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El crucifijo de la religión postmoderna


Mi pen drive me cuelga del cuello como si fuera la cruz de un nuevo credo. Por la calle veo, también, otros fieles de esta religión postmoderna.



El valor simbólico del pen drive es tan grande, a estas alturas del siglo, que bien podría ser considerado el crucifijo de una fe basada en la contingencia de lo laboral, en una comunidad universal, en una ética teleológica y, podría decirse, hasta dramatúrgica.



Este valor de cambio o asignación simbólica -casi inconsciente- puede llegar a ser todavía mayor que su valor de uso, determinado por la enorme utilidad del pen drive, al constituirse en el depositario de la memoria (como el «pensadero» de Dumbledore) con la cual uno funciona diariamente. En efecto, en términos prácticos, para cualquiera de nosotros, feligreses de la postmodernidad tecnológica, es imposible salir de la casa sin el pen drive. Y si, por el pecado de pensar en lo humano, llegamos a olvidarnos del maravilloso dispositivo, hemos de devolvernos sin importar el costo.



El pen drive nos viste, nos cubre con el manto de la seguridad de «llevarlo todo» y, ciertamente, la carencia del aparato nos deja con una angustiosa sensación de desnudez o incluso de vacío, si es que lo hemos perdido.



En general, no es sólo el pen drive, sino cualquier dispositivo tecnológico en el que depositemos nuestra fe, en el que nos apoyemos con tamaña seguridad, es representativo de esta religión postmoderna: la Palm, la agenda electrónica, el laptop o notebook, las memorias móviles, el teléfono multimedia.



Revisemos algunos de los versos de este credo.



La contingencia de lo laboral



En el mundo del capitalismo tardío o tecnoinformacional, la atomización de los individuos, de la mano de una obsesión hedonista creciente, han sido la palanca de la creación de generaciones de trabajadores precozmente endeudados para la satisfacción, a través del consumo, de su «yo» narcisista. Esta cadena de autosatisfacción-trabajo-endeudamiento ha llevado a los jóvenes adultos de los últimos 30 años a sufrir un síndrome Wall Street, bajo el cual se enfrentan al mundo laboral con dos perspectivas frecuentemente antinómicas: una, sentir el trabajo como un período obligatorio del día o de la semana que se debe pasar con el menor dolor posible, ineludible como fuente de los recursos necesarios para disfrutar en las noches o los fines de semana; la otra, aprender a significar el trabajo como un momento de realización personal, ante lo cual se producen entregas sobrehumanas, sin horarios, para esa actividad que, se siente, llena el espíritu. En esta segunda opción, se vive para el trabajo.



Así, los que viven en lo contingente de lo laboral (por obligación o placer autosignificado), se refugian en el pen drive no sólo para almacenar su memoria, como una muleta o un grillo recordatorio, sino también para almacenar su música, sentida como el elemento de evasión posible y de refugio ensimismado, especialmente en aquellos que ven en el trabajo una actividad desagradable que se debe pasar en estado semiconsciente. Los largos viajes en locomoción colectiva o metro, las horas de trámites, navegación en internet o digitación interminable de documentos, especialmente en aquellos trabajos tecnológicos de segundo orden, sólo se pueden soportar con un anestésico cuya dosis está almacenada en el pen drive. Un reciente comercial de estos dispositivos realizado por una cadena de retail señalaba en su slogan, manifestado a través de un actor exitoso, con una actitud despreocupada de la vida: «Desconéctate del aburrimiento, desconéctate de la lata». Es una muestra de esta visión.



Una comunidad universal



Llevar un pen drive al cuello es como llevar el anillo de Sauron, una carga que se va apoderando de nuestra autopercepción y que nos conecta con una identidad universal, con un ojo panóptico presente cada vez que nos conectamos a un computador e insertamos el dispositivo.



No es tan sólo estar conectados, sino más: es la sensación de poder compartir la memoria, los documentos, a través de un chat o de un programa de intercambio de archivos (Napster, Kazaa u otro). Eso nos convierte en parte de una comunidad anónima con la que, en el tráfago diario, tenemos irónicamente más relación que con nuestras comunidades familiares o nacionales.



