opiniones de la elite chilena.



La influencia del diario en la opinión pública me quedó clara una vez que conversaba con una persona cercana a Carlos Altamirano en cuanto al papel del senador socialista en la debacle de 1973. Para mí era irrefutable el hecho de que había sido un instigador del odio y que constituía un personaje oscuro en la historia del país, aunque en ese entonces yo era sólo un niño. Esta persona entonces me preguntó: «¿Qué diario leían en tu casa? El Mercurio, contesté yo. ¿Y algún otro? No, ninguno. Lee los discursos de Altamirano, me dijo, lee sus intervenciones en el Senado y así podrás decir con conocimiento de causa si era o no un desquiciado, como lo tildó ese diario. En tu casa se leía El Mercurio, continuó, en tu casa pensaban lo que leían en El Mercurio.



Sin importar cómo cambiaron mis juicios sobre Altamirano, esta conversación me hizo pensar en el papel de El Mercurio durante la dictadura. En mi casa se continuó leyéndolo después del golpe y se creyó y se pensó lo que informaba de una realidad, en apariencia, sin fisuras. Hoy sabemos que las cosas no eran como decía, que las fisuras era muchísimo más atroces de lo que ese matutino nunca se atrevió a denunciar o que ocultó en beneficio del gobierno que ayudó a instaurar y consolidar.



Durante los años en democracia, El Mercurio se ha mantenido en su papel opositor a los gobiernos de la Concertación y defensor del legado del gobierno militar, pero le ha brindado a sus tintas un incipiente aire de ecuanimidad. Esta estrategia le ha permitido conservar hasta cierto punto su papel predominante en el espacio de la opinión pública, avalado por sus numerosos lectores y por las elites de centro y de izquierda.

Esa parte de la carta es quizá la más espeluznante, cuando Lagos apela al conocimiento mutuo que se tienen con Agustín Edwards. Es el llamado de la fronda, de la cofradía de los poderosos, de la oligarquía, la que a tantos chilenos nos amedrenta, especialmente en estos tiempos en que el poder económico y de la prensa se concentra en pocas manos.



Ya sabemos que los grupos económicos, los dos consorcios que dominan el mercado de la prensa escrita y los canales de televisión privados se hallan íntimamente relacionados por intereses comunes. Si a esta confraternidad se sumara el poder político, poder que otorga el pueblo a sus representantes a través de elecciones, estaríamos una vez más en manos de una oligarquía ciega a las necesidades comunitarias, con las espaldas enrojecidas de tanto palmeteárselas en cócteles. Esa oligarquía preocupada de defender sus privilegios fue tan responsable del quiebre institucional del 73 como los que propugnaban la lucha armada. Y no es baladí que finalmente haya sido ella la que apeló a las armas.



Pero del arrebato de Lagos surgió algo bueno. Una crítica que muchos chilenos hacemos en privado pero pocos se atreven a realizar en público. El Mercurio entregó y, hasta cierto punto, todavía entrega la información de manera sesgada; y no sólo por un asunto de perspectiva política, sino también de intereses creados.



¿Cómo hace El Mercurio para que su disfraz pluralista prevalezca? Los cuerpos y revistas que lo componen son agentes vivos, comprometidos con la vida ciudadana, sin mayor intervención del mando editorial. En las páginas de espectáculos, de cultura, en Artes y Letras, en la Revista El Sábado y de Libros, en las páginas internacionales, incluso en las políticas, El Mercurio se permite una amplitud de pensamiento admirable (hoy en día, no en dictadura). Es en las primeras páginas y en sus editoriales sin firma donde aún se percibe un periodismo de trinchera que busca defender a «una tribu» más que representar de manera multisubjetiva nuestra actualidad.



La incorporación en el último tiempo de editorialistas de pensamiento progresista liberal ha sido un esfuerzo encomiable. Pero basta leer otros diarios o un atisbo de información privilegiada para advertir los titulares tendenciosos, los reportajes injustos, la mirada mezquina de numerosas editoriales sin firma frente a situaciones que requieren de un análisis más abierto a las complejidades del juego político y del diseño de políticas públicas.



En suma, a pesar de todas las incorrecciones, la carta interpreta el deseo de quienes apoyamos al gobierno y a la Concertación de que El Mercurio pague su deuda con la opinión pública. Un gesto de arrepentimiento por sus actuaciones durante el régimen militar sería una manera digna de hacerlo.



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Pablo Simonetti es escritor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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