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Editorial: La gran ciudad a la deriva


Las iniciativas de cerrar calles en Las Condes, terminar con el Paseo Ahumada abriéndolo al tránsito vehicular o construir una autopista en altura en las comunas más amables de la ciudad de Santiago, son expresiones de un mismo fenómeno: carencia de criterios integradores para gobernar el desarrollo de la ciudad y ausencia de una autoridad central.



Estos proyectos, que emanan de autoridades edilicias dispersas, expresan una forma casuística y reactiva de gobernar la ciudad, la cual, más que solucionar problemas, alienta la desaparición de lo público y la acción de depredadores urbanos, como especuladores inmobiliarios y delincuentes de la calle.



La enorme transformación urbanística de Santiago en los últimos años ha hecho florecer autopistas y una ampliación exitosa de la red del metro. Sin embargo, no queda claro que expresen un diseño integrado de desplazamiento y velocidad. De hecho, la gran articulación urbana que debe provenir del Plan Transantiago aún no se produce por sucesivos e inexplicables atrasos, y la velocidad a la que se desplaza la ciudad mantiene la misma fragmentación que expresa la división de su territorio en municipios.



Los desarrollos locales propios de la nueva infraestructura, descontando los problemas de diseño que ella tiene, han quedado entregados a municipios incapaces de transformarlos en bienestar ciudadano colectivo y en un desarrollo social armónico. Sobre lo que más se especula en los municipios es acerca del valor del metro cuadrado en la comuna respectiva.



La teoría insiste en que el espacio municipal es la unidad política más eficiente para resolver los problemas ciudadanos. Ello es efectivo en muchos ámbitos, pero no lo es para producir soluciones políticas integradas y criterios unificados de conducción de lo urbano en las grandes ciudades. Medio ambiente, disposición de residuos sólidos, integración territorial, estabilidad y conservación del patrimonio arquitectónico permanentemente amenazado, son ejemplos de ello.



Salvo algunas pocas excepciones, los alcaldes -sobre todo transformando los planos reguladores comunales en normativas precarias- han creado una nueva fuente de inseguridad ciudadana, al amenazar permanente y disgregadamente a los ciudadanos con expropiar el valor de sus propiedades con obras, muchas veces, de escaso contenido social-urbano.



En el caso del fragmentado Gran Santiago, el llamado gobierno metropolitano, compuesto por el intendente -representante del Presidente de la República- y por un consejo elegido indirectamente por los alcaldes y concejales, no pasa de ser un mero buzón de las iniciativas del gobierno central en materia de proyectos, y no tiene ninguna capacidad real de coordinar y racionalizar la creatividad de algunos alcaldes.



El problema de la capital se reproduce con distinta intensidad en todas las grandes ciudades del país, especialmente en aquellas zonas en las que por razones de crecimiento se han producido conurbaciones, como Concepción-Talcahuano, y Valparaíso-Viña del Mar.



Es evidente que se requiere de un diseño de gobierno de ciudad que contemple la existencia de una autoridad centralizada, un alcalde mayor o una figura similar, que condense y decante la responsabilidad de conducir el desarrollo de la gran ciudad.

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