Fotos, música, documentos de trabajo, la planilla de los gastos familiares: toda una memoria digitalizada en la que nos hemos volcado como individuos, de la que dependemos por completo y sobre la cual vamos midiendo, incluso, las etapas de la vida. Hace poco, una empresa fabricante de dispositivos de memoria lanzó una campaña publicitaria cuyo slogan es «cómo crecen los niñosÂ… unos 8 GB al mes».



Los significados relacionados con la memoria digitalizada también ya han pasado al plano lingüístico y nos identificamos con estos neologismos: hablamos de nuestro cerebro como de un «disco duro»; o que vamos a «resetearnos», cuando necesitamos un descanso. El vocabulario de esta religión digital se ha instalado y predomina en las nuevas generaciones hipertextualizadas, acostumbradas a pensar en su memoria como si estuviera viendo el Explorador de Windows, como un sistema compartimentado, dividido en carpetas y subcarpetas, en archivos y en formatos.



El sentimiento de comunidad surge de esta necesidad de estar conectados permanentemente, de la valoración que el sistema tecnoeconómico da a la conexión en lo que Castells llama la Galaxia Internet. El pen drive (así como el resto de los dispositivos) es un símbolo de esa posibilidad de conectar el aparato, una extensión de uno mismo (como señala Mc Luhan) a la red. Aquello que se puede conectar fácilmente es lo que se valora, porque es la conexión al paraíso pletórico de información, de contactos, de relaciones.



El sentimiento comunitario también surge de compartir el lenguaje del hipertexto, linkeado, fragmentado, dramáticamente económico. El lenguaje del SMS y del chat, la desverbalización progresiva por la invasión de los «emoticons», las caritas que escondidas en una apariencia anodina y hasta pueril engullen el vocabulario, pretendiendo ser capaces de comunicar cualquier emoción y sentimiento.



El pen drive es mi conexión -nuestra, digo- con ese mundo. Y su posesión o carencia determinan la integración o marginación de aquél.



Ética ¿Utilitaria o Dramatúrgica?



Para ser parte de esta comunidad universal, para estar conectados, tener valor, o simplemente para aspirar el éter de la inconsciencia que nos ayude a soportar el tedio de la vida laboral, necesitamos blindarnos con una ética simple, pragmática, de resistencia.



El individuo sabe que debe prepararse para cualquier eventualidad -y las hay frecuentemente, en un sistema esencialmente inestable-, ante lo cual debe desarrollar una gran resiliencia y la capacidad de esquivar los obstáculos, representados por las demás personas.



No es sólo una cuestión presente en el tipo humano hedonista (que está en un extremo del péndulo), sino también en los que ven al trabajo y su desarrollo profesional como la única realización personal.



Habermas se refería a la acción teleológica como aquella a la cual nos volcamos cuando estamos buscando un objetivo. Sin embargo, la define como un escenario donde las partes tienen o vislumbran la intención de los otros en el devenir de sus estrategias. Como contraparte, la acción dramatúrgica, aquella donde el engaño (consciente o inconsciente) es lo central, parece ser más adecuada como prisma para identificar la ética de nuestra religión postmoderna.



La acción de los individuos está escondida en un manto que oculta cualquier intención, si es que las hay, y en esa manipulación permanente y cruzada de unos a otros nos refugiamos. Es jugar a ajedrez teniendo a la vista sólo una mitad del tablero.



El pen drive es el símbolo de esa ética, pues en él se almacena la memoria de cada uno y el acceso a ella es la vía a lo más íntimo, en definitiva, a las intenciones. Nadie tiene la puerta abierta al pen drive del otro.



En una ética teleológica, se guían las acciones en virtud de aquello que nos genere mayor provecho o beneficio, que es generalmente algo mensurable. En la ética dramatúrgica que, sostengo, es la que aplica en la religión postmoderna, el mayor provecho no siempre está claro, y se actúa, en el fondo, por los aplausos. Los unos, por el placer de actuar; los otros, por las monedas después de la función; ninguno (perdóneseme el absoluto) por una comprensión de la obra que se representa. De este modo, las acciones están frecuentemente vacías de significados, y las intenciones ocultas son superficiales.



El pen drive es una conexión, a la vez que una carga; es una oportunidad, a la vez que una cadena. Es el cordón umbilical que nos une al mundo.



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Alvaro Medina J. Comunicador, Magíster en Administración y Dirección de Empresas, Magíster (c) en Ciencias Sociales y docente universitario.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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