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Ecos del Pingüinazo


La sublevación de mayo de los estudiantes secundarios -los entrañables «pingüinos» -, constituye sin duda un hecho histórico. Su movimiento ha movilizado a centenares de miles de jóvenes y conmovido a millones de personas a lo largo de todo el país, concitando asimismo considerable atención internacional. Sus dimensiones y proyección distan todavía de estar claras, y pueden tener gran trascendencia para la esperada culminación de la transición a la democracia. En lo inmediato, ha logrado que finalmente las instituciones democráticas funcionen en el ámbito de la educación. Es decir, que de una vez por todas se decidan a empezar a desamarrar las ataduras heredadas de la dictadura, al menos en este sector.



En lo inmediato, el «pingüinazo» ha conseguido un objetivo que hasta hace pocas semanas se veía inalcanzable: poner en el centro de la agenda pública el cambio de la LOCE, el amarre educacional legado por Pinochet en su hora undécima. Todo Chile sabe que los problemas de educación son muy complejos, pero que en realidad se pueden reducir a unos cuantos temas centrales que, en verdad, son más bien claros y sencillos. El principal de ellos es precisamente derogar la Ley Orgánica Constitucional de Educación, o LOCE. Es la traba principal que hasta ahora impide al Estado asumir como corresponde, la reconstrucción del sistema público, que constituye la principal herramienta con que cuenta el país para dotarse de un sistema educacional de calidad.



Más allá de la ampulosa retórica acerca de libertades y derechos, el objetivo de la LOCE es bien claro y práctico: maniatar al sistema público, al mismo tiempo que promueve el desarrollo de la industria privada, en la esfera educacional. El sistema de financiamiento, consustancial a la LOCE, impide al Estado transferir recursos a los colegios públicos, si al mismo tiempo no entrega montos equivalentes a los colegios particulares subvencionados. Para que decir de la posibilidad que el Estado se plantee siquiera lo que precisamente se requiere. Es decir, un plan nacional de reconstrucción del sistema público de educación, aportando para ello con los recursos que sean necesarios. Esto queda descartado de plano por la LOCE. El Estado simplemente no puede hacerlo. Incurriría, según esta ley, en «competencia desleal» con la industria privada de educación. Esta manea afecta a los colegios públicos, pero asimismo a las universidades estatales. Así, la ley mantiene a colegios y universidades públicas sobreviviendo a duras penas «con una mano atada a la espalda,» según la expresión de una autoridad educacional.



Como se ha insistido en estas columnas, la causa principal de la crisis de la educación reside en el deliberado desmantelamiento a que ha sido sometido al sistema de educación público, construido a lo largo de más de un siglo por gobiernos de todos los signos. Primero fue el revanchismo feroz de la dictadura, oscurantista e insensata. De entrada, rebajó el presupuesto educacional a la mitad, y las remuneraciones del profesorado a la tercera parte. Los mantuvo en esos niveles hasta 1990. Expulsó a los mejores profesores y a alumnos destacados, no pocos de los cuales fueron víctimas de la represión. Quemó libros, prohibió disciplinas, cerró departamentos, escuelas y facultades. Despedazó las universidades nacionales y expulsó al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Durante la primera década de dictadura, las matrículas totales en el sistema educacional se redujeron en cerca de cien mil, y el sistema público perdió otro medio millón de alumnos en la década de 1980, después de la municipalización.



Luego vino el reinado de la LOCE. Durante los gobiernos de transición, se ha realizado sin duda un esfuerzo educacional considerable. Aparte del aumento de cobertura en enseñanza media y superior, los cambios curriculares y otros de menor importancia, el presupuesto educacional y las remuneraciones del magisterio se ha triplicado, o más. Sin embargo, estos todavía están lejos de los niveles alcanzados hace treinta años atrás. En parte, porque Lagos y Eyzaguirre volvieron a contraer el incremento del gasto público en educación. En 1983, por primera vez desde la dictadura, se gastó menos que el año anterior. La razón principal, sin embargo, es el bajísimo nivel inicial de los mismos. En los hechos, el gasto público en educación este año va a estar en el orden del 3.5% del PIB, o menos, mientras a principios de los años 1970 alcanzó al 7.2%. En moneda del mismo valor adquisitivo, por alumno, el jaguar de América gasta hoy por lo mismo en educación básica y media, y la mitad en el nivel superior, que lo que gastaba hace treinta años el modesto Chile desarrollista. Es verdad que paralelamente ha subido mucho el gasto en educación de las familias, sin embargo, este se concentra fuertemente en los segmentos de mayores ingresos y aún así, en total se gasta menos que hace tres décadas, como proporción del PIB.



Lo más grave, sin embargo, es que precisamente en virtud de la LOCE, de cada cinco alumnos adicionales a partir de 1990, en educación básica y media, cuatro fueron a colegios particulares subvencionados, y solo uno a los colegios públicos. De esta manera, la proporción del alumnado en el sistema público ha bajado de 2/3 a menos de la mitad, mientras el particular subvencionado aumentaba de 1/3 a más del 40%. La mitad del financiamiento adicional fue destinada al sector particular subvencionado, que inicialmente abarcaba 173 de la matrícula, como se ha mencionado. En el caso de la educación superior, prácticamente todo el incremento de matrícula ha estado destinado al sector privado. Es decir, el desmantelamiento del sistema público se ha acentuado, aunque ahora en términos relativos.



La solución de los problemas de calidad de la educación no parecen demasiado complicados, en la medida que se libere al sector público de la manea que representa la LOCE y la mentalidad que la engendró y la ha sustentado. Lo principal, es dejar de lado la ideología extremista que ha prevalecido hasta el momento, para la cual lo prioritario es garantizar la educación privada. Terminar definitivamente con la locura que el mercado puede resolver todos los problemas, pero particularmente, aquellos relacionados con la educación. Terminar definitivamente con la concepción que la educación es un negocio.



Volver a la idea que lo central es garantizar a todos educación de calidad. Para ello, evidentemente, el Estado debe priorizar lo que es más importante y ello es la urgente mejoría del sistema público, que es de lejos el principal, en todos los niveles. Lo primero es asumir sencillamente que el sistema público existe. Actualmente, bajo la fea y ordinaria denominación de «sostenedores,» se pretende la ficción que todos los colegios y universidades son iguales. Cualquiera habrá notado que en las conceptualizaciones de los teóricos que han sustentado todos estos años el actual modelo, también aquellos asociados a la «tercera vía,» nunca mencionan siquiera en sus escritos al sistema público. Hacen como si no existiese. Excepto, claro está, cuando despotrican contra el profesorado o los múltiples defectos de los colegios municipales, para acto seguido sugerir venderlos todos, como ha propuesto hace poco una alta autoridad en la materia.



Cualquiera con cierta experiencia en educación sabe lo que hay que hacer para mejorar la calidad de un colegio público, si cuenta con los recursos adecuados. En términos generales, el programa parece más bien sencillo. La clave es iniciar un gran programa de reconstrucción del sistema educacional público, en todos sus niveles, y destinar a ello todos los recursos materiales y humanos que sea necesario. En el marco de dicho desafío, todos los problemas del sistema público y de quienes trabajan en él pueden encontrar fácil solución. Desde el punto de vista del presupuesto, se trata de volver, al cabo de algunos años, a los niveles de gasto público previos a la dictadura, es decir, a niveles del 7% del PIB. Desde el punto de vista de la distribución del financiamiento, terminar con la tontería de los «vouchers» de Friedman, y volver a la asignación presupuestaria de los recursos.



Asimismo, terminar con la idea que los recursos públicos sólo son para los más pobres. Esto es propio de mentalidades que parten de la base que los recursos públicos deben ser muy escasos y que el Estado no debe preocuparse del desarrollo, puesto que eso es asunto de los «mercados». Hace ochenta años, cuando el Chile inició el camino desarrollista después de 1924, se priorizó la educación superior, porque se consideró que para educar a los pobres había que tener buenos profesores, pero además, para desarrollar el país había que tener una base de ciencia y tecnología apreciable.



Desde el punto de vista de la estructura del sistema público, volver a la idea de un sistema nacional de educación, en todos los niveles. Ello sin perjuicio de equilibrar adecuadamente la centralización y la descentralización, categorías que sólo las mentalidades unilaterales consideran excluyentes, puesto que por el contrario, conforman siempre una unidad, como bien sabe cualquier persona experimentada en organización. Finalmente, desde el punto de vista del profesorado y demás personal del sistema público, lo primordial es, también en este ámbito del Estado, reconstruir un servicio civil profesional moderno, de alta calificación, remuneraciones adecuadas, carreras de por vida, ética acendrada. En este aspecto, lo que se ha pretendido en la educación -convertir al Estado en un proveedor de servicios y a los ciudadanos en consumidores -, no es muy diferente de lo que los ha llevado a desmantelar buena parte del servicio público civil. Felizmente, el mundo viene de regreso de tales extremismos,, y ahora se reconoce que el funcionamiento de cualquier Estado democrático requiere de un servicio civil profesional de alta calidad y dimensiones adecuadas.



Toda la educación pública debe ser gratuita como norma general, excepto para quiénes puedan pagarla sin esfuerzo mayor, Sin embargo, hay que invertir la fuerza de la prueba para la llamada «focalización». En lugar de obligar a los que son pobres a demostrarlo, exigir a los más ricos -es fácil discriminarlos- demostrar que no lo son tanto, si quieren acceder al servicio gratuito. Desde luego, terminar con el absurdo criterio que asume que la educación es un «capital» que genera ganancias, por lo cual hay que someterlo a las reglas de los créditos bancarios. El educarse, la fuerza de trabajo no adquiere un capital, sino simplemente mayor calificación, de la cual desde luego obtienen luego ganancias no ellos, sino quienes los contratan – si no, no los harían. Los mayores salarios simplemente retribuyen exactamente el mayor costo de la fuerza de trabajo calificada. El capital no les paga ni un peso de más, y generalmente harto menos. El sistema de crédito universitario no es otra cosa que un impuesto de 5% al trabajo calificado, que genera una seria distorsión económica, al gravar la contratación de profesionales universitarios.



Nada de lo anteriormente expresado implica el desmantelamiento de la educación particular. Solamente, implica que el Estado prioriza, para variar, la educación pública. La mejor educación particular subvencionada -y vaya que la hay, en todos los niveles, a veces a cargo de instituciones de tradición centenaria en la materia- deberá seguir el noble destino de las universidades privadas del Consejo de Rectores. Es decir, el Estado deberá continuar promoviendo y subsidiando sólo instituciones dedicadas por entero a la educación, sin fines de lucro, y probada calificación académica. Como lo hacía generosamente el Estado desarrollista con la instituciones mencionadas.



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Manuel Riesco. Economista del Cenda y miembro del consejo asesor presidencial en educación.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